Melancolía modernista
FUERON los ojos de aceituna y mar de una bailarina llamada Salomé. Los que pintó Beltrán Masses. Cuando sujeto su mirada me invade la melancolía. Me estoy haciendo mayorín. Ahí sigue el cuadro en el edificio que custodia el legado de Ramos Andrade. Me pasa siempre cuando entro o salgo de Casa Lis.
Ese museo salmantino es delicado como sus criselefantinas y tan frágil como un arcoíris de cristal que almacena el aire de la Belle Époque en su interior en pleno siglo XXI. Es entonces cuando rebusco en el archivo sentimental secuencias de algún dintel, un mueble, una foto de mujer en sepia o un edificio de esos que destacan por derecho en el paisaje urbano. Y me sale de pronto el obispo Grau i Vallespinós que gestó la idea de un palacio episcopal en Astorga y al mismo tiempo un empresario, Juan Homs y Botines, que fue el germen de la casa que lleva su nombre en León. Ambos, proyectos del célebre arquitecto Antonio Gaudí. Dos edificios que metieron a sus ciudades en un cuento de hadas entrado el siglo de la luz.
Esa sensación también me traslada las calles de Zamora. Sobre su alfombra románica se alzan en la milenaria “bien cercada” bellas fachadas de edificios que entre otros diseñaron arquitectos modernistas como Mathet y Coloma o Ferriol i Carreras.
Al parecer, el modernismo está en la entraña de lámparas, sillas, sofás, cuadros, adornos, esculturas y partituras que resisten fuera y dentro de casa del anticuario. O sea que tienen valor y que son joyas labradas en tiempo del padre de mi abuelo, de la filoxera, de los prusianos y de los zares. Pero la melancolía modernista me viene de lejos. Resulta que la llevo en el ADN, pues de niño aprendí nombres como el de Llimona, Mestres, Martorell, Doménech i Montaner y Gaudí, que entre muchos más estamparon su firma y su arquitectura en el Ángel Guardián del cementerio donde reposan los míos, en la imponente estampa del Seminario en el que aprendí a declinar, en esa maravilla de El Capricho donde conocí en cerámica mis primeros girasoles y aquellos cañones mudos del Palacio de Sobrellano, un escenario en el que nací y eché mis primeros brotes en esa tierra, de ahí mi comillana y modernista melancolía. Por cierto, todos catalanes, muy catalanes. Nada que ver con sus paisanos de ahora que no dejarán tanta huella como ellos.