Revisar el prospecto
EL VIERNES me acerqué al cementerio de Cuéllar. Al relance, ciertamente. El motivo principal de acudir hasta la segoviana villa mudéjar, que emerge como un iceberg pétreo y medieval entre un océano de pinos, no fue el de visitar a mis difuntos. Un paseo y tapear en algunas de sus más sabrosas barras me puso en movimiento. Además, está a tiro de piedra. Desde Valladolid, media hora; desde la Quinta de Tierz, la mitad.
Unos minutos junto a la tumba, y la pequeña ofrenda de un centro con claveles rojos y blancos. Un recuerdo y un brindis, un homenaje y un ¡bravo! por ellos. Mis padres, Raquel y José María, y mis abuelos, Rufina y Ricardo. La serenidad del silencio, en un ambiente íntimo, lejos de los embotellamientos y conversaciones múltiples y dispares de las celebraciones en sus prístinas fechas rituales. Con el freno de mano echado para la melancolía, y el agradecimiento como lema de una visita fugaz, que hago con toda la ternura del mundo.
No sé, pero los cementerios ofrecen un urbanismo mortuorio poco poético, sin que se reserve un espacio para que las almas se balanceen en los columpios intrépidos y traviesos que permiten tomarse la vida no a broma, pero sí sin un rigor de seriedad tan propicio para la tristeza y la angustia. Si las religiones, y en especial el Cristianismo, proponen un modelo de existencia, entiendo que no deben ser entendidas como un catálogo de prohibiciones, por más que establecer límites sea algo tan necesario como el respeto que ha de pretenderse entre todos los seres humanos.
La concepción o formulación que desde ámbitos espirituales se ofrece para observar una vida acorde con la dignidad humana, así como de las hipótesis sobre una realidad posterior a la muerte, siempre deben ser valoradas con la cautela propia de quien no es ajeno a la posibilidad de manipulación que toda doctrina permite.
La dignidad no supone abandonar lo religioso ni lo espiritual. En modo alguno. Pero sí revisar el prospecto y evitar efectos secundarios.