Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Cambio de rumbo

Después de la grandilocuencia un tanto de sermonario que asoma engolada en La sombra del ciprés (1948) y de los trechos folletinescos que tiene Aún es de día (1949), en El camino (1950), su tercera novela, Miguel Delibes encuentra su propia voz narrativa, esa singularidad de «escribir como hablo, con poco adorno y con olvido por completo del diccionario de sinónimos». Ahí reside la grandeza de esta gran novela, escrita en tres semanas del verano de 1950, durante su estancia en Molledo-Portolín, el pueblo montañés de su padre en el que pasó los interminables veranos de su infancia. «Vi en aquella historia sencilla, humana y fresca, sin retorcimientos, una antítesis a todo lo que había escrito hasta entonces y me atreví a afrontarla». Para el cambio de tono, echó mano de «un ambiente, un tema, unas vivencias y unos personajes que los tenía a mano». Desde el principio tuvo claro que ese ambiente y sus personajes y vivencias «requerían un lenguaje y un estilo de contar sencillo y directo, sin engolamientos ni estructuras o voces artificiosas».

Delibes, en Molledo, subido con su padre a un carro con heno.-EL MUNDO

Delibes, en Molledo, subido con su padre a un carro con heno.-EL MUNDO

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LA PATRIA DE LA INFANCIA
Valladolid

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Pero ni siquiera aquella historia rezumante de naturalidad evitó el mordisco de la censura, un gatuperio en el que Delibes tenía la enemistad recalcitrante y sañuda del repeinado Pedro de Lorenzo. En El camino fue una treintena de líneas del capítulo dieciséis, donde la Guindilla persigue con su linterna a las parejas que arrullan sus pasiones en el soto. «Proyectaba sobre los rostros confundidos el haz luminoso de la linterna. –Pascualón, Elena, estáis en pecado mortal- decía tan sólo. Y se retiraba».

El camino (1950) contiene una denuncia, desde el ámbito rural, de la exigencia ambiental que persigue obsesivamente el triunfo, poniendo en entredicho los criterios de progreso de la sociedad contemporánea. Sus niños protagonistas viven en Molledo (Cantabria), en armonía con la naturaleza, compartiendo su descubrimiento de la vida y ajenos a diferencias sociales, disfrutando aquel ‘locus amoenus’ desligados de los crudos problemas que agobian a los mayores.

El mosaico de anécdotas que Daniel el Mochuelo evoca durante unas pocas horas de insomnio que anteceden a su despedida del pueblo mantiene el equilibrio entre la amenidad y la ternura. Partiendo de su distanciamiento inicial («Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así»), Delibes regresa al pueblo de sus veranos infantiles y nos cuenta un relato con los episodios y con los personajes de su infancia. El retén de su advertencia inicial le permite intervenir en la evocación con matices de humor o guiños de ironía, explayando un selectivismo narrativo que combina la introspección con una mirada behaviorista casi cinematográfica. En definitiva, nos cuenta el cuento de Daniel el Mochuelo, Germán el Tiñoso (que acabará muriendo en una zambullida en el río, al fracturarse el cráneo) y Roque el Moñigo. El narrador conoce al dedillo no sólo a estos tres chavales, sino a todas y cada una de las personas del pueblo, con sus secretos, manías y misterios. Lo cuenta con la complicidad de quien revela lo sabido por todos, aprovechando la marcha de Daniel a la ciudad para convertirse en un hombre de provecho.

Daniel tiene once años y se encuentra desvelado en la cama porque al día siguiente ha de viajar a la ciudad para comenzar sus estudios de bachillerato. Su padre quiere hacer de Daniel «algo más que un quesero», pero el niño entiende que aquel camino no puede ser el suyo, porque el hijo del boticario, que ya estudia en la ciudad, «venía empingorotado como un pavo real y les miraba a todos por encima del hombro; incluso, al salir de misa los domingos y fiestas de guardar, se permitía corregir las palabras de don José el cura, que era un gran santo». Daniel el Mochuelo reconoce las limitaciones del pueblo donde ha nacido y junto a sus amigos, pero eso es lo que le gusta, horrorizado de llegar algún día a parecerse a Ramón, el chico del boticario, que viene al pueblo «emperejilado y tieso y pálido como una muchacha mórbida y presumida». Ese conflicto le hace recordar en una sucesión desordenada y azarosa, pero llena de encanto en su evocación, las escenas que hasta entonces han trenzado su vida en el pueblo. La pequeña y próxima historia del valle se va decantando en su mente con sorprendente lujo de detalles. Esa memoria fresca e inmediata nos descubre una existencia libre y natural, deliciosamente idílica.

El escritor Luis Mateo Díez, autor de Días del desván (1997), una obra hermanada con El camino delibeano en su rescate de la infancia legendaria de los pueblos, considera que esa noche de evocaciones de Daniel el Mochuelo que precede a su marcha supone el rito de paso que despide un tiempo de infancia ya colmado desde el que vislumbra el presentimiento de la irremediable adolescencia. «Porque el tránsito, el rito de paso, conlleva una nueva lejanía que convierte lo vivido en recuerdo. Esa noche crucial de Daniel el Mochuelo, rebullendo inquieto en la cama, aguardando la luz del amanecer en la ventana de su cuarto, es la primera noche de una larga despedida, la frontera vital de un adiós a tantas cosas, la perdición primera de esa ‘patria’ de la que va a ser despojado, no sólo por el abandono, también por la edad».

El rito se cumple porque el tiempo no perdona, la inocencia es efímera y no va a permitir que se perpetúen las estancias paradisíacas. El límite de aquella pérdida lo marca el reconocimiento previo que Daniel tiene de la muerte, al perder en un accidente fluvial a su íntimo amigo y compañero de correrías infantiles Germán el Tiñoso, integrante con Roque el Moñigo y con él mismo del trío aventurero de una edad compartida, que iba descubriendo el mundo y los avatares de la vida con la camaradería de la extrema complicidad. Entre juegos y conversaciones van dilucidando con enorme ingenuidad los misterios de la vida: cómo nacen los niños, como se barajan en el corazón sentimientos aparentemente contradictorios pero sucesivos, como el amor y la vergüenza, o cómo hay que ser valiente y no llorar en ningún caso.

Roque es valeroso y fuerte, mientras Germán es melancólico, más ensimismado y amigo de los pájaros.

Ante la muerte «lacónica, misteriosa y terrible» del amigo, Daniel el Mochuelo recibe la lección contundente de que ni la vida ni los paisajes más entrañados son perennes, aunque pudieran llegar a parecerlo en la infancia feliz. Delibes nos cuenta, «con la pericia extrema de la sencillez y la complejidad» que aprecia Luis Mateo Díez, los hitos de la infancia entre la gente del pueblo donde discurrió y también los paisajes cambiantes del valle. Echando mano de una ironía muy delibeana, el narrador nos cuenta lo que hay alrededor de Daniel y su pandilla aventurera: las gentes del pueblo, cómo son y qué representan, sus afanes y alegrías, pero también ofrece «lo que la naturaleza supone en el espíritu y en la costumbre de quien madura en ella la parte sustancial del aprendizaje de su existencia».

En ese marco natural, que no esconde la dureza inusitada de la muerte cuando menos sentido tiene, al segar una vida recién estrenada, nos muestra Delibes el camino de la vida, que se refleja en el espejo del camino primigenio de lo que sin remedio vamos perdiendo. Con destreza magistral, dosifica las emociones que arropan los hallazgos esenciales que Daniel el Mochuelo decanta en su despedida del pueblo. La crítica especializada ha sabido ver este nuevo estilo de Delibes en El camino como el propio del escritor en los mejores momentos de una trayectoria cincuentenaria. De ahí, la trascendencia de El camino en el proceso de hallazgo de la voz narrativa.

PUNTO DE PARTIDA

La metamorfosis literaria de Delibes en este libro resulta radical. Como supo ver Eugenio de Nora, «nos encontramos de pronto, con una obra deliciosamente viva, tierna y densa; ante un estilo al mismo tiempo juguetón y eficazmente seguro. El novelista es ya completamente dueño de su pequeño mundo de ficción y maestro también en un arte matizado y complejo, lleno de sutileza, bajo el nítido contorno de una expresión que afecta, sabiamente, la más ingenua transparencia». El camino se propone como lectura obligada para todos los amantes de la buena literatura. Un clásico cercano y cargado de satisfacciones.

Desde un principio, contó El camino con el respaldo entusiasta de Carmen Laforet, que resaltó en dos artículos «su fuerza y belleza». Pero no encontró el reconocimiento económico inmediato buscado por Delibes ni en el premio Nacional Miguel de Cervantes, recaído aquel año en La casa de la fama, del almeriense Ramón Ledesma Miranda (1901-1963), novela río que describe el lento disgregarse decimonónico de una familia pudiente. Ledesma Miranda fue el padre del poeta salmantino de Álamo José Ledesma Criado (1926-2005) y siempre mantuvo el porte de gran señor muy venido a menos. Aunque este chasco tardó meses en llegarle, porque el inmediato fue del 26 del mismo enero, cuando se falló el Premio Ciudad de Barcelona, creado por el ayuntamiento para conmemorar la entrada por el Tibidabo de las tropas franquistas mandadas por Yagüe, con Ridruejo y Sánchez Mazas a su lado. También acompañados por el radiofónico Manuel Aznar (el padre), a cargo de la megafonía impartiendo propaganda. Pero ya le advierte Vergés, procede del mismo grupo formado en Burgos, que en el Ciudad de Barcelona creado por el editor y concejal Janés «rige el sistema de amigos y este ayuntamiento, además, es el enemigo número uno de Destino». La sorpresa se completa al recaer aquel enero de 1951 el premio barcelonés en la novela editada por Destino Cuando voy a morir (1950), de su primo del Saja Ricardo Fernández de la Reguera (1912-2000), descendiente del mismo bisabuelo molinero del Besaya, y en la hora del premio catedrático en Barcelona. Aquella circunstancia tuvo que afectar aún más a Delibes, pues la novela del primo, con sus extraviadas vicisitudes amorosas, no se acercaba ni de lejos a la dimensión excepcional de El camino, cuya fortuna posterior en ediciones, traducciones e incluso películas (Ana Mariscal, 1962 y Josefina Molina, 1977) la sitúa en lugar preeminente de la literatura en español de todos los tiempos.

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