"Tú ya no eres mi madre"
En Castilla y León, «12.500 menores agreden a sus padres en un año», la mayoría cargan contra las madres / En una discusión, el hijo de Ángela la empujó. Durante el confinamiento, se escapó dos veces, y tras dos años de desencuentros, esta vallisoletana pidió auxilio a la Fundación Aldaba / Ha aprendido «la resistencia no violenta»
La paz, en el hogar, a veces se compra. O, mejor dicho, en lo que fue un hogar y ahora es un campo de batalla.
Para protegerse de sus hijos, «hay padres que tienen una cerradura en el dormitorio porque no respetan absolutamente nada». «Demandan que les compren cosas, les roban dinero y si no les dan lo que quieren amenazan con agredirles. Muchas veces los padres aceptan para comprar la paz».
La Fundación Aldaba-Proyecto Hombre Valladolid describe una realidad tan invisible como cercana. En Castilla y León, en un año, más de 12.000 menores ejercieron violencia filio-parental , mantuvieron comportamientos agresivos repetidos contra los padres o tutores, según los datos que maneja esta entidad del informe de la Sociedad Española para el Estudio de la Violencia Filioparental.
Ejemplos que llegan a su sede en Valladolid no faltan. Como el de aquel chico de 18 años que «prohibió a su madre entrar en su habitación salvo los viernes, cuando él salía, para que limpiara y recogiera» o el que «sin hacer nada en casa, exigía a sus progenitores que le hicieran la comida, se fueran del salón si quería jugar a la consola y no hablaran a sus amigos cuando le visitaran».
Entre esos números , entre esos «padres desprotegidos», se esconden los nervios, la decepción y la desesperación de Ángela. Una madre vallisoletana que tardó dos años en pedir ayuda.
Cuando su hijo cumplió trece, el niño no tenía ninguna gana de convivir con su hermano, su madre y la pareja de esta. Y lo demostraba con desprecios. Tras dos años de desencuentros, la distancia entre ellos cada vez se agrandaba más. En pleno confinamiento del primer estado de alarma, ya siendo un quinceañero, «se escapó dos veces de casa». «A las cuatro de la mañana fuimos al cuartel de la Guardia Civil a por él. La primera vez que se fue, lo trajimos a las doce y a la una ya se había marchado otra vez».
Cuenta Ángela que «siempre había sido un niño cariñoso», pero sufrió un brusco cambio de conducta, y un día, de repente, se vio en una situación insólita para ella: temía a su propio hijo. «Me provocaba miedo. Tenía miedo de enfrentarme a él y de que un enfrentamiento fuera a más», reconoce esta vallisoletana que acudió a la Fundación Aldaba porque no «sabía qué más hacer».
Explica que, sin esperarlo, a los trece se transformó en un extraño con mal carácter y ajeno a las normas. A todas. Las del hogar, las del colegio, las impuestas desde las administraciones públicas... Las reglas no iban con él, pero las discusiones, sí.
En uno de esos careos entre madre y vástago, el tono ascendió tanto que la situación de descontroló. Él le dio un empujón.
Cuando el mundo comenzó a estar pendiente de las escaladas del coronavirus, en el hogar de Ángela –como otros miles de Castilla y León– otra «escalada, la de violencia», era la que marcaba el día a día.
«Ya no eres mi madre» , le espetaba hace no tanto su pequeño. «Y tú tampoco eres mi hermano», le gritaba a otra de las víctimas de la desconexión familiar. «Su actitud era chulesca, totalmente fría. No obedecía, no acataba ninguna norma, no respetaba a los profesores. Todo eran llamadas de atención constantes, conflictos porque sí».
Desesperada, «con una impotencia total», pero sabiendo que sus pasos influirían determinantemente en ambos, este verano pidió auxilio. «De lo que se trata es de que al final son nuestros hijos, es nuestra vida y el resto de la de ellos», reflexiona.
Desde Servicios Sociales la pusieron en contacto con la Fundación Aldaba, que dispone de un programa específico, llamado ‘Eirene’, que trata de resolver y prevenir este tipo de violencia.
Uno de los primeros descubrimientos fue que el suyo no es un caso único.
«Es un problema emergente en las familias», advierte Ana Macías, responsable de Programas de Aldaba, que se basa en cifras correspondientes a 2019 completo: en Castilla y León, «12.500 jóvenes ejercieron la violencia verbal sobre sus progenitores, mientras que otros 3.300 lo hicieron también de manera física».
Sin embargo, lo de ‘mal de muchos…’ a Ángela no le consolaba. «No te crees que como madre estés en esta situación después de intentar hacer todo lo que sabes. Me sentía fatal».
En cambio, los ‘trucos’ que le enseñaban en estas sesiones, sí le servían. «Después de la terapia pensaba en qué no hacíamos bien. Que yo también me equivocaba. Si mi hijo se alteraba, yo más. Si me daba una negativa, me ofuscaba», expone.
Y es que los técnicos de Proyecto Hombre le recomiendan lo contrario, prescriben «la resistencia no violenta». «Sin caer en el autoritarismo –que no es válido– sí se necesita cierta autoridad para establecer unas pautas», analiza el terapeuta José Antonio Aldudo, responsable del programa Eirene.
Durante aproximadamente tres meses trabajan con padres e hijos para «erradicar la violencia intrafamiliar, crear un clima confortable en el que poder plantear aquellas preguntas que estresan la comunicación familiar y procurar respuestas en positivo», indica Ana Macías.
Las armas de las que provén desde esta fundación a los progenitores son sobre todo dos y están muy relacionadas: autocontrol y evitar escaladas de violencia. «Cuando entras en un ‘toma y daca’, no quieren hacer algo y te cabreas, ellos insisten y tú, más, los hijos tienen todas las de ganar», afirma Aldudo.
Por esto, les propone «demorar la respuesta». «En lugar de actuar inmediatamente, reflexionar. Esta es la primera clave para disminuir la tensión», sostiene por su experiencia.
Esta sugerencia resulta compleja de asimilar. «No es sencillo que uno asuma que así va a ganar. Al principio se sienten más inseguros, pese a que poco a poco es la manera de que los progenitores logren seguridad. Ahí está la dificultad ».
El segundo paso, muy conectado, consiste en la ya mencionada «resistencia no violenta»: «No te voy a gritar, ni agredir. Aprender a tener autoridad sin agredir. La sociedad no facilita esto, sino lo opuesto, la inmediatez. No tenemos tiempo de nada y hay que parar esa dinámica y ver qué es lo importante con los hijos. Los padres mismos, a veces sin ser conscientes, ejercen violencia, participan en ese ciclo y tienen que llegar a la presencia positiva con compromiso de respeto».
Estos términos que menciona, ‘respeto’, ‘compromiso’, ‘presencia positiva’, son más que conceptos abstractos. Al menos para Ángela. Y los da por conquistados.
Tras varios meses siguiendo cada consejo, ha progresado tanto que habla con su hijo . «Ahora tenemos una convivencia. He aprendido a escuchar y él a mí. Me han enseñado a estar más tranquila, a ser más paciente, a no alterarme y no llegar a esa escalada tan alta con él».
Pero no sólo contribuye ella. El menor, también. «Le han hecho ver cosas que no entendía, evitar que llegue a discutir y, aunque tiene cosas de un adolescente cualquiera, nuestra relación ha cambiado mucho».
Tras varias sesiones, José Aldudo constata que la disposición que mostró el hijo de Ángela es común a la de otros. «Todos los chavales acaban diciendo que no les gusta lo que están haciendo, pero hay realizar un trabajo previo para conseguirlo».
Esta labor pasa por « no culpabilizarles ». «Al principio están a la defensiva, pero luego suelen responder. Cuando son más mayores trabajamos con ellos a través de distintas técnicas, como la pintura. Ayudamos a que profundicen afectivamente en lo que les sucede».
Con el programa –cofinanciado por Fundación Iberdrola, y con la colaboración de Diputación y Ayuntamiento de Valladolid– el conflicto no siempre se destierra del todo, pero la convivencia tiende a mejorar y la comunicación se vuelve «más sana».
«Después de completar el itinerario terapéutico, la mayor parte de las familias experimentan mejoras significativas en la forma de relacionarse y en el ambiente familiar».
Ángela condensa estos avances: «Pensaba que no iba a valer, pero sí. Estoy súper agradecida a la terapia» .
Para alcanzar este punto, antes hay que atreverse a contarlo, y no siempre sucede. Es más, la tendencia es ocultarlo. Desde Aldaba indican que resulta fundamental para los adultos «buscar apoyos en amigos, familiares o profesores, dar a conocer la situación al exterior en lugar de estar solos».
Aldudo reconoce que «la mayoría lo esconde». «Produce un sentimiento de culpa, de vergüenza, y eso fortalece el control de los hijos. Rompemos esto apoyándonos en otros adultos. Ante el hijo, presentarse como un grupo. Cuando se mantiene en secreto cuesta más arreglarlo».
Por esta especie de estigma, no todos los casos terminan saliendo a la luz, ni denunciándose. «Quienes denuncian llevan muchos años viviendo esa situación y al final ya es insostenible del todo», apunta por los casos tratados y por su estrecha colaboración con otros organismos, como la Fiscalía de Menores.
Los expertos de Fundación Aldaba trazan unas pinceladas sobre esta incidencia. Sobre si existe perfil del menor que agrede a sus padres, este programa retrata que «la mayoría son chicos y que la proporción de chicas va creciendo». Principalmente, actúan contra la madre. «Tiene que ver con el género, la sociedad sigue siendo patriarcal y, aunque ha avanzado mucho, de alguna forma entienden que ella es más débil», opina Aldudo, aunque precisa que «también se da contra padres».
Estos agresores persiguen «tener el control familiar» y ejercen violencia «de muchas maneras: psicológica, física, verbal o económica».
«Se vive en todas las clases de la sociedad», asevera el técnico en prevención, que detalla que «se da mucho en familias de clase media y media alta con padres con trabajos con mucha dedicación y menos presencia en la vida de sus hijos». Describe como otro escenario frecuente en estos tipos de agresión aquel en el que «los padres tienen un estilo sobreprotector, que favorece este tipo de situación». «También vemos familias con divorcios y los menores se quedan con la madre» , añade.
El hijo de Ángela abandona esta estadística. Ahora, cuando no están de acuerdo, ella asegura que la respuesta que recibe en su pequeño va acompañada de buen tono: «Mamá, no quiero discutir». La frase con la que vuelven al hogar.