Diario de Valladolid

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AHORA que, en circunstancias de todos conocidas –como son las de la eclosión del soberanismo catalán– vemos que unos y otros se arrogan e intentan apropiar la representación o voluntad del pueblo, no puede dejar de recordarse el largo y accidentado camino de conceptualización de lo popular desde la guerra civil hasta el presente. Pues no es seguramente nada casual que quienes más apostaron –ya entonces como hoy– por la versión casticista y fosilizada del pueblo (para su manipulación) suelan recurrir a la tradición en cuanto estrategia de domesticación de lo popular: es decir, a modo de método reduccionista por el que las formas de vivir, pensar y crear de unas gentes quedan resumidas en sus tradiciones, muchas veces reinventadas por los que dicen pretender salvarlas, guardarlas o defenderlas.

Una muestra clara y reciente del conservadurismo que se escuda en esa tradición ha sido la furibunda reacción difundida a través de las redes contra la celebración de la noche de Halloween por parte de quienes acusan a la misma de dos «pecados» a cuál más inexacto. Uno, el de que se trata de una «tradición extranjera», podría resultar hasta entendible –ya que en su modalidad actual cierta dependencia del Halloween de las películas norteamericanas parece innegable–; pero, si profundizamos un poco más en la historia de los rituales de este tipo, descubriremos que muchos de los rasgos que los caracterizan no son ajenos a costumbres mantenidas por siglos aquí, incluidas las velas dentro de calabazas o incluso sandías. Se repetiría, así, la táctica muy practicada de la «barbarización» de lo popular: cuando a algo no interesa reconocerlo como propio es porque procede de «los otros», porque –como el pueblo es nuestro y tiene que abrazar lo mismo que nosotros– si no lo hace se deberá a su carácter bárbaro y hostil.

El otro «pecado», muy en relación con éste, consiste en asegurar que tales rituales traídos de fuera no responden a nuestra verdadera tradición y, por eso, ha de tratarse de prácticas paganas y satánicas. Cuesta, sin embargo, creer que los niños disfrazados que vienen a pedirnos chuches sean emisarios de Belcebú.

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