UNA VIDA EN LA FRAGUA
El último Vulcano
Siguió la vocación de su abuelo y su tío de labrar el hierro y no el campo. La fragua de Pepe rememora la vida de su tierra antes de la industralización y, a sus 93 años, continúa modelando el hierro con los mismos instrumentos. Este herrero fue en su día un vecino fundamental de Valdespino por sus habilidades, hoy lo es como signo de identidad de esta localidad leonesa, cuyo nombre graba a fuego en cuchillos y otras piezas que guardan la esencia de la artesanía
A José Ares, Pepe, no lo encuentras nunca en casa. Está tras esa puerta de madera azul entreabierta que en Valdespino de Somoza todos conocen. Pocos dejan este pueblo leonés sin descubrir la habilidad especial de este jubilado de 92 años, que, en realidad, no concibe eso de retirarse como el resto de los mortales. Martillea cada mañana y cada tarde en su herrería.
– Seguiré trabajando. Es lo que sé hacer y lo que me da vida.
– ¿Para cuando jubilarse y descansar?
– ¿Jubilarme, yo? ¡Si estoy en plena forma!
Al cruzar el portón de esa casa típica maragata, con piedra compacta y robusta, y una única y pequeña ventana también pintada de azul, aparece una fragua de las de antaño, con un fuelle que se acciona manualmente con una polea, y en la que mejor buscar un rincón para no abrasarse. Un espacio muy similar al que plasmó Velázquez en La fragua de Vulcano. La sugestión del lugar es tanta que parece que estuviéramos ante uno de los integrantes de ese cuadro.
Sin embargo, es real en pleno siglo XXI: la herrería de Pepe, su taller, su negocio, y, por encima de todo, su hogar.
El taller permanece como siete décadas atrás cuando, con sólo 19 años, este herrero decidió que como aprendiz ya había absorbido los suficientes conocimientos de su tío y se lanzó a emprender su aventura en solitario.
Igual que entonces, el hierro nacido de la tierra cuelga de las vigas de madera. En un hueco de la pared reposan herramientas tan firmes como usadas y en alto, detrás, unas cuantas hoces. Otra media pared la cubren herraduras y llaves. Remata el decorado una hilera de limas junto a la mesa en la que Pepe extiende ahora sus navajas.
Esta pieza se ha convertido en el souvenir más propio del pueblo y de la zona. Tanto, que lleva su topónimo grabado. Antes de terminar de labrar el mango, sentado en un banco de madera del centro de su mundo, Pepe coge un martillo incandescente, da un golpe seco y graba ‘Valdespino’. «Es como poner mi nombre, todos saben que es mío. Mi sello; mi firma». Y se enorgullece de la promoción conjunta. La suya y la de la localidad leonesa. «Hasta a Argentina se han llevado cuchillos míos, y cada uno es único».
Pepe no necesita más de un par de segundos para aseverar que nunca se imaginó de otro modo que no fuera herrando. Ni de crío. Igual que su abuelo y su tío, prefirió labrar el hierro que el campo. «Es lo que he visto desde siempre», explica sin apartar la vista de la fragua que acaba de encender. Empezó en esto a los catorce años, como subordinado del hermano de su madre.
En esos tiempos repetía casi idénticos pasos que hoy y con los mismos instrumentos. Los adelantos tecnológicos no han afectado en nada a su modo de trabajo; sí a las ventas, al tipo de objeto demandado y a la intensidad de la producción, pero no al método.
Los elementos que presiden su taller llevan tanto tiempo en él como Pepe. «Para qué cambiar si funciona todo muy bien. Son herramientas más resistentes que las de ahora. Lo nuevo no tiene por qué ser mejor, vamos, que no lo es», defiende un artesano que asegura que «se ha perdido la tradición de la artesanía y los tiempos en los que uno aprendía el oficio en la familia».
Bastan unos minutos para demostrar que sólo es nonagenario según su DNI. Tira de una cadena para accionar el fuelle, lo agita una y otra vez, hasta que las brasas están prendidas, y descansa unos minutos para aclarar el secreto de su horneado: «Para ser buen herrero hay que trabajar duro, con cuidado, sin mirar el reloj y no dejar quemar el hierro; saber cómo dejarlo casi fundido dentro de la fragua».
En ese momento, la tenaza que sujeta con la mano ya ha introducido en la fragua el metal que más tarde servirá de hoja de un cuchillo o de una navaja.
Preguntado por su tiempo de ocio o sus aficiones, uno descubre que eso es prácticamente todo. «Es lo que me gusta. Lo único. Estar a lo mío por aquí». También acudir los martes al mercado de Astorga donde charla y tapea con sus paisanos. «Me conoce mucha gente y noto mucho cariño por la zona», reconoce agradecido este herrero leonés.
Cada día, después de desayunar, Pepe realiza el mismo recorrido y acude a su taller. Lo abre con una llave que talló hace tiempo. Se coloca el delantal de cuero bajo la luz de la ventana. Del techo cuelgan dos bombillas polvorientas que sólo utiliza lo imprescindible.
Hoy toca terminar algún cuchillo porque la caja de cartón donde los guarda va perdiendo peso. Ayer se afanó en rematar una llave que ocupa más que su mano y la cerradura correspondiente para un vecino del pueblo.
Son casi las dos y dentro continúa el movimiento. «No puede comer pronto, como la gente normal, él tiene que estar aquí», explica su mujer Visita, entre la crítica y la admiración por su esfuerzo.
Tras una siesta fugaz, a las cuatro regresa. Quiere aprovechar la luz. Comienza a dar pedaladas a la rueda de lijar, con sus botas negras blanqueadas por el polvo, para que la piedra afile la hoz; después quita los picos a martillazos sobre el yunque abollado. «Esto es mejor que cualquier ejercicio. Así me encuentro, que no tengo ningún dolor». Comenta sobre su buena salud.
«No sabe estar en casa», comenta su esposa, que aprovecha la concentración de su marido para glosar algún apunte de su historia común.
Comenta que la herrería, en sus momentos buenos, «ha dado dinero». Con ese negocio sacaron adelante a sus tres hijos. «¡Y se mantiene abierto!», subraya. A lo que el propio protagonista apostilla que «ahora la juventud es más señorita y quiere las cosas de otra manera, trabajar de otra forma menos sacrificada».
Visita aclara que, muy a pesar de su esposo, ninguno de sus vástagos quiso saber nada del oficio. No hay relevo generacional para ellos. Aunque lo entiende y afirma que «ahora no se puede vivir sólo de esto».
Sin embargo, actividad todavía queda. Pepe acude al mercado de Astorga a vender un puñado de ejemplares de cuchillos o navajas, y que quienes lo visitan en Valdespino también suelen adquirir alguna pieza.
A esto suma varios pedidos. Por supuesto, nada que ver con los tiempos en los que era un vecino fundamental para el día a día. «Si un pueblo no tenía herrero, le faltaba algo», presume Pepe. Entonces relata de carrerilla que como aprendiz lo más duro era trenzar los enrejados y que «había mucho trabajo». «Hacíamos muchas rejas para el campo, pasábamos las horas calzando los trozos de reja en la lumbre», señala. «Era muy cansado».
Su relato es el de quien, abrigado por esa piedra maragata, ha vivido la evolución de su entorno. Desde su pequeño fuerte, sus encargos son el diario escrito a fuego de la historia local.
En sus primeros años, «el campo estaba boyante», y, como consecuencia, su negocio también. Asegura que trabajaba «de sol a sol».
Expone un ejemplo para justificar que no exagera. «Los obreros llegaban a las cinco de la mañana para recoger los aperos de labranza, o las herramientas del arado que necesitaban arreglar y ya me encontraban en marcha. La juventud es lo que tiene, aguantas más».
Poco tiempo pasaba ese taller sin ajetreo. En ocasiones, el volumen de ventas era tan alto que incluso los propios agricultores, o quienes necesitaban esas piezas a punto, le ayudaban porque él solo no daba abasto. «Siempre estaba esto lleno», recuerda. «Le ayudaban a machacar con el martillo y el mazo sobre el yunque», añade su esposa.
Con las herraduras, llegó a ser una factoría de una sola persona. «Eso era, además, lo que más me gustaba, y podía herrar hasta 50 al día. Aveces más». También serraba los callos con las que se calzaba a las vacas.
La herrería no sólo suponía una fuerza de atracción por necesidad en la localidad, también servía de refugio para combatir el gélido clima invernal. «Al calor de la fragua venía gente de todas las edades, muchos de ellos jóvenes».
Con los años, ha pasado de ser un punto de encuentro de quienes residían en el municipio a un lugar emblemático para quien procede de fuera.
No hay comensal del restaurante cercano al que no le recomienden que se acerque a ver cómo funciona la fragua de Pepe y conozca a este herrero que primero fue testigo de la historia y ahora forma parte de ella. Al menos de la de Valdespino y la de toda la comarca maragata.
Después de jornadas vertiginosas en los que hasta sus hijos «cuando empezaban a valer» echaban una mano, fue perdiendo clientela. «Las máquinas me iban quitando trabajo».
Al tiempo que irrumpió la maquinaria, el campo dejó de ser lo que era. Las maletas en busca de un futuro más próspero arrancaron del municipio el dinamismo propio de otras épocas. Pepe continuó alzando su fuelle y soplando velas. Ya tiene tres biznietos y su fragua ocupa el mismo lugar de siempre. En su pueblo y en su vida.
Hubo veranos en los que sacaba el jornal esquilando ovejas. Tres meses de parón en la herrería para luego regresar a su vocación.
Pese a etapas mejores y otras más duras –«la guerra fue tremenda y se pasaba muchísimo hambre», recuerda–, se siente «un hombre afortunado». Sabe distinguir lo valioso del vil metal. «Siempre estoy contento. Vivir en el pueblo es muy sano, aunque muchos se hayan ido y no lo sepan valorar. Es aire puro, no hay olor a gasolina, ni jaleo. Esto vale más que todo el dinero».