Diario de Valladolid
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Redacción de Valladolid
Valladolid

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Muchas veces me pongo a pensar después de hacerme una jornada de seiscientos kilómetros o menos, visitar media docena de pueblos o más, charlar con unos cuantos paisanos y paisanas, ya que son las que quedan… ¿No será que sobre esta tierra pesa una maldición? No acabo de entender dónde está el mar que cubrió este desierto. Quién lleva el timón y qué cartas de navegación maneja en la travesía rural de esta nave con las bodegas llenas de naturaleza, arte, patrimonio, historia, cultura, bosques, minerales, ganados, caminos, senderos, canales y puertos. Y vino. Y entonces me acuerdo de las leyendas que me contaron. O que me leyeron. Ahí van.

Siempre me fascinó su estampa. Allá en lo alto de un roquedo elevado sobre la frondosa rivera del Ríaza, río segoviano que le debe su nombre. La silueta del castillo, las murallas y el caserío invitaban a subir. Aquel día, uno cualquiera en los ochenta, pregunté a Lucía, la del bar de la plaza, que cuántos vivían allí: «No quedamos ni diez». Y, desde un rincón, su marido aclaraba: «Es por la maldición de Haza, que en tiempos se escribía sin hache». Y me la contaron… Un día un mendigo entró en la villa amurallada tras un largo viaje. Pidió caridad, pero nadie le dio agua, ni vino, ni un trozo de pan. Harto de pedir de casa en casa salió por la puerta de la muralla e, iracundo, se volvió, con su bordón en lo alto amenazante y exclamó: «¡Aza eres, Aza serás, 3.000 habitantes tienes y con ocho te quedarás!». En los 90, el censo dio la razón al mendigo. Hace poco, Lucía cerró el bar y la casa rural. Y cada año, por detrás del pueblo y de la iglesia de San Miguel, se resquebraja parte de la roca sobre la que se asienta el caserío medieval.

Cuando Don Miguel de Unamuno, mi guía espiritual en el camino junto a Delibes y a Torbado, llegó a Sanabria, ya se contaba por las aldeas la leyenda del lago. De ahí que el bueno, incrédulo y mártir de San Manuel naciera en la literatura, casualmente, en Valverde de Lucerna. Las mujeres, siempre las mujeres, son las que se salvan porque se apiadaron de aquel peregrino que entró en la aldea de Valverde y nadie le socorrió, ni dio limosna, salvo ellas, que estaban en el horno comunal. En Sanabria el pan lo hacían las mujeres. Y lo ganaban también. Le negaron la limosna en todo el pueblo, pero ellas le dejaron entrar a calentarse y le dieron pan. Y entonces la masa que estaba horneándose creció tanto, tanto, que explotó. Antes, el peregrino, a la sazón Jesucristo, les dijo a las mujeres: «Poneos a salvo». E inundó la aldea como castigo a su falta de caridad. Leyenda, literatura y, más tarde, la tragedia injusta de Ribadelago se unirían para siempre en una increíble coincidencia. Todos los 9 de enero se escuchan tañidos que vienen del lago, son las campanas de Valverde de Lucerna… «toque de agonía eterna, bajo el agua del olvido...».

No hace tanto, sería por el verano del 88, que nos dio un otoño de aguas mil, me contaron, en un pueblo de una comarca cuyo nombre prefiero olvidar, una historia que me inquietó. Así me lo narró un periodista rural que me envió el recorte de aquella gacetilla de apenas seis páginas. Se titulaba así: «Y se fueron por donde vinieron». Resumo el texto del relato. Resulta que en ese bendito periódico rural, un alcalde decía en una entrevista que en su pueblo recibirían a todo el que quisiera volver o venir a vivir y a trabajar. «Se muere el pueblo», exclamaba herido. Pues bien, una mañana de julio llegó un autobús a la plaza de este pueblo, y de él se bajó una tropa de jóvenes. Desde el balcón del ayuntamiento el acalde contempló la escena: mochilas, bicicletas, guitarras, ordenadores de mano y mujeres jóvenes, algún chiguito y mucha sudadera y algarabía. Al frente, un barbudo que saludó con su mano al alcalde que les invitaba a entrar en el ayuntamiento. Subieron entre risas y voces. Ni el día de la fiesta se había visto tanta concurrencia en el salón de plenos: Dos ingenieros agrónomos, otro de montes y dos forestales; tres hombres que llevaban tres años sin trabajar; un biólogo, dos maestras y una licenciada en Historia del Arte; dos mozos sin estudios, pero con ganas de currar, un dulzainero, un cocinero, un ganadero de vocación, dos botánicos y un hortelano... Entre ellos, parejas con tres niños cada uno. Cerca de la mitad de los veinticinco pasajeros del autobús eran mozas. El de la barba les presentó contestando así a la pregunta del alcalde sobre qué era lo que sabían hacer. «Venimos a quedarnos», espetó. «¿Qué necesitáis?», les preguntaron. «Casa y tierra, el trabajo es cosa nuestra», contestaron. La asociación cultural de piadosas mujeres cocinó tres días y tres noches con sus desayunos para todos. Y habilitaron las casas del cura y del maestro, cerradas desde 1979, para que se alojaran. El tiempo que tuvo el alcalde para reunir a los 40 vecinos, el 80% de ellos jubilados. Fueron todos a la reunión. Al día siguiente convocó un pleno. Dos concejales vivían en la ciudad y no podían. Los otros dos labraban tierra de cinco pueblos en la comarca y, como había faena, tampoco llegaron. La secretaria, que llevaba tres pueblos más, frunció el ceño y se fue.

El alcalde llamó a la Junta, a tres consejerías, al Grupo de Acción Local, a la Diputación, y todas las instituciones implicadas en la comarca. El resultado fue trágico. Los vecinos no cedían ni tierra ni casa; las administraciones –todas- pedían informes, dosieres, proyectos… y meses para contestar si había algo. Resumiendo: A los tres días volvió el autobús y justo en el momento que se subían, esta vez sin risas ni voces, pasaban los vecinos acompañando al muerto. Era el tercer entierro en ese mes de julio del 88. Y se fueron por donde habían venido. El otro día conocí a ese alcalde pedáneo. Ya mayorín. Vivía con su hija en la ciudad y me preguntó qué fue de aquello. Le dije: «Me han contado que se fueron a trabajar a Alemania». «Como mi hermano en los sesenta», me dijo, además de anunciarme que había dejado la política. Ayer pasé por la carretera y entré en ese pueblo. Hoy despoblado, sin gente. Con los cuervos en el alambre. Y así se cuenta la historia de un desierto en una región maldita, la tierra de mis mayores. Pero esto son solo leyendas, cuentos, literatura, periodismo rural… No es real. ¿O sí lo es?

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