Venga, una de bravas
AMANECE en Salamanca. No es cosa baladí abrir los ojos y enfrentarte, a escasa distancia, de tú a tú, con la inmensa mole de la catedral charra. Como sucedió en el atardecer del día anterior, la luz imprime a la piedra un tacto suave de melancolía. Por si eso fuera poco, leo a Fernando Aramburu que, con su artículo sobre las cosas que mueren, desempolva recuerdos y añoranzas vinculadas a objetos, sonidos, olores…
Creo que la primera vez que fui a Salamanca fue para conocer su prisión. Cosas de familia. Aunque no tengo su imagen en mi memoria supongo que su arquitectura se acomodaba a todas las de esa época. Con Soria me pasó lo mismo. La carretera pasaba justo por delante, e hicimos una parada. Así que, precozmente, en ese torbellino de ideas e imaginaciones que conlleva la niñez, siempre aparecían, como cuando una ola deposita tras su choque violento con la arena cosas impensables en la playa, ideas sobre la libertad y la sumisión, la creación y la destrucción.
Con el paso del tiempo, de la vida, lo bueno y lo malo, tal y como se aprende en los libros, va perdiendo sus contornos, difuminándose la frontera… No se trata de caer en el relativismo, pero tampoco en los prejuicios que devoran los latidos y las sorpresas.
Si Aramburu, ayer, en estas páginas, nos sumergía en una retrospectiva de cachivaches que hoy son objetos inútiles y ayer fueron elementos válidos en la vida cotidiana, leo que EL MUNDO DE CASTILLA Y LEÓN organiza mañana y pasado un congreso, y van tres, denominado Somos Castilla y León. Dos días de coloquios vinculados con el progreso, palabra que adjetiva el epígrafe de cada charla. El progreso, pensar en él, siempre es necesario, y más cuando el presente no es del todo satisfactorio. A los políticos, de momento, sería suficiente con pedir que no lo impidan.
Queda atrás Salamanca y su fulgor pétreo de tenue melancolía, en contraste con el contundente sabor de unas inolvidables patatas bravas saboreadas al cobijo de los soportales de su plaza Mayor.