Diario de Valladolid

EL SIGLO DE UMBRAL

Libros en racimo

Entregado al destajo de colaboraciones recurrentes, que despliega por las revistas de Cultura hispánica, donde lo protege el sonetista García Nieto, en la fugaz Vida mundial de Cerezales, en la integrista Punta Europa de Oriol y Marrero, en la falangista Estafeta literaria y en el dominical del Norte de Castilla, que le abre Delibes con la tutela azul de su secretario Carlos Campoy, Umbral estrena su década prodigiosa de Madrid con una actividad agotadora, que le acabará provocando una caída estrepitosa de salud cuando asoma al cenit, después de la derrota de los Inocentes 1965 en el premio Alfagüara

-E. M.

-E. M.

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Ernesto Escapa

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LA CONQUISTA DE MADRID.

La rampa de afanes que ocupa a Umbral durante su primer lustro en Madrid lo mantiene entregado al laboreo cotidiano de «pescador sin caña en el Manzanares», mientras se plantea inquisitivo qué coños hace allí, para cuándo la gloria, la fama, el dinero y su conquista del centro, donde entiende que reside el éxito. Profundamente decepcionado e insatisfecho con aquella profusa y trivial cosecha de menudencias, que a veces hasta engañan con sus falsos reflejos de triunfante bisutería.

Pero el autor bien sabe que aquello no pasa de ser despreciable ferralla. Sólo la soñada publicación de sus primeros libros lo sacará de su agobiante abatimiento. A Delibes le reparte el periódico a diario por los quioscos del centro, pero su corresponsalía madrileña sigue confiada al carrasqueño Ángel Lera de Isla (1903-1986), viejo postulante de la revolución campesina (1931) convertido en especialista canónico en reformas agrarias y concentraciones parcelarias (1957), además de cultor para Santarén de prontuarios gramaticales y ortográficos que replican nuevas ediciones en Barcelona.

En su oficina soleada sobre Atocha, que enmarca un panel cerámico de Daniel Zuloaga, el vallisoletano de Urueña se avitualla de información agraria de primera mano, aunque alejada de la elocuencia del surco, y cultiva con sosiego su afición literaria, de la que obtiene sucesivos galardones narrativos (premio de cuentos Blanco y negro 1960, hucha de plata 1967, Olot de novela corta y Barbastro 1970 de nouvelle). Publica en Editora Nacional los cuentos infantiles de Perucho, el niño que aprendió a soñar (1965), lujosamente ilustrados con su color galaico por María Antonia Dans (1927-1988), una de las artistas deslumbrantes de la primavera de Fraga, muy presente en sus Paradores turísticos.

Y un lustro después, Bruguera multiplica la presencia en los quioscos de La muerte del Gurriato (1970), su novela premiada en Barbastro.

«Madrid era la ciudad de los políticos y las flamencas, de los poetas y las putas. A mí me parecía que en Madrid no se hacía otra cosa que escribir artículos y cantar flamenco», confía Umbral en Los cuadernos de Luis Vives (1996).

Son días echados a la deriva, en cuyo trasiego rinde interesada visita a sus paisanos literarios bien instalados en prósperos negociados de Madrid, como el poeta Fernando Allué y Morer (1899-1981), quien en su alto destino de Hacienda despacha endechas y sonetos por cientos, o el narrador José Luis Martín Abril (1918-1997), secretario de Carrero Blanco, a quien la coincidencia de apellidos con su hermano escritor alejado en Valladolid (Francisco Javier Martín Abril, 1908-1997) le valió el premio nacional Miguel de Cervantes para su libro de relatos azorinianos El viento se acuesta al atardecer (1973). «Delibes me explotó», confiará más tarde Umbral a sus interesados confidentes.

Aunque la sucesión de achaques y acontecimientos acabará por volver a Umbral hacia Delibes en su grave crisis emocional y de salud de mediados de los sesenta, que lo aparta durante un año: «Yo tenía un brazo cansado, el derecho, desplomado desde el hombro, una algia , nada, decían en el Seguro, y escribía con esfuerzo, a mano, miniaba mis artículos, mis cuentos, en la mañana occidental y suburbial, junto a un río sin agua, a espaldas de un barrio madrileño, goyesco, popular, saantoniano, florido, con petardos de sidra, melones de verbena y agua dura, que ya no era aquella agua fina de Lozoya, de cuando recién llegado a la ciudad», confesará más tarde en Trilogía de Madrid (1984), sobre su estado antes de aquella quiebra de salud. Sin concederse un respiro en los afanes.

Aprovecha entonces su plataforma en revistas oficiales como Mundo hispánico y Estafeta literaria para cultivar el agasajo a sus referentes literarios, en especial al académico Camilo José Cela (1916-2002) respaldado por el constructor navarro Félix Huarte, con quien pasa un fin de semana balear en mayo de 1963, como también hará sucesivamente con Aleixandre, Pemán, Menéndez Pidal, Alejandro Casona, Dámaso Alonso y Rafael Lapesa. Sobre todo, Cela, a quien en esta época el constructor del Valle de los Caídos le erige un casoplón en la Bonanova mallorquina, a la vez que le financia en Madrid la editorial Alfagüara, que van a gestionar sus hermanos el marino Juan Carlos (1922-2013) y el escritor Jorge (1932). Cela se aparece a Umbral, a partir de este momento, como modelo de prosperidad y también literario, dejando su huella elocuente en obras como Crónica de las tabernas leonesas (1962) y en muchos de sus primeros relatos dialogados. También en la asunción de un tipo de novela lírica, que prescinde del cañamazo argumental de las peripecias.

Desde su irrupción en Madrid, Umbral, una vez superada la fase de urgida supervivencia, fue aprendiendo a vivaquear en el escenario de las letras, bien instruido de primera mano para estos manejos por sus allegados en Poesía española y en La estafeta literaria. Según cuenta Dámaso Santos (1918-2000), en sus memorias literarias De la turba gentil (1987), Manuel Alcántara (1928-2019), Juan Emilio Aragonés (1926-1985), Luis López Anglada (1919-2007) y otros cuantos pícaros más «habían hecho una sociedad de colaboración para presentarse a todos los certámenes y repartirse como buenos hermanos a montones iguales las ganancias, contando de antemano con las historias de las vírgenes y santos patronos de toda España y los despliegues estróficos acomodables, mediante ligeros retoques, a distintos santos y motivos florales de tradición, fe, patria y amor» (página 185). No incluye por cautela el sardinero de Villamañán Dámaso a otros cómplices entonces de más relumbrón, como García Nieto (1914-2001) o Carlos Murciano (1931). Aunque el artificio de pesca no se detuvo ahí y años más tarde la entente cordial de los Caballero Bonald (1926), Ángel González (1925-2008), Luis García Montero (1958) y demás allegados siguiera dando sus frutos, no sin algunos escándalos.

En esas vendimias empezó a cosechar Umbral desde su llegada a Madrid. Ya en 1961 obtuvo el premio Tomelloso de cuentos, dotado con cinco mil pesetas, por su relato dialogado Teléfono y ginebra inglesa, contando en el jurado con mayoría cómplice de Cultura hispánica (Félix Grande) y de La estafeta literaria (Eladio Cabañero). Un primer peldaño en la escala de los premios, que en 1964 lo alzará hasta el nacional Gabriel Miró, conseguido con su relato Tamouré, que relega como finalista El puño, de Alfonso Martínez Mena (1928-2010). Evocación de una tarde calurosa de barrio en Madrid con el soniquete de canción del verano (Ta-mou-ré), mientras su protagonista conjuga las noticias diarias de llegada de turistas y la ola de calor con el vislumbre de una joven solitaria y semidesnuda entre las hojas entornadas de una ventana.

La Caja de Ahorros del Sudeste de España, que organiza el certamen en Alicante, publica los dos relatos en 1964, catapultando los de Umbral hacia una edición en Editora Nacional de Tamouré (1965) con otros once relatos, ilustrada por el poeta José Hierro, entonces empleado en aquella editora oficial. Diez de aquellos relatos integrarían años después el libro Las vírgenes (1969), como número 8 de la colección Surco derecho de la editorial Azur, dirigida e ilustrada por el pintor granadino Francisco Izquierdo (1927-2004), quien tuvo que girar su ingenio de vocales para el bautizo, pues antes le fue rechazado Azar, por sus connotaciones ludópatas, y Azor, por nombrar el barco del generalísimo.

El benemérito propósito de Izquierdo era recoger en libro, a un precio de 50 pesetas, los primeros relatos de Jesús Torbado (1943-2018), Andrés Berlanga (1941-2018), Juan José Plans (1943-2014), Meliano Peraile (1922-2005) o Jorge Cela Trulock (1932). El esfuerzo tuvo el alcance que tuvo, hasta concluir, según Izquierdo, víctima «del descrédito ancestral que ha gozado la denominación cuento, término asumido desgraciadamente por el género literario de tal índole. Ni siquiera la palabra relato ha conseguido paliar la pésima reputación. Así nos va». Umbral haría una tercera colecta de sus cuentos con alma de poema en el volumen de Destino Teoría de Lola (1977), que abre con un amplio prólogo muy explícito sobre su orientación en el cultivo del género.

Retornando a 1965, eje de su primera década madrileña, el tercer libro que ve la luz formando racimo con los relatos de Tamouré y el ensayismo biográfico de Larra. Anatomía de un dandy, será también en Alfagüara su novela corta Balada de gamberros, que le publica Jorge Cela en la colección La novela popular, previo pago a tanto alzado de cinco mil pesetas. Aquella novela breve, que antes se tituló Los fans, había quedado relegada en el premio Guipúzcoa 1964, obtenido por Enrique Cerdán Tato (1930-2013) con El tiempo prometido (1969), que vería la luz en Bilbao cinco años más tarde, dentro de la serie narrativa de Comunicación Literaria de Autores. Simultáneamente, en la vertiente poética de aquel certamen donostiarra, La mesa puesta (1964), del editor y antólogo José Batlló, relegaba al poemario de Antonio Pereira Del monte y los caminos (1966). Gabriel Celaya tenía mucha mano en el concurso y tanto su editor Batlló como el alicantino Cerdán Tato eran entonces compañeros de viaje, mientras Pereira concurría como industrial burgués y Umbral de incipiente escribidor en las publicaciones del régimen.

Balada de gamberros (1965) muestra todavía en boceto muchas de las virtudes expresivas y de las constantes temáticas que recorren la obra de plenitud de Umbral: el ritmo de la prosa, los retratos resueltos en greguería («La Olivita era como una serpiente joven, vestida de faralaes») o sus descripciones de destello lírico («el cielo iba adquiriendo una claridad mentolada»). Balada de gamberros ha tenido tres ediciones: 1965, 1980 y 2008. Su lectura confirma la conquista de un estilo que en la obra de Umbral transita por encima de los géneros. Porque el autor que aquí despunta va a convertir su vida y su obra en una inmensa, plural y perpetua literatura.

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