Diario de Valladolid

Antonio Piedra

¡¡¡Adónde vais, bárbaros!!!

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En la España de los líos tenemos uno por semana o dos el mismo día. Es lo que llama El Quijote «folloncicos» o «follones descomedidos», que hay de muchas clases, según cuenta en el capítulo VI de la II parte: «unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros; pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad». Ahora mismo, para cazarnos a lazo como reses en las películas del Oeste, quiere aplicarnos Sánchez la amnistía como la Ley del sí es sí.

Pero antes definamos los términos para atenernos a las consecuencias formales y jurídicas. Amnistía viene del griego «a» –que significa sin o privado de– y de «mneestis» que equivale a recuerdo. Lo que en política quiere decir que un tirano o un dictador perdona los delitos como si no hubieran existido y, además, sin dejar rastro de esos desmanes en la memoria colectiva de un pueblo.

La amnistía que quiere aplicarnos Sánchez en democracia –como contribución generosa a la diada que hoy se celebra en Cataluña como una gesta sin precedentes–, se traduce en aplicaciones concretísimas: que aquí no hubo golpe de Estado en 2017; que los juzgados por estos hechos no fueron delincuentes sino héroes; que los jueces delinquieron aplicando leyes fascistas; y que las Instituciones del Estado de Derecho con la Constitución como garante, no tenían legitimidad alguna. En suma, que los golpistas, los filoterroristas y los ladrones de ayer, serían hoy la patena dorada donde la democracia española consuma su transparencia.

¿Es posible hablar de amnistía en estos términos sin rubor jurídico y sin vergüenza democrática? Sí, y por una razón tumbativa: Sánchez no tiene sentido de la vergüenza ni del honor ni del ridículo. Puede decir una cosa y su contraria en un mismo atraco de sinceridad. No es que sea la encarnación del mal. Es simplemente un diseño de laboratorio, un robot que ni siente ni padece ni sabe de empatías humanísticas o de sentimientos patrios.

Toda una excepción en inteligencia artificial. La mayoría de nosotros tenemos un poco de cuidado, cierta ternura, disimulamos, mentimos como niños, votamos con cierto orden, y distribuimos nuestros afectos y gamberradas escolares como los chicos en La Rioja. Sánchez no necesita disimular. Se da el pico sin rubor, y lo que uno piense o sienta le da igual. Él hace y deshace la opinión pública con la facilidad del crack que escribe Santillana: «lo que en la leche se mama en la mortaja sale». Se mire como se mire, hablamos de un enemigo peligroso, mortal, de esos que te da y te quita con justicia progresista.

O sea, que no es de convencimientos retóricos. La convicción en él es una premisa de lacayos. O le derrotas en todos los frentes, o no tienes nada que hacer. Y ello porque no tiene o conoce límites en las rectas ni en las curvas ni en los dichos ni en los hechos ni en el día a día ni en la Constitución ni en la ética ni en la moral. Un imposible metafísico. Sus límites en la praxis política y en la moral pública son los mismos que tenía el Marqués de Sade en el sexo: ninguno. ¿Alguien ha superado a Sade en asuntos de sexo? Nadie. Razón: aquí no hay cielo ni infierno ni bien ni mal ni amor ni delito, y ni siquiera una conciencia aterradora. Sólo víctimas como referencia aniquilante.

Increíble, ¿verdad? Pues más lo que uno observa y tiene que callar por si las moscas. Y es que Sánchez no es Hitler ni un diablo ni un ángel rebelde que tiene a Dios como enemigo. Sánchez es alguien que realiza su trabajo con una tranquilidad pasmosa y con una precisión robótica. No le influye nada ni nadie. ¿A quién tiene a su lado? A una vice primera para los sobres, a una vice segunda a una nariz pegada, y a un Bolaños para remover tumbas. Hitler tenía colaboradores temerosos, poderosos. Lo más temeroso de Sánchez es su falta de conciencia, y éste sí que es un poder absoluto porque esa falta de sensibilidad anímica, precisamente, nos hace respetuosos, miedosos, súbditos sin referencias, débiles, sumisos.

Ahora todo el mundo se pregunta si será capaz de hacer una amnistía a la medida de sus delincuentes. Pues claro. No podrá hacer que la luna o el sol desaparezcan. Pero puede ejecutar todo lo que es capaz un tirano, que en política es todo o casi todo. ¿Qué hizo con Iglesias, con Susana Díaz, con tantos y tantos barones poderosos que en el PSOE han sido? Todos convertidos en «verduras de las eras», que decía melancólico Jorge Manrique.

¿Qué han hecho el jueves, en la inauguración del nuevo Año Judicial, el Fiscal General del Estado, el Presidente del Tribunal Supremo, los integrantes del Poder Judicial, y el mismísimo Rey? Dar pellizquitos de monja, y mirar al infinito con cara perpleja. No sólo no tienen fuerzas para decir o hacer nada, sino que, además, les falta inteligencia resolutiva para oponerse al Sánchez de verdad. En todo esto, ay, subyace una razón napoleónica aniquilante y conquistadora: el mal es lo más inteligente que hay para hacer el mal.

Como Sánchez conoce el percal, se limita a su programación, a poner en vigor sus tablas de la ley –no hay un solo poder que ya no ejerza–, y a cumplir su misión de robot con terminales arrasantes sin importarle un bledo esta España poblada por huevones. El lazo de la amnistía está echado y es corredizo. En este complejo panoroma, Feijóo no es más que una extensión sincronizada al robot de Sánchez: un «encaje» de complacencias exóticas. Dueño absoluto del relato con visos de una modernidad, que en el fondo es más vieja que la viruela picada de Stalin, al resto sólo nos queda el pataleo, la discrepancia, aguantar, y lo que decía Unamuno: nada de «rendirse aun rendidos». ¡¡¡Adónde vais, so bárbaros!!!

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