Diario de Valladolid

Recuerdos en la Castilla de posguerra de un cronista de sucesos

El periodista Jesús Duva repasa sus veranos en Tordesillas y Nava del Rey y su debut en el periódico ‘Pueblo’ en Valladolid, donde aprendió periodismo

El periodista Jesús Duva, natural de Tordesillas. -ANTONELLO DELLANOTTE

El periodista Jesús Duva, natural de Tordesillas. -ANTONELLO DELLANOTTE

Publicado por
Esther Neila
Valladolid

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Dice Jesús Duva que «los crímenes cuentan la historia de un país» y mientras encadena batallitas, el hombre que se topó con los cuerpos recién masacrados en Atocha, que entrevistó al asesino de Fago antes de que la policía lo descubriera y que ha escrito las principales páginas de sucesos de la España reciente, es fácil comprender que su trabajo forma parte de esa crónica colectiva. Y que la suya, su historia, permite también leer la evolución de medio siglo de periodismo. 

Su crónica vital arranca en Tordesillas, donde nació «por accidente», puntualiza, como si ya su manera de llegar al mundo resultara premonitoria. Continúa en Nava del Rey, donde pasó su niñez, y luego en Valladolid, hasta que con doce años ingresó en el seminario de Arévalo  –«aquello de la vocación me sonaba a chino pero tenía ganas de aventura, inquietud intelecual y vital»–. Aquí estudió después el bachillerato con los Maristas, en el Centro Cultural. Y vivió en la casa familiar del Paseo Zorrilla hasta los 18 años, cuando se fue a la Complutense de Madrid para cumplir su sueño de ser periodista –«esa llamada sí la escuché; y muy pronto»–.

El grueso de su carrera discurre en El País, donde se jubiló el 4 de marzo de 2020, días antes de que un virus mandara a casa a todo el país y a medio mundo. Desde entonces tampoco ha parado de trabajar. Escribiendo libros o participando en debates o actos organizados. Los sucesos han sido considerados, explica, «un género menor», pero en la actualidad «hay un florecimiento del true crime». «Está de moda y me llaman todos los días de algún sitio», cuenta. También le reclaman para premiar su carrera. En su vitrina hay varios galardones y medallas de la Guardia Civil y la Policía Nacional. La semana pasada añadió el premio de honor de la Asociación de Prensa de Madrid, que le hace «mucha ilusión» porque viene del gremio.

Aún colea la promoción de dos libros publicados el año pasado, uno de ellos 'El crimen de la niña Melchora' (editorial Páramo), sobre la desaparición de la niña de Cigales en 1905 que acabó con su madrastra y su padre en el garrote vil y que «marcó la historia de Valladolid», como «los crímenes de Fuencarral, los Urquijo o Puente Hurraco marcaron a un país». Dice que va «a descansar un poco», pero ya anda dándole vueltas a la próxima idea:una recopilación de sus recuerdos de niñez para relatar cómo se vivía en la Castilla del tardofranquismo.

¿Será una novela? «Yo no sé hacer ficción; me he pasado cuarenta años haciendo realidad y he comprobado que ya es bastante novelesca como para tener que inventarla». Tampoco será autobiográfico, pero sí usará las notas guardadas en su moleskine mental para dibujar el ambiente de aquellos años de postguerra. Tal vez entonando la voz en off, aunque los detalles aún están por perfilar.

Su abuelo materno fue diputado provincial con el partido de Lerroux y tres veces alcalde de Tordesillas en el siglo XX. La última de ellas le pilló el estallido de la guerra. Los nacionales le detuvieron en los primeros días «convulsos» y a punto estuvo de ser fusilado. Si se salvó fue por la intercesión «de un señor llamado Gonzalo Queipo de Llano», que conocía a su familia porque también había nacido por accidente en Tordesillas. La abuela de Duva viajó a Sevilla –«que no sé ni cómo lograron llegar»–. Su madre, que tendría diez años, recuerda cómo  el militar golpista agarró el teléfono delante de ella y dijo ‘que suelten inmediatamente a don Damián Milán, que es un hombre bueno», explica el periodista. «No dijo que fuera ‘de los nuestros’, sólo que que era un hombre bueno», añade.

El abuelo Damián murió cuando Jesús tenía diez años, pero son muchos los recuerdos conservados en torno a él. «Íbamos cada verano a Tordesillas», rememora. «Mi abuelo nos llevaba todos los días al cine» para ver la misma película, '¿Dónde vas, Alfonso XII?'. «Me aprendí los diálogos, con Vicente Parra, de rey, y Paquita Rico, que era guapísima».

Tardes de baño en el río Duero y en la droguería que regentaba su abuelo en el céntrico corro de Santa María. Allí acudían «vecinos de toda la comarca a comprar carburo», unas piedras que se usaban para alumbrar en los pueblos adonde no había llegado la electricidad o en las fincas agrícolas de alrededor. «Echabas agua y empezaban a soltar un gas inflamable que daba luz», relata. Los recuerdos de Duva huelen a los productos que su abuelo despachaba, aquel jaboncillo equivalente al «ariel de ahora», el perfume que pedían las mujeres también a granel –«écheme dos reales»– y las levaduras para hacer pan. Se relame también recordando los cangrejos autóctonos que cocinaba su abuela, «unos bichos duros como piedras, más grandes que langostinos, no como los invasores de ahora, que no tienen carne».

De Nava del Rey recuerda las jornadas de siembra y siega o las vendimias y de cómo había que arrimar el hombro descargando ladrilos en hilera en el negocio familiar de materiales de construcción. A fuego tiene también grabadas las jornadas de escuela –«los palos que nos daban en el colegio, pim pam, llegabas con las manos destrozadas, un escándalo, hoy impensable–. Retazos de una infancia que quiere hilar para construir un relato de la enseñanza «en los estertores del franquismo».

En el verano del 76, al acabar el segundo curso de Periodismo, se plantó en la sede que el periódico Pueblo tenía en Valladolid, en la calle Miguel Íscar. «Que si me dejan venir por aquí, que en la facultad no escribo ni una línea», dije. Quería «aprender a escribir un reportaje o ir a la guerra», relata al contextualizar sus objetivos:era la época dorada del reporterismo bélico, de los enviados especiales, de Vietnam, de referentes  como Miguel de la Quadra-Salcedo. «No te vamos a pagar ni un duro», le avisaron. Se hartó a darle a la tecla aquel verano. Que si una huelga de Fasa, un incendio en Sieteiglesias o un atropello en Tordesillas –«raro era el día que no había alguno», cuando la carretera partía en dos su pueblo– o su primera entrevista, al gobernador civil Tomás Romojaro Sánchez. En aquella época, las crónicas se mandaban por tren. «Íbamos a la estación con un sobre con los textos escritos en la Olivetti y las fotos reveladas en el laboratorio, si daba tiempo;si no, iba el carrete». «Allí aprendí cómo se hacía el periodismo», dice .

Con esa experiencia, de vuelta a Madrid, en octubre llamó a la puerta de la sede de Pueblo, en la calle Huertas, dirigido por Emilio Romero. También conoció entonces al joven redactor Andrés Aberasturi. «Me apuntaba a todo lo que caía», recuerda, a «quinientas pelas por pieza» e «iba a clase a la facultad cuando podía».

Se inventó la sección de ‘Laboral’. Franco había muerto un año antes, pero el único sindicato que había seguía siendo Vertical, el oficial del régimen. El resto espoleaban huelgas clandestinas, reuniones y asambleas, sufrían detenciones... Conoció a Marcelino Camacho, a Nicolás Redondo a Matilde Fernández, pero eran fuentes que no podía citar. Ni siquiera se podía escribir la palabra ‘obrero’, «era el colmo». Se sustituía por ‘productores’, para «sortear la censura». 

De aquella época data su «primera portada». Una crónica de la huelga de Correos que paralizó el servicio postal en España y que había generado una gigante montaña de cartas en el patio del Palacio de Cibeles (escenario, por cierto, de una de las últimas etapas de su carrera, como responsable de comunicación de Manuela Carmena en el Ayuntamiento de Madrid). La foto de aquellas misivas sin enviar, «en vertical», y un titular «con letras enormes» acompañaba su rostro y el del fotógrafo en primera plana. «Tuve un orgasmo, claro. Iba a la facultad diciendo ‘éste soy yo’».

Vivía entonces en un hostal de la calle Atocha, cerca del despacho de abogados laboralistas adonde acudía con frecuencia en busca de materia prima para sus coberturas. La noche del 24 de enero alguien le llamó a la redacción pidiéndole que fuera al bufete. «Muy nervioso, me dijo ‘ven, ven, es terrible». Fue con el fotógrafo. Cuando subían las escaleras se cruzó con dos policías –«los grises»– que bajaban y les dijeron ‘¡no suban!’. Por supuesto, subieron. Duva se quedó allí paralizado. Luego escribió la crónica de la  matanza, su primer suceso. Nunca ha sabido quién le llamó, seguramente algún sindicalista que quería asegurarse de que alguien cubría la información y no quedara tapada.

Ese año fichó por el periódico YA. En 1980 un policía le dio el chivatazo de una operación de compraventa de dos niños en una guardería. Escribió el reporte del rescate aquel día. Veinte años después, una mujer le llamó al periódico, ya estando en El País, para pedir su ayuda: era uno de aquellos bebés que buscaba a su madre biológica . Lo tituló ‘la llamada de la sangre’ y fue el germen de su investigación de los bebés robados, plasmada en otro libro. Asegura que está fuera de toda duda que existieran cientos de casos, pese a la confusión en torno a las cifras (que achaca a las estimaciones del juez Garzón sobre investigaciones previas de casos durante el franquismo). «Yo investigo los casos desde la transición hasta el 89, cuando la ley de adopción endurece los requisitos y se acaba el invento», precisa. Su conclusión es que no era el dinero lo que movía estos casos, sino un afán «por corregir los renglones torcidos de dios» y facilitar niños a matrimonios de bien que no podían gestarlos.

Si el de Atocha fue su primer suceso, el último (o uno de los últimos) dice mucho de la responsabilidad (el lo llama «ser muy pesado») que un periodista adquiere con las historias que cuenta . No quiso jubilarse este sabueso sin cerrar un caso sobre el que había escrito décadas antes. En los 70, Duva lanzó  «al estrellato» a un ladrón de poca monta apodado el Jaro, cuyas andanzas «volvían loca» a la policía. Una noche, durante un atraco cerca del Benabeu, en El Viso, un amigo de la víctima a la que pretendían desplumar salió de casa y mató de un tiro al Jaro, que apenas contaba 16 años. En 2020, Duva se empeñó en conocer quién había disparado aquel arma y si había sido juzgado por ello, emprendiendo un largo periplo de trámites judiciales con el juzgado que había instruido aquel caso cuarenta años antes. Acabó averiguando quién había sido el asesino, que no quiso hablar, y tituló: El hombre que mató al Jaro nunca fue juzgado. Cerraba así otra página de la historia. 

Cree que los crímenes y la forma en que se cuentan son reflejo de un momento social concreto. Cada época muestra algo:analfabetismo, caciquismo y brutalidad policial. «Hoy todo se mueve por internet; el crimen organizado, el terrorismo y las estafas». Y pone como ejemplo la detención de un hombre por la matanza de Morata . «Sigo enganchado a los sucesos, a la política... menos al deporte, a todo».

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