La vida corre en 3,4 metros cuadrados
Nunca me había dado por medir el balcón de casa . Hasta ahora, era el territorio media docena de macetas con mayor o menor tasa de éxito y un armario de plástico gris donde guardar bártulos. Pero desde hace tres semanas se ha convertido en una pequeña válvula de escape para la familia. Son 3,395 metros cuadrados medidos al detalle. Digamos 3,4 por aquello de presumir un poco.
Los primeros días el silencio retumbaba . Uno no se da cuenta de los sonidos cotidianos hasta que desaparecen, y el paso de los camiones cisterna cargados de leche hacia la cooperativa –ahora Cañada Real si no te has criado en el barrio– sobresaltaba dentro de casa. Era asomarse y ver como enfrente y al lado otros muchos lo habían sentido. También el gorjeo de las palomas parecía amplificado y caminaban por el centro de la calzada, sacando pecho, sabiendo que esta era su particular escena de ‘Reservoir Dogs’.
Todo parecía una película pero era y sigue siendo real, así que pronto hubo que poner reglas para mantener cierta normalidad. La primera, autoimpuesta, no pegar la nariz a la ventana cada cinco minutos, que de la incredulidad al desánimo hay corto trecho. La segunda, aquí a las 10.00 horas está todo el mundo vestido, lavado, desayunado y con sus quehaceres en marcha . Y la tercera, que hay que salir todos los días un ratito al balcón para respirar hondo y ver el cielo. Ya que es un pequeño privilegio había que aprovecharlo.
La medida tiene además otras implicaciones. Los abuelos viven enfrente, a menos de 50 metros, y aún hay posibilidad de agitar la mano y ver cómo vuela un beso a 15 metros del suelo. Es terapéutico para ambas partes . Todas las noches, en la llamada o la videollamada, se repite el «ya los he visto aplaudir. ¡Qué majicos! Ya no se acordarán de nosotros…». La parte menuda vaya que si se acuerda de bombones furtivos, juegos por la cocina y propinas a hurtadillas... aunque con la discreción infantil sólo falte anunciarlas en el BOE.
La segunda gran ventaja es la posibilidad de hacer deporte al aire libre . Con 0,95 metros de ancho , las macetas y el armario, obviamente no se sale a correr. Sin embargo el primer domingo alguien tuvo una gran idea. Un vecino desconocido en el bloque de enfrente sacó a su balcón la bicicleta, el rodillo y hasta un maillot amarillo. La cuarentena social estaba en marcha y él la estaba cumpliendo, pero nadie le quitó su salida dominical para pedalear.
«¡Corre, mira al vecino!». El mejor homenaje posible fue que a los 15 minutos el rodillo de casa estaba ya en el balcón, configurando una suerte de mini pelotón en cuarentena para poner buenas piernas a los malos tiempos. La idea y esa sensación de comunidad –cómo ha crecido– ganaron adeptos. Puede que nunca una de mis fotografías en Facebook haya tenido tantos ‘me gusta’, aunque lo de subirlo a un grupo de ciclistas enjaulados igual tuvo algo que ver.
En al menos dos días las patrullas de militares pasaron bajo el balcón, de tres en tres efectivos y a buen paso. Como ahora se trabaja pegado a la ventana , bastante más de lo que se está en la oficina, el rabillo del ojo es un sensor de movimiento infalible. Aquí, donde la presencia militar es más que escasa salgo algunas maniobras puntuales, es más que llamativo.
Entre las cortinas se vio cómo paraban a una chica con una carpeta y a un señor con una bolsa, comprobaron las coartadas y prosiguieron su marcha. Para quienes nacimos (aunque fuese por poco) después del 23F y en un lugar donde son rareza los uniformes de camuflaje, la escena impone un poco al menos por estética.
Los domingos el balcón pierde esa seriedad y se convierte en un punto de terraceo.
Una cosa es salir a comprar el menor número de veces posible y otra que en esos acopios no lleguen unas aceitunas o unas patatas fritas. Batidos para los pequeños, un Ribera para mamá y un vermú casero –de la familia política– para papá completan la terraza. Con el móvil en una maceta, la videollamada a la hermana que se quedó por responsabilidad en Barcelona, redondea un ambiente que poco tiene que envidiar a los veladores de las plazas de alterne.
El último domingo, arriba a la izquierda estaban de vermú; abajo a la izquierda, también; justo debajo sonaba a picoteo familiar; e incluso encima, las voces denotaban que el solete había sacado a todos a estos pequeños oasis con suelo de terrazo. Fue momento de saludarse a distancia porque los balcones no son continuos, de preguntarse qué tal o de preocuparse por la vecina que hacía dos días que no salía a aplaudir cuando nunca lo había perdonado. Incógnita despejada, esa misma tarde estaba otra vez fiel reconociendo a sanitarios, bomberos, Guardia Civil, Cruz Roja y policías. Pero también a otros muchos que no desfilan pero para quienes hay memoria.
Mientras tanto los niños fieles a las salidas al balcón un rato después de comer, amén de los aplausos vespertinos. Las plantas de las macetas deben sentirse agobiadas , porque no echan una yema primaveral sin que estemos mirando. Mientras toca hacer didáctica con los pequeños y explicar cómo aquí saldrán fresas, allá arándanos, cómo el perejil y la lavanda aguantan verdes el invierno o cómo la pepita de limón que ha brotado algún día, trasplantada, podrá dar sombra.
El entretenimiento en estos jardines de a palmo es tal que hasta hay un censo de insectos. En las clavelinas vive el ‘Señor Escarabajo’, un pequeño bupréstido de vivos colores que a mediodía toma el sol en la misma hoja. En los pequeños rosales ha tejido una arañita mínima que de momento va a quedarse tranquila, que peor es tener pulgón. En otras circunstancias quizás hubiesen sido desalojados, pero en la actualidad son socios que ayudan a tener entretenidos y en parte enseñados a los más pequeños de la casa.
También enseña, y mucho, la hora de los aplausos. Hay días que en los bloques de enfrente, los que se ven con facilidad, el 60%-70% de las viviendas tiene a alguien aplaudiendo. En el balcón hay hasta cierto jolgorio. El primer día fue de emociones intensas, pero poco a poco se ha convertido en una agradable rutina vecinal.
La locura suele llegar con los camiones de bomberos . Los todoterrenos de la Guardia Civil están bien, los coches patrulla de la Local y la Nacional tiene su aquel, las ambulancias son llamativas… pero es que esos camiones rojos cuando se es niño son sueños con ruedas. Más aún, cuando varios días va al volante un amigo de papá, que a pesar de las sirenas seguro que oye los gritos con su nombre.
Dependiendo de la meteorología o de si tenemos algo en marcha en la cocina, después toc a bailotear un par de canciones en el balcón o saludar de nuevo a los abuelos. Sólo los días en los que hubo cacerolada para reclamar medidas frente al abandono institucional de Soria la cosa se puso más seria.
Para ser una calle tranquila aquello sonó a trueno. Cacerolas, tapas, cucharones y hasta una corneta protagonizaron una sonora bronca a las autoridades. El primer día hubo que tirar de cazos y cucharas, pero para el segundo, ya con más preparación, los pequeños tuvieron otra idea. Iban a luchar por su tierra desde un balcón y con dos tapas de sartén, y lo hicieron hasta que se cansaron los brazos.
Y así es como en 3,4 metros cuadrados achicamos distancia social sin peligros, disfrutamos del sol y el viento, damos algo de guerra por el futuro del terruño, aprendemos –aunque sólo sea sobre jardinería mínima y un par de bichos– y olvidamos por unos instantes el confinamiento. En definitiva, un pequeño espacio que ha crecido cada día al rescate de la familia. Salud, vecinos.