Diario de Valladolid

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CUANDO PARECÍA que ya la polémica en torno al Toro de Vega estaba amainando, van los periodistas de este periódico y se lo plantean al presidente de la Diputación vallisoletana. No creo que interese comentar aquí la viabilidad o no de esa «mesa de negociación» a dos bandas (entre detractores y defensores) por la que él parecía abogar, prestando institucionalmente el más imparcial y mejor intencionado de los arbitrios. Pero pienso que puede resultar de mi incumbencia referirme a aquellos conceptos y términos de dimensión y calado antropológicos que aparecían en la entrevista.

Pues si se invoca a la tradición o a la cultura, conviene matizar que no todo lo que se hace en nombre de ellas tiene por qué ser intrínsecamente bueno o deseable, aunque casi todo se pueda explicar en razón de su influencia. De hecho, cuando quedó claro que el desempeño de la etnología en tiempos coloniales no había sido nada inocente –ya que la alentaba un cierto interés de los poderes de los países que dominaban el mundo por sojuzgar y transformar a sus «primitivos súbditos»– los antropólogos optaron por una neutralidad a veces irritante. Se evitaría escrupulosamente desde entonces proporcionar argumentos que, en aras de un progreso que se decía universal (aunque apuntaba a etnocéntrico), determinaran el que pudiera llegar a legislarse y actuar en contra de las tradiciones o costumbres de los pueblos y culturas estudiados.

Ahora, esa neutralidad ha demostrado ser una opción insuficiente ante los problemas y crisis en que el mundo está envuelto y el antropólogo debería de ser quien por su «conocimiento experto» sobre lo humano no se limitase a actuar como mero testigo ni tampoco activista a tiempo parcial en catástrofes, sino arrostrar su responsabilidad –al igual que juristas y políticos– cara al diseño de un mejor mundo futuro.

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