Diario de Valladolid

EL SIGLO DE UMBRAL

Espejos reflectantes

La memoria sentimental de Manuel Vázquez Montalbán abre una espita de remembranza en las letras españolas de la que nadie va a extraer tanto provecho como Francisco Umbral, quien muy pronto adapta a esa secuencia recurrente su memoria personal prendida de la memoria colectiva. La apuesta decidida por el rescate de esa memoria confluyente y sin fronteras ensarta su modelo de novela lírica en el legado de Proust, Broch o Virginia Woolf, que vivifica en impulsos sucesivos con títulos memorables, como Memorias de un niño de derechas (1972), Los males sagrados (1973), Mortal y rosa (1975) y Las ninfas (1976)

Francisco Umbral con el pintor Cuixart y dos modelos en el escenario de la frivolidad.-

Francisco Umbral con el pintor Cuixart y dos modelos en el escenario de la frivolidad.-

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Ernesto Escapa

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Después del peaje ambiental de su libro de quiosco sobre la folclórica, Lola Flores. Sociología de la petenera (1971), Umbral viró su escritura hacia los estanques de la memoria, un océano cercano y siempre a mano del que extrae los títulos que singularizan y encumbran lo mejor de su obra literaria. Para iniciar el buceo de aquellos baúles profundos, donde reposa el pálpito magullado de la propia vida, emprende la escritura combinada de tres libros con un porte desigual: Memorias de un niño de derechas (abril de 1972), sobre la tajada del miedo compartido, las viñetas de Amar en Madrid (1972), que combinan atisbos de nostalgia y picaresca dedicados a su cómplice periodístico Leguineche, y la novela lírica, que prolonga y singulariza la indagación autobiográfica iniciada en Memorias de un niño de derechas, Los males sagrados (1973), escrita con ayuda económica de una beca March.

Para el trámite marchiano ante el afable y receloso padre Félix García Vielba (1897-1983), un palentino de Revilla de Santullán, pedanía románica de Barruelo, Umbral llamó a su proyecto La muerte adolescente, describiéndolo como una «novela cuyo tema es la historia y el estudio de la adolescencia en el marco histórico, sociológico y ambiental de la posguerra española». El padre Félix había estudiado en Valladolid, en el colegio agustino del Campo Grande y a la vera del Frondor umbraliano. Para rematar sus siete años más azacaneados de vigilias obitales, en las que avió el tránsito a la eternidad de ilustres agnósticos, como Baroja (1955), Ortega (1955), Marañón (1960), Camba (1962 y Pérez de Ayala (1962), le tocó asistir la larga agonía en la clínica de la Concepción del patriarca pecador Juan March Ordinas (1880-1962), causada por choque automovilístico con un directivo de Iberduero en el camino madrileño de Las Rozas, que vigilaba resuelta desde la habitación contigua, para que la codicia del fraile no distrajera la herencia, su desconsolada Matilde Reig Figuerola (1909-1974). Un lustro antes había ungido los óleos a la señora del patriarca Leonor Servera Melis (1887-1957), quien desde que unos sicarios le apuñalaron a su apuesto Rafael Garau en el otoño de 1916, se manejaba por libre, alternando los servicios adicionales y complementarios de un chofer ancilar con los arrumacos pecadores de un eclesiástico adulador.

En su cortejo de la beca, Umbral había entrevistado al padre Félix en su residencia frailuna de la calle Columela y lo había avistado al desgaire y sin hacerse presente amartelado con «la rubiales que presentaba como sobrina, viviendo en la mentira y escribiendo artículos contra la defensa de la mentira que hacía Ruano, el escritor del Teide». Así describe Umbral al padre Félix una vez fallecido, en sus memorias Trilogía de Madrid (1984), cuando ya no tiene que invocar su apoyo para los auxilios de la March. Según Gerardo Diego, el padre Félix había sido determinante en la decisión del banquero March de crear su fundación cultural, así que ya en 1967 Dámaso Alonso, Gerardo Diego y José María Pemán impulsaron su candidatura para la Academia de la Lengua. Lástima que sin fortuna, pues en aquel suplido académico les doblaron la mano los Laínes con la candidatura de Antonio Tovar (1911-1985), sin duda con más créditos para ocupar aquel sillón. Pero en su pesquisa de becario, Umbral esquinó cualquier insinuación sobre la querencia del padre Félix por aquella rubiales llamativa, cotizando en cambio en su afición obital, al titular la novela de su proyecto como La muerte adolescente, que detalla en su propósito de estudio «sobre la adolescencia en el marco histórico, sociológico y ambiental de la posguerra». Un anzuelo apetecible para aquel clérigo dedicado a repartir pasaportes a la eternidad.

Pero de momento, durante aquel 1971, que inaugura la fuga del Lute del penal del Puerto de Santa María y concluye con el anuncio de la boda de Carmencita Franco con Alfonso de Borbón, después de numerosos escándalos de la nietísima salpicados por la geografía española y sofocados con abnegada aplicación, Francisco Umbral reparte su actividad literaria entre la siembra periodística que le distribuye puntualmente desde su agencia Leguineche y la redacción fascinada de Memorias de un niño de derechas, primer paso en la escritura de rescate de su infancia. Los años de posguerra que recupera en sus Memorias de un niño de derechas ofrecen la mirada de un testigo peculiar, más pasivo que protagonista. Pero el alcance de este libro en la obra de Umbral va a tener una dilatada proyección, por su función de lanzadera de una manera singular de mirar la historia de España, aquella sociedad que asiste a su desamparo, y una forma peculiar de entender el mundo. En sus páginas el lector transita por una sucesión de textos sugerentes que dibujan su memoria parcial de la posguerra común. Carlos Ardavín y otros especialistas en la obra literaria de Umbral sitúan en estas Memorias inaugurales el punto de partida de un gran ciclo narrativo. Aunque con un matiz importante. Las Memorias de un niño de derechas son más una obra ensayística, de acercamiento documental, que novelesca. La espita de la ficción la abre precisamente, para mirar hacia aquel mismo mundo aunque más personalizado, Los males sagrados, que redacta casi simultáneamente para la convocatoria de ayudas March.

Como buen escritor plural, de obras singulares pero siempre confluyentes, Umbral sabe ir echando en cada cesta los frutos que corresponden: la memoria colectiva y ya distante, que contienen los baúles domésticos, en Memorias de un niño de derechas (1972); los atisbos inmediatos de su periodismo urbano, que conjugan observaciones costumbristas sobre barrios periféricos o cafés céntricos, retratos de famosos y nuevas modas que tientan la curiosidad del mirón, a su mosaico Amar en Madrid (1972); y las pulsiones fabuladas más íntimas de hijo pródigo bastardo al cuévano proustiano de su novela lírica Los males sagrados (1973), que arranca evocando a mamá «en aquel pueblo de la montaña, preñada de mí, solos los dos, solos por primera y última vez en la vida, y ella con su vaga ternura de gestante… Mi madre durmiendo bajo las estrellas grandes y toscas de la montaña, sintiéndome en su vientre, palpitante como una estrella de sangre, pasando su pesantez de hijo por entre la levedad del aire, las flores de las alturas, la mirada rubia de los campesinos, el paisaje que no la conocía». Los males sagrados, destilada con la bendición propiciatoria del padre Félix García y acaso también de su rubiales clandestina, va a ser la primera novela grande de Umbral, a cuyo reclamo tentador tanto cuesta resistirse. Porque actúa como imán obsceno, delator e imparable del talento creativo.

Centrados en las Memorias de un niño de derechas, resulta imposible olvidar los reparos que en su momento le puso quien más tarde iba a ser director de la Real Academia, el profesor gallego Darío Villanueva, desde las páginas literarias de la revista Camp de l’arpa: «Umbral ha sido traidor a su propio ser de niño y lo ha hecho por ambicionar para su libro una amplitud deseable y contraproducente a la vez. En lugar de atraer al yo los acontecimientos recordados, ha preferido hacer literariamente historia de aquellos años y de aquellos niños, no de aquel niño, con la perspectiva de su madurez creadora y humana». Villanueva aventuraba demasiado, sin atenerse a los ritmos del creador, estableciendo el único pero de las Memorias «en su generalización del yo al nosotros que las diluye y banaliza: de las vivencias personales a las tópicamente comunitarias». Sin aguardar a que Umbral sembrara en el campo de la memoria común roturada su experiencia personal, con la que iba a levantar el prodigioso edificio de sus novelas de la memoria atribulada.

Al contrario de lo que le ocurrió al profesor Villanueva, el propio Umbral sí fue consciente desde el principio de la fecundidad de aquel campo común desvelado por Vázquez Montalbán y cartografiado por él mismo con su sesgo peculiar. Sobre aquella gleba removida y preparada para fecundar su memoria de bastardo, iba a construir el edificio lírico de sus ficciones. Un universo que eclosiona con Los males sagrados y cuyo crecimiento nos ofrece ejemplos tan cumplidos de plenitud como Mortal y rosa (1975), la grandiosa novela desatada por la muerte cruel e inesperada de su hijo con cinco años, víctima de una leucemia. Pero antes de alcanzar esa cota literaria, Umbral prepara el campo con su memoria de la lejana posguerra: «El recuerdo de la posguerra es el de un largo invierno de varios años, y sin duda debió de nevar mucho». Lo evoca a través de las canciones de la radio y de los toreros de las revistas que duermen en los baúles, pero también incorporando sus ilusiones de girasol centralista en la conquista de Madrid: «En nuestra memoria de ex niños sigue sonando, organillo triste de posguerra, la fascinación pobre, nacionalista y cachonda de una vida mejor, que era la vida de Madrid». Ahí concluye el libro, cuya respiración literaria distingue un estilo siempre en la frontera de la poesía narrativa. Una escritura resuelta con quiebros tiernos o sarcásticos, pero en cualquier caso amparados por su estirpe ramoniana, que tejen el universo embrionario del mejor Umbral, aún por venir.

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