"Por la luz haz lo que sepas hacer"
El recuerdo que guardo del hombre bueno del que me despedí, en el Hospital de Puerta de Hierro, es el de alguien querido, silente y sereno, en esa vigilia atenta que invariablemente mantuvo, con el gesto compasivo de quien se ha comportado en todo momento con un gran corazón. Ya sé que eso de la bondad no está de moda, pero Don Antonio, como le llamaban respetuosamente en su pueblo y en la fábrica, era culto e inteligente, con el oído atento a los más desvalidos y la actitud presta a ayudar.
No pudo superar una artroplastia de cadera, tras una tonta caída, como son casi todas ellas. ¡Ay esos accidentes domésticos tan traicioneros! No le faltaba razón a mi padre cuando decía aquello, tan sacrílego, de: “¡A casa, nunca!”.
Tiempo para los recuerdos, que con el paso de los años galopan hacia los más lejanos, aquellos en que yo gastaba pantalón corto y mi primo Antonio, un cuarto de siglo mayor y aun soltero, ya vestía bigote.
Oriundo de Villaverde, provincia de Segovia, un pueblo de 700 habitantes que se aprovechó del prestigio de su hermano mayor, para adosarlo a su nombre de pila, hasta llegar a ese rimbombante, Villaverde de Iscar, con escudo y bandera propios. Allí tenían Antonio Sánchez Merlo y Benita de la Calle, la casa más grande del pueblo, de piedra, con su palomar, una elegante escalera de madera y aquellas piezas de barro que se metían en la cama para mitigar el frío.
Recuerdo nuestra despedida en su pueblo. Al día siguiente se iba a Madrid a trabajar en la Fábrica de Lámparas de Filamento Metálico S.A., más conocida por su nombre comercial, Osram, “La lámpara de todos”, empresa de matriz alemana, en la que se jubiló, 34 años después, como Director Técnico. No trabajó en ninguna otra, como solía ocurrir en aquel entonces.
Pioneros en la producción en España de aquellas bombillas con las que se empezaban a iluminar los mustios años cincuenta de la posguerra, fue protagonista, a principios de los sesenta, de un acontecimiento magno, como fue traer la fluorescencia a nuestro país.
Profesor de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid, vivía y trabajaba en la capital, razón de admiración entre sus poco viajados convecinos, para quienes se trataba de alguien que había nacido en un entorno de casas de adobe de la vieja Castilla y triunfaba en las candilejas de la Corte. La leyenda, tan repetida, del pueblo a la ciudad.
Su padre, Antonio, ganadero y agricultor, con pedigrí acreditado en Tierra de Pinares y propensión al cultivo de achicoria y remolacha, tenía posibles, lo que le permitía dar a su familia una acomodada vida burguesa. El ingeniero y su hermano Cruz, veterinario de época, siempre honraron con su gratitud al abuelo Isidoro que se había encargado de pagar la carrera a los nietos mayores.
Con una economía dependiente del piñón, Villaverde se empezó a construir en el siglo XI como una aldea dependiente de Íscar, que en aquella época estaba fortificada y era cabeza de la mancomunidad.
Las fiestas veraniegas de Santa Librada, cuando los de Villaverde emulaban la reputada función de Íscar, con toda su liturgia: talanqueras, peñas, bandas de música y lechazo hecho al horno de leña, eran palabras mayores para un aprendiz de placeres, como yo, al que mi primo mayor me daba un duro de propina (un dineral entonces).
Su pueblo siempre fue bipartidista, alcalde popular o socialista, por lo que no les será difícil ponerse de acuerdo en rendirle el homenaje que merece, quizás con el nombre de una glorieta o paseo dedicado al “ingeniero Sánchez de la Calle”, una gloria con pasaporte segoviano, la familia repartida entre Iscar y Valladolid y la lealtad a una enseña multinacional.
Tras una vida intensa, rodeada del éxito familiar y profesional, a los 93 años, Antonio Sánchez de la Calle, doctor ingeniero industrial jubilado, mi primo carnal, acaba de fallecer.
Hasta el final, observó la máxima de Osram: “Por la luz haz lo que sepas hacer”, siempre comprometido con los valores del respeto, la innovación y la calidad.