Diario de Valladolid

Otoño melancólico

Un Miguel Delibes a punto de convertirse en septuagenario aborda el primer lustro de los noventa con timbre melancólico, evocando con humor e ironía su edad de las proezas deportivas, una memoria que agrupa hazañas personales, contempladas y advertidas. Mi vida al aire libre. Memorias de un hombre sedentario (1989) cierra la década combinando en su recuerdo pedaladas heroicas y precarias con otras actividades deportivas menos audaces pero siempre gratas.

Miguel Delibes y Ángeles de Castro.-

Miguel Delibes y Ángeles de Castro.-

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Ernesto Escapa

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SEÑORA DE ROJO SOBRE FONDO GRIS

El escritor deja fluir los recuerdos aderezados con el lujo proverbial de su prosa, que nunca fue ruidosa alharaca sino una precisión contenida y ajustada. Por esa vía suma otras dos recapitulaciones al lustro, antes de abordar, en su novela Señora de rojo sobre fondo gris (1991), el homenaje simbólico a su mujer Ángeles de Castro, fallecida en 1974, cuya pérdida prematura le arrancó no ya su proclamado equilibrio, sino la parte mejor y más noble de sí mismo. En los 28 textos agrupados en Pegar la hebra expone coloquialmente «algunos de los temas que me inquietan, me interesan o me divierten, con ánimo de trasladar mi preocupación, mi interés o mi gozo a los lectores y que ellos, mentalmente, asientan o disientan de mis puntos de vista. Una conversación tácita, a distancia, y anti convencional», que conjuga graves asuntos (como el aborto o las agresiones a la naturaleza) con otros más livianos y de pura evasión: «capítulos consagrados a la amistad, a amigos que se quedaron en el camino, a amigos que triunfaron o a amigos que triunfaron y después se quedaron en el camino, en cualquier caso unas consideraciones bastante melancólicas sobre la fama, la amistad y la muerte…un pequeño desahogo del que me place hacerles a ustedes destinatarios». El escritor navero Tomás García Yebra detectó de inmediato en este libro los cuatro pilares del Delibes crepuscular: el lenguaje fluido y preciso, nunca preciosista; la autenticidad de su voz relatora, que logra el salto más difícil en literatura: trasladar a un lenguaje casi de cháchara toda una metafísica de la existencia; el decidido propósito de mostrar antes que intentar demostrar, seduciendo antes de convencer; y por último, la aplicación del sentido común, que Balmes (y no Unamuno, como tropieza Yebra) calificó como el menos común de los sentidos.

Con este talante, un Delibes sereno y sentencioso evoca su participación en el tropel de Orson Welles para rodar en 1954 unas escenas carnavalescas de Míster Arkadin en el patio del colegio de San Gregorio; la aventura humana y literaria de Manuel Alonso Alcalde (1919-1990), su precoz compañero escritor del colegio de Lourdes; el libro dedicado por su centenario al escritor Francisco Cossío (1887-1975): Testigo de una época (1988) ; el obituario de Luis Maté, un hombre de teatro; los ocho artículos que hicieron guarnición a la primera salida (1985) de su ensayo La censura de prensa en los años cuarenta, también recogido en Pegar la hebra; sus intervenciones en los actos académicos que lo declararon doctor honoris causa en la Complutense de Madrid (28 de junio de 1988) y en la universidad alemana de El Sarre (7 de mayo de 1990); y un retorno a su memoria de lector de la inaugural Nada, de Carmen Laforet. Precisamente el hilo de aquel texto leído en el paraninfo madrileño de San Bernardo, donde evoca el grupo Norte 60, enredará a Delibes todavía un par de veces más durante esta primera mitad de los noventa.

Un par de periodistas de aquel grupo 60, que prohijó en su periódico, asomarán a las páginas de su novela Señora de rojo sobre fondo gris (1991), donde homenajea la memoria de su mujer y compañera de vida, Ángeles de Castro Ruiz. Si el pintor que la retrata es un Eduardo García Benito (1891-1981) convertido en García Elvira, quien recibe al marido evocador en su ingreso en la Academia va a ser un Julián Marías (1914-2005) novelizado como Evelio Estefanía, mientras César Alonso de los Ríos (1936-2018), tan estrechamente vinculado por su propia biografía presidiaria (en la que recibe el apoyo y asistencia de Delibes), al argumento de la novela, será en la ficción César Varelli. Pero la presencia novelesca más constante y reconocible de un viejo amigo va a ser la de Francisco Umbral (1932- 2007), apenas disimulado como el audaz, ocurrente, impío, cínico y sarcástico Primitivo Lasquetti, también tímido y sensible bajo aquella máscara atrevida (página 18).

En las páginas evocadoras de Señora de rojo sobre fondo gris (1991), concebida como «homenaje literario a mi mujer Ángeles», un pintor sumido en proceso de absoluta sequedad creativa cuenta a su hija mayor Ángeles, que en los días de la enfermedad de la madre estaba detenida con su marido Luis Silió (Leo en la novela) por su pertenencia a la Liga Comunista Revolucionaria, el terrible proceso familiar vivido entonces, que incluyó la acogida con los abuelos de su niña (la actual periodista de El País Elisa Silió Delibes), las gestiones maternas para acelerar la salida de prisión, con el padre Delibes atemorizado por la posibilidad de que allí fueran torturados.

Escrita en segunda persona, la novela es una confidencia a la hija, realizada al cabo de los años, de aquella travesía fatal, que acabó con la vida de una madre idealizada e insustituible. El relato confidencial arranca con la gestión de Ana/Ángeles para hacerse con la casona que amplió el refugio familiar de Sedano, sus pesquisas en busca de muebles adecuados y de los chichirimundis del prendero de Canseco, en la montaña leonesa del Torío (página 35). Otra fuente de decoración «la halló en el obispado: pinturas y tallas sin valor pero plásticas y sentimentales. Todos estos angelotes barrocos, fragmentos de retablos, santos de palo, litografías y cuadros de época proceden de allí. ..Pero todo ello, reunido, no hacía bulto; en una casa de tres pisos ni se veía.

«No obstante, hablando con unos y otros, se informó de que una tal doña África, familia de indianos, agonizaba en Linaza, una aldea próxima. Cuando conectó con los herederos ya la habían enterrado y estaban restaurando la casa a base de formicas, aglomerados y otros materiales más modernos, pues la pobre tía África vivía en la edad de piedra, dijeron. Tu madre se interesó por el destino de los muebles. Unos irán a los baratillos y otros a las hogueras de San Juan. O ¿es que le gustan a usted? Entonces sugirió quedarse con el lote por un tanto alzado y en seguida llegaron a un acuerdo. Te parecerá mentira, pero estas camas de hierro de bolos dorados, otra pareja de cabeceros pintados, la de barco, donde vas a dormir, una mesa de roble de tres metros, de una pieza, las sillas a juego, dos librerías encristaladas, una cómoda de nogal, un canapé, ese reloj de ojo de buey, la consola, y el resto del mobiliario fueron tasados por ellos en cincuenta mil duros, en el convencimiento, además, de que la estaban engañando» (página 37).

Aquel afán redentor de las viejas piedras coincide en el tiempo con los primeros rumores de ingreso del narrador que pinta en su Academia gremial y los contactos con el viejo artista triunfador García Elvira en la Francia de los felices veinte, y luego repudiado por pintar al mariscal Pétain coronado de laureles, que recala para morir en su ciudad provinciana y se fascina con el encanto de Ángeles/Ana, a quien retrata «con vestido rojo, un collar de perlas de dos vueltas y guantes hasta el codo. El vestido, de cuello redondo y sin mangas, lo diseñó él para la ocasión. Mi gran curiosidad por ver cómo resolvía el fondo del cuadro no se vio defraudada: lo eludió, eludió el fondo; únicamente una mancha gris azulada, muy oscura, en contraste con el rojo del vestido, más atenuada en los bordes. César Varelli, cuando lo vio, dijo: Un tipo que es capaz de conseguir estos grises es un pintor» (página 45).

La primera molestia de Ángeles «fue un dolor persistente en el hombro izquierdo», al regresar de Bruselas, donde «todo había ido bien». Entonces empezaron las consultas en sucesivas tentativas de rehabilitación, que fueron fracasando con desesperante lentitud. Cada tarde, oyendo música, se entregaba a la lectura de los poemas de Ungaretti. Un volumen rosa de edición sudamericana que deja ver su reposo en el poema Agonía: «Morir como las alondras sedientas / en el espejismo. / O, como la codorniz, / una vez atravesado el mar, / en los primeros arbustos… /Pero no vivir del lamento / como un jilguero cegado» (página 93). Cuando finalmente llega el anuncio de su muerte en el hospital, Primo Lasquetti (Umbral), ajustándose las patillas de las gafas, sentencia: «Las mujeres como Ana no tienen derecho a envejecer» (páginas 111 y 112).

Ángeles de Castro Ruiz (1923-1974) había sido la madrina de guerra del soldado marinero Miguel Delibes y el motor de su carrera profesional y literaria. «La nuestra era una empresa de dos, uno producía y el otro administraba… Le sobró habilidad para erigirse en cabeza sin derrocamiento previo. Declinaba la apariencia de autoridad, pero sabía ejercerla» (página 30). Señora de rojo sobre fondo gris no es una gran novela, como otras varias de Delibes, pero sí tiene el empaque de dignidad que arropa siempre a sus textos, incluidos los aparentemente menores o circunstanciales. Aunque su lectura resulta muy emotiva e impresiona, el carácter autobiográfico del relato no vela suficientemente la perspectiva con la que está escrito. Vuelve a ocurrir otro tanto como lo sucedido con las Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), donde el trasunto en negativo del autor quedó excesivamente evidente. Aunque en Señora de rojo sobre fondo gris la suavidad elegíaca ante la profunda herida de la pérdida se conjugue sabiamente con una reflexión de más alcance sobre la precariedad de la existencia humana.

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