Diario de Valladolid

Creado:

Actualizado:

DICE madre que siempre hubo incendios y que no hay pueblo ni bosque que, en algún momento, no haya sido pasto de las llamas. Que siempre fue así, que todos tienen un incendio propio donde hacer desaparecer algo más que recuerdos y que no siempre son los rayos los que encienden la chispa. Que está más en las manos del hombre que en las de Dios. Ambas imperdonables, madre.

Porque un incendio será siempre esa horda salvaje que no avisa, que borra para siempre la memoria de las cosas. Incendiar es hacer ceniza la vida. El fuego es un entierro sin esquelas y sin últimas voluntades, es la cara de la muerte, del infierno. Tiene un sonido mortífero que cruje y rasca como si los músicos enloquecieran y se empleasen en una partitura de esa orquesta del terror, muy lejos de la ternura de los violines del Titanic.

El incendio hiere en cada chasquido y el viento le da alas negras. Es ahí cuando es invencible, imparable. Ni la ciencia ni la alta tecnología son capaces de enfrentarlo. Es mil veces peor que una batalla sangrienta, que una riada que invade huerta, jardín, cultivo y garaje. Incluso más doloroso que abandonar tu aldea porque así lo dispuso la energía de un embalse. Al menos nos dio tiempo a sacar los muebles y habitar un pueblo de colonización donde custodiar los recuerdos.

Un incendio desintegra y pulveriza la privada propiedad de las cosas y de los sentimientos. Todos tenemos en el disco duro del alma un fuego, casi siempre de noche. Estampas de humo, lágrimas, gritos y lamentos aderezados por el filo incandescente de un fuego escapado de la fragua que el aire convierte en danza salvaje. Algunos vimos en el pueblo hileras de brazos temblorosos con calderos de agua, que es la secuencia rural más solidaria, y contemplamos esa postal terrorífica de las cortinas de humo y las llamas arrasando tapias, corrales, linderas, árboles.... Solo los pájaros se salvan, y no todos.

Cuántas veces, con el pañuelo en la boca, hemos luchado a brazo partido con unas ramas contra las llamas… y no se apagaba. Y en la ciudad, otras tantas, a pesar de las alarmas antiincendios. Vecinos que corren asustados escalera abajo en pijama. Los bomberos son dioses, salvadores, héroes, las mangueras serpentean la calle y entran en el portal. Todos estamos en el punto de mira de una tragedia que no avisa. ¿Tendrá que ser así?

tracking