Diario de Valladolid

DE FIESTA EN FIESTA

San Pedro Manrique, el cénit de las celebraciones sanjuaneras

Los días de San Juan son fiestas estacionales que conservan arcaicos ritos donde el hombre se sumerge en la naturaleza, a la que concibe como poblada de dioses y espíritus benéficos, especialmente durante el solsticio de verano. Las bondades de la naturaleza se concentran en tres elementos fundamentales: el sol, astro rey que hace crecer la vegetación, al que se puede honrar y fortificar con hogueras; el agua y el rocío que son portadores de potencias benéficas, y algunas plantas, aromáticas que adquieren virtudes curativas especiales durante la noche, y las conservan a lo largo de todo el año siempre que se almacenen según normas ancestrales que han pasado de abuelos a nietos por tradición oral.

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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La vida moderna ha dado al traste con todo lo relacionado con el agua y las plantas, mientras que ha exaltado el fuego. No tanto por las connotaciones mágicas que tenía para nuestros antepasados, como por el hecho de que es aglutinador de nuevas inquietudes festivas en las que se ha hecho inseparable del alcohol y la música.

La noche del 23 al 24 de junio algunos habitantes de San Pedro Manrique pasan descalzos por encima de una alfombra de rojos tizones. Después de quemar unos mil kilos de roble, de un grosor adecuado, los encargados de la hoguera extienden las brasas hasta formar una superficie homogénea de dos metros de larga, uno de ancha y unos 15 centímetros de espesor. El rito se realiza en un pequeño anfiteatro, achatado en uno de sus extremos, construido con graderíos al lado de la ermita de la Virgen de la Peña. A la entrada de dicho coso hay una pequeña espadaña donde están colocadas las campanas de una torre ya desaparecida. El espacio acotado permite cobrar una entrada a la multitud de curiosos que se acercan hasta la villa soriana para ver el espectáculo. El dinero recaudado se invierte en dar lustre a las fiestas. La sesión está presidida por la corporación municipal y por las ‘Móndidas’, tres jóvenes que actuarán durante estos días como reinas de las fiestas. Cuando el manto de brasas está preparado y limpio de cualquier objeto e impureza que no sean los carbones encendidos, a una señal del clarín, comienza el ritual. Los pasadores lo hacen con una persona a la espalda. Tradicionalmente eran hombres, jóvenes que lo hacían como un rito iniciático de masculinidad, aunque podían seguir practicándolo durante todos los años que quisiesen. En alguna ocasión pasó alguna mujer, rompiendo así el tabú asociado al género, pero entonces se explicaba diciendo que lo hacía por un voto religioso.

En la época que Caro Baroja estudió esta tradición, a mediados del siglo pasado, los sampedranos decían que sólo lo nativos podían pasar el fuego sin quemarse. Y ello lo atribuían los estudiosos, según dice el ilustre antropólogo, a dos razones que entonces no eran incompatibles. Los racionalistas explicaban que el secreto estaba en una técnica concreta en la pisada, que los del pueblo dominaban y los forasteros no, mediante la cual la planta del pie al presionar fuerte y rápido contra las ascuas se paraba momentáneamente la combustión y por eso no se lastimaban. Los más devotos, defensores de los milagros, lo atribuían a la fe con la que los caminantes cumplían con el ritual, porque por entonces muchos lo hacían en cumplimiento de algún voto.

Sobre la interpretación de este rito no hay quien se ponga de acuerdo. Para los antiguos investigadores sorianos, como Blas Taracena o Iñiguez Ortiz, son restos de antiguas heliolatrías (culto al sol) de origen celtibérico. También se apunta a la influencia de la cultura grecorromana como origen de estos ritos, porque esta tradición se documenta entre los antiguos pueblos de la península Itálica, anteriores a Roma. Pero Caro Baroja ya apuntó que no podemos argumentar ni desde una perspectiva de «pervivencias rituales», ni proceder con planteamientos comparativos con otros ritos similares, porque éstos se encuentran también en la India y en el Yucatán mejicano. La similitud de los ritos no tiene que ser interpretada necesariamente ni como derivación ni como influencia de unos en otros. Lo realmente importante es comprender la función que cumplen en este momento y la importancia que le dan los protagonistas que los mantienen.

Pero si el momento estelar es el paso del fuego, donde encontramos mayor densidad y complejidad ritual es la jornada siguiente, día de San Juan, en el que las Móndidas tienen un papel protagonista. De madrugada, sobre las ocho de la mañana, los miembros de la corporación municipal montados en caballos vestidos elegantemente de frac o levita, y tocados con un bicornio negro con galón dorado, al estilo de los ujieres de la época de Isabel II, recorren el perímetro del pueblo y las calles de la ciudad. Mientras tanto, antes los mozos, ahora todos los que quieran apuntarse, van con la música a buscar a las Móndidas, a las que recogen una por una. En cada casa, como manda la hospitalidad popular, los visitantes son obsequiados con pastas y algo de beber. Las Móndidas son tres muchachas jóvenes elegidas entre la juventud que lo desee. En el modelo antiguo eran las nacidas en el pueblo, hoy cualquiera que esté interesada, con la sola condición de pertenecer de alguna manera, a la localidad. Reunidas las tres Móndidas y sus acompañantes, van a casa del depositario, donde recogen y se colocan el rodete, un rebujo de paño circular sobre el que se apoya el canastillo. Las tres jóvenes lucen elegantes vestidos blancos, sobre los que destacan llamativos mantones de manila, y las joyas de la familia. Sobre la cabeza, sostiene el cesto adornado con flores, una torta de pan y unos arbujuelos, que son ramas de tres o cuatro brazos, envueltas con masa de pan y azafrán, lo que les da un llamativo color amarillo .

Durante la mañana hay una competición de caballistas, a los que se les reconoce su participación entregándoles una rosca hecha de la misma masa que la que portan las Móndidas en sus cesteños.

Al mediodía suben todos, Móndidas y autoridades, a la Virgen de la Peña para oír la Misa. Las tres jóvenes con sus canastillos sobre la cabeza, pero no los meten en la iglesia. A la entrada, cambian éstos por unas peinetas sobre las que colocan la mantilla. El momento más esperado por los fieles es la ofrenda de los arbujuelos, que hacen las protagonistas al sacerdote y a las autoridades.

Durante la Misa, los Quintos (ahora, todo aquel que lo desea) preparan un gran mayo en la plaza del Ayuntamiento para pingarlo cuando bajen los asistentes a la función religiosa. Este es el mayo oficial de la villa, el más grande y esbelto que han encontrado en las dehesas de la villa, símbolo de la vegetación comunal. Hay otros tres más pequeños a la puerta de cada una de las Móndidas.

A continuación, las tres jóvenes leen una serie de cuartetas en las que agradecen a los familiares primero, y a todo el pueblo después, el nombramiento como representantes de la juventud. A lo largo de la composición hacen alusión a la fiesta, a la historia de la misma, para reforzar el papel que tiene la función en la creación de la identidad sampedrana. El final es recibido con atronadores aplausos del público que no se ha perdido ni una sola frase de lo recitado. La parte oficial matutina finaliza con el tradicional baile de la Jota, en la que las Móndidas bailan con las autoridades. La figura de las Móndidas se ha intentado explicar, sin mucho éxito, como pervivencia de antiguas sacerdotisas y vestales de ritos ígneos celtíberos o romanos.

La Fiesta de San Pedro Manrique, honrada con declaraciones de Fiesta de Interés Turístico Nacional y Bien de Interés Cultural Inmaterial, es uno de los ejemplos de lo que pueden ser las tradiciones que un pueblo conserva como seña de identidad. Y lo ha conseguido en una evolución controlada de los rituales que se han mantenido a pesar de la presión del turismo. Se ha pasado de aquellos momentos, a mediados del siglo veinte, en los que la identidad se forjaba diferenciándose de los pueblos vecinos, porque apenas asistían a la misma unos pocos visitantes venidos de La Rioja o de Soria, a la gran curiosidad que suscitan hoy entre turistas españoles y extranjeros. La consolidación actual de los ritos permite dar a las fiestas otras perspectivas. La prospectiva del s. XXI debe verse en clave internacional, siempre mirando al futuro, sin abandonar las raíces que la produjeron y sobre las que ha evolucionado a lo largo del tiempo.

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