Diario de Valladolid

ADOLFO ALONSO ARES

Comienzo del viaje

El autor entiende que, siglos después de que nuestros ancestros poblaran Atapuerca, seguimos compartiendo «geografía, geología y circunstancias» para «coincidir en el ámbito imaginativo» que hizo al ser humano como es

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He aquí la lejanía de lo que en Castilla y León se sigue representando como mojón emocional de cuanto ha llegado al siglo XXI.

Si comenzamos el viaje por los yacimientos de Atapuerca agitaremos la clave e intensidad de los tiempos en que empezábamos a ser. Empezábamos a sentir la convulsión que traslada, a un incipientemente pensante, hacia su evolución de milenios, para llegar a nuestra meta. Pero tantos siglos después seguimos compartiendo geografía, geología y circunstancias con quienes irrumpieron en las primeras cavernas-hogares, para coincidir en el ámbito imaginativo que hizo del ser humano lo que somos. Por eso, cuando recorro las huellas de los ancestros y vivo en sus parajes, me dispongo a coincidir con ellos en la simiente humana y comparto, seguramente, filamentos lejanos de su imaginación.

La literatura nació en Atapuerca cuando esos antecesores nuestros empezaron a comprender, a ensoñar e indagar en los mundos insólitos que conocían y dejaron, como herencia para nosotros, los secretos y verdades que intentamos desenterrar. Y así, los arqueólogos y los historiadores buscan señales que nos aproximen a ellos.

La literatura seguramente nació en Atapuerca cuando al arrojo del fuego invernal se miraban las noches, cuando las primeras inteligencias ataviadas con la emoción humana, con el sentimiento humano y la pasión trasladada hasta nosotros, contribuyó a que en esas oquedades recreadas, se empezasen a narrar las primeras historias.

Eso es lo que creo. Porque esa comunidad naciente ya ofrecía la raíz suprema de cuanto seguiremos conjeturando. Pero también los petroglifos que aparecen en nuestros bosques, son la confirmación de que aquellos antepasados nuestros supieron conjugar la vida y condicionarla a una difícil supervivencia en la abstracción del mundo que les rodeaba. Era su lenguaje y en él leo la exactitud del pensamiento latente en los seres humanos de todas las generaciones.

¿Eran oratorios? ¿Ofrendas? O eran libros y, en su conjunto, bibliotecas llenas de datos y conclusiones que solo ellos entendían…

Los primeros seres pensantes colonizaron territorios y se extendieron en ellos como lo hace una plaga. De aquellos a nosotros se ha desgranado el pálpito unificador y universal que polariza el todo y nos hemos multiplicado, pero nos preocupan los territorios sin pobladores. Los que el propio hombre abandona y deja a la intemperie.

El ser humano de entonces celebraba así la meditación del universo. Observaba el cosmos pleno de las noches de verano. Escuchaba el secreto de los demás seres que compartían el viaje y dejaba los vestigios para que supiéramos que, en nuestro mismo territorio, antes vivieron ellos. Es este su legado, con él hemos recreado la fantasía que los humanos necesitamos para sobrevivir. Para que la realidad más cruel no aplaste los mundos inmateriales que son esencia viva de quien acude a las memorias.

Los astures fundaron castros, construcciones indómitas y agazapadas que hoy representan el más sencillo y palpitante urbanismo transformador del medio. Dejaron huellas dibujadas en los enigmas del tiempo y muchos altozanos que se inflaman en las tardes de agosto.

Los romanos también trazaron vías y comunicaron el mundo. Utilizaron los territorios de nuestra actual comunidad autónoma, pero trascendieron a ella. Levantaron ciudades, urbes magníficas, villas y edificios públicos que elogiaban las sociedades de ya hace más de 2000 años, para que en nuestras devociones quedaran sus misterios.

Las Médulas de El Bierzo son modelo del quehacer de ese tiempo impetuoso. De cómo la ingeniería evolucionada condonó esfuerzos titánicos para disolver montañas e instaurar lagos como el de Carucedo.

Entonces ya habían transcurrido milenios, ya se había saldado el prodigio que representaba al ser humano sobre la faz de La Tierra y los hombres sabían que eran parte febril del universo.

La literatura, entonces, fue sofisticada, intricados filósofos, poetas, dramaturgos e historiadores habían desgranado el conocimiento. Junto a él vislumbraban horizontes que cedieron al mundo y hoy somos rescoldo que desea vivir en la tempestad de su tiempo.

La evolución se mece en las verdades y por eso esta cita se adereza con un breve alegato de los hombres, ya que hemos sabido disolvernos en esta encrucijada de caminos, la testuz de los montes es alimento alado y compartido por todos los que amamos el silencio.

Adolfo Alonso Ares es director del Instituto Leonés de Cultura

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