Diario de Valladolid

EL SIGLO DE UMBRAL

La pandilla de Umbral

Aquel Valladolid de posguerra, «su provincia de tedio y plateresco», acoge las primeras andanzas callejeras del escritor en formación, una vez liberado de disciplinas escolares e inserto en el árbol de la ciencia que para él fue la biblioteca municipal. Su única y fugaz escuela de tres años en la inmediata posguerra había sido el colegio José Zorrilla, instalado con la Gota de Leche entre las calles Núñez de Arce, López Gómez y las Tercias, por cuyo portal del número 1 entraban los niños, confiados al pupilaje del director José María Serrano Enrich. Pero antes de pasar a cuarto con don Lorenzo Chillón, las cautelas de madre y abuela para no documentar su condición de hijo de madre soltera, cercenaron bruscamente, en el verano de 1943, su etapa educativa.

Umbral con su clan, formado por Collado, Jiménez Lozano, Perelétegui, Pellón y Alfredo.-

Umbral con su clan, formado por Collado, Jiménez Lozano, Perelétegui, Pellón y Alfredo.-

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Redacción de Valladolid
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Aquel hachazo previsor, para evitar las consecuencias de una sanción moral a la madre empleada en el municipio, que a buen seguro hubiera supuesto su despido, dejan maltrecho y frustrado al niño, que cuarenta años después exagerará el impacto del golpe en Retrato de un joven malvado (1973). «A los diez años de edad, yo aún no sabía leer ni entendía las manecillas del reloj». Desde luego, con aquella retirada lo privaban tanto de intentar el ingreso en el instituto como de culminar sus estudios primarios, quedando abandonado y a expensas del revuelto turbión de la intemperie. En Los cuadernos de Luis Vives (1996), que redime sus primeros años en el Valladolid de posguerra, Umbral asegura haberse confesado «como nunca».

El recorrido memorial discurre por una geografía humana y urbana transida de retoques, que canjea el apunte realista por «la rueda de los mercados, la profundidad de las guadamacilerías y la locuacidad de los relatores», inclinada «cortés y menestral» a su paso. Liberado de disciplinas escolares y franquistas, se entrega a la búsqueda de las «óperas de incógnito» guillenianas como escritor y como hombre. «Salía a la libertad redonda de las plazas, al barroquismo natural de los mercados, con su olor a plátano, a pez, a multitud, a sangre, a selva y a mierda. Salía a las calles silenciosas y profundas, tras el griterío astral de los mercados, y me insertaba en la vagina enferma de la ciudad, que eran sus barrios judíos, moros, cristianoviejos, prostibularios, enfermos y luminosos».

«Yo sufría orfandad de madre y lo llenaba como podía (aventuras, amigos, chicas, putas, el río), siempre sobre un fondo gris, vacío, triste y violento de huérfano que se rebela». Enumera la seducción gutural de los cursos de inglés en «la universidad de piedra heráldica y bestias borrosas, que daba dignidad a las clases», con Pablito Fernández Castro y María José, «la estudiante más guapa, con cara de niña mala». Y el bachillerato por libre salvaje y nocturno en Artes y Oficios, donde conoce al escultor José Luis Medina (1909-2003), cruce de Sherlock Holmes y bohemio con pipa, descubriendo «que entre el público de misa de una en la catedral (oficiada por don Marcelo González, un orador elegante y violento que fustigaba a los ricos, porque los ricos eran su público) y mi familia había una sociedad intermedia, una tribu mínima y caliente, una taifa acogedora y conversadora, que eran los artistas, los bohemios, los locos, los fracasados, los que soñaban con Madrid, adonde no llegarían nunca».

Entre el enclave azteca y asilvestrado de Tablares, donde duerme la ciudad filipense su sueño nocturno, del que brotará al cabo de los años el edificio de la Audiencia, alrededor de San Pablo y San Gregorio, y las tabernas infames de Santa Clara, de las Delicias, de la Rubia, «donde se oye el cante dulce, sentimental y con castellanía» del Mero, «artista de la copla y el cuplé, de la canción española» tiende su largo brazo el Pisuerga, con su embarcadero de la Oliva, «mujer mítica del río, gitana de color, bella de edades, acuñada por el agua como otras por el mar, clara de ojos y de voz… Entre la Bien Plantada dorsiana y Lidia de Cadaqués, pero en gitanería castellana».

Los pasos de la memoria reescriben (como hiciera Josep Pla en Cuaderno gris) la arqueología de su adolescencia, en una visita más reflexiva que narrativa. «Este libro…narra la destrucción de un poeta previa a la construcción de un prosista». La distancia es la misma que separa al tierno escribiente inseguro de los primeros poemas e impresiones literarias del visitador maduro y ya consagrado que las revisa y reescribe para repasar el camino que lo llevó de la tentativa al éxito. Una aproximación retrospectiva, con voluntad de testamento literario, que enmarcan la edad adolescente y la ciudad de Valladolid: «A mí me ha envejecido el éxito, la popularidad, más que el tiempo, y ahora, cuando reescribo los cuadernos adolescentes de Luis Vives, hago en ellos mi testamento literario y humano, porque desvelando el que fui, agoto el que soy».

Esa voluntad testamentaria culmina el ciclo memorial de la familia establecido en sus novelas precedentes: Los males sagrados (1973), El hijo de Greta Garbo (1982), El fulgor de África (1989) o Las señoritas de Aviñón (1989). El autor se acerca a su pasado, revisa quién fue y cómo se hizo, quita disfraces y caretas a sus personajes y concluye una aventura literaria de tantos años. El tramo biográfico de los cuadernos abarca desde 1939, cuando estrena la escuela, a 1950, en que cae postrado por la tuberculosis. «Queríamos ir a un colegio de hombres, y nos llevaban a colegios oscuros, en patios interiores… A otros niños los llevaban a los colegios de frailes o de monjas, siendo muy pequeños», había escrito en Memorias de un niño de derechas (1972). En aquel desamparo de un «hogar lleno de enfermos, viejos y ausentes», recurre a la libertad del río, donde puede jugar con otros chicos, tirar piedras o alquilar una barca.

Aquel tránsito que guarda, en un recodo de su camino, la casa aislada y señorial que le fascina y desata su imaginación añorante de la familia que no tiene: «La casa, en el verano, se llenaba de oro por las tardes. Yo veía una vida más alta y abundante de luz en aquella casa, imaginaba no sé qué familia, nunca supe de quién era la casa, quién viviría allí, qué resplandor de cena a aquella hora, la certidumbre de que aquella casa iluminada y alta sobre el río era todo lo contrario de mi casa. Aquello era la vida, era un hogar; mi casa era una estructura de ceniza, un palomar de muertos», había escrito en Las giganteas (1982). Los espejismos de una existencia gris, retraída en negociados de oscura burocracia, donde el tiempo sólo es horario. Después de su aprendizaje vespertino en la academia Hidalgo, ingresa en agosto de 1947 como ordenanza del Banco Central, dedicado a encender la calefacción, distribuir correspondencia, hacer recados callejeros y cobros a domicilio.

Aquel alivio económico permite a Umbral vestirse como un pincel, con su atavío romántico («un abrigo con cuello de garra»), del que no prescinde ni para ir a la carbonería hecho un Espronceda. «Mi uniforme de escritor sirvió para que me echasen de los reaseguros y hasta de casa, conato que sólo remedió mi madre, naturalmente. Me había hecho un uniforme de poeta y lo defendía, aunque anticuado, porque era mi cota de malla, mi persona y mi diferencia… Antes de haber publicado casi nada, mi indumento era mi escritura… Yo me levantaba contra aquella grisalla de la época, como otros cuantos (Capuletti, López Álvarez, Pastor Palencia, etcétera)”.

Los nichos de complicidad estaban entonces en la fría Casa de Zorrilla, que albergó al Ateneo secretariado por su amigo Luis López Álvarez, con algunos pintores surrealistas como Esteban Sanz o Capuletti. «A la Casa de Zorrilla yo iba a aprender y a pasar la tarde del domingo, con frío pero con versos, sintiéndome muy literario. Nunca leí nada en público. Me interesaba más la letra impresa que unos aplausos convencionales…Comprendí pronto que no éramos sino la herencia espuria que podía dejar don José Zorrilla. Unos tardorrománticos, algunos oficinistas con versos como estos, tanta soledad me inclina a abandonarme en el viento, pétalos de rosa muerta tengo arrojados a cientos. Que dejé de ir, o sea». Más entidad tenían las veladas poéticas de la Casa de Cervantes, los domingos después de misa, a las que llegaba de vez en cuando un invitado de Madrid. A veces, a pares, como Adriano del Valle y Eugenio Montes, que llegaron juntos. «Tampoco leí nunca en la Casa de Cervantes, porque no me lo pidieron y porque mi fascinación era la prosa de periódico y no el recital público, el sarao literario y cursi».

Muy cerca estaba el parque provinciano del Campo Grande, que Umbral bautiza como Frondor. «Al Frondor iba yo solo con frecuencia, no a descubrir grutas secretas y municipales, o altos palomares de la tarde, sino a posar ante mí mismo de Shelley de pueblo, con un libro en la mano, aislado en un banco…El Frondor tenía tres estadios…La infancia que resumía el universo en un parque con países de arena y pavos reales; la adolescencia turbia que se embozaba de parque para el amor y la aventura; la juventud lírica que estaba dentro del parque como dentro de un libro…El Frondor era un mundo populoso de barquilleros, amantes, ancianos, parejas, golfos, guardas y pandillas, pero yo estaba en la edad de ignorar la vida (que sería la materia de mi prosa) y concentrarme en el árbol o el ave…La adolescencia no es sino una silenciosa batalla de vocaciones».

«El café Royalty, en la calle principal, era café de esquina o rotonda… que permite al que está sentado echarle un vistazo semicircular a la vida y ver a la gente que pasa, mayormente a las señoras, por delante y por detrás…Por el verano, el Royalty extendía una gran terraza a dos calles, como abriéndose de capa, y en las noches recalentadas era como un mantel blanco donde todos estábamos bordados, los clientes, los que cenaban en el café y las grandes mujeres de la ciudad…El violinista de temporada era Corvino, un hombre internacional que nos hacía a todos un poco avecindados en la Costa Azul y conseguía con el susurro fino de su violín que callasen los profesionales del ruido, que duermen todo el invierno y reaparecen en verano».

En sus veladores interiores, convoca la memoria de Umbral al cómplice conversador que bautiza en la revisión como Juan Diáfano y que no es otro que el Cervantes José Jiménez Lozano, «preso, sin saberlo, en la tierra y los muertos de donde procedía, en la Castilla ascética, en el tenebrismo religioso y medieval de las ciudades amuralladas». La antelación en su reconocimiento con el premio nacional de las Letras Españolas 1992, propuesto por Miguel Delibes, provocó la ira de un Umbral relegado, que cambia el nombre a quien tuviera tiempo atrás en su clan y le reprocha la confusión de valores en sus charlas de madrugada, al ocultarle que escribir es verbo intransitivo. «El curita Juan Diáfano era el eje intelectual del clan…Venía de tierra de místicos y quizá estaba marcado por la pre biografía personal y cultural, sin saberlo ni quererlo… Por eso paseaba, en la madrugada del sábado/domingo, hasta el alba cárdena, entre la niebla de mi ciudad, con Juan Diáfano, escuchando».

Cuando concluyen los cuarenta, Umbral pasa «unos meses en cama, con una infiltración hiliar, que era el mal de la época…Al principio acudían a verme los amigos, pero yo me sentía el pecho de cristal y no hablaba por miedo a que se rompiese. Asustados por mi silencio, fueron desertando de uno en uno… Escribí una novela entera sobre esta enfermedad, sobre aquellos meses: Las ánimas del purgatorio (1982).

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