Diario de Valladolid

EL SIGLO DE UMBRAL

Gandules y tunantes

Una casona palaciega de Valladolid similar a la de la Formalita, donde fueron acogidos el poeta José Parrilla y su mujer, la pintora abstracta uruguaya Alma Castillo, con sus dos hijos.

-E. M.

-E. M.

Publicado por
Redacción de Valladolid
Valladolid

Creado:

Actualizado:

SAÑA DE INCENDIARIOS

Aquellos matoncillos resabiados y recalcitrantes habían convertido el recinto universitario en cuartel de vigilias represoras, sin detener sus maquinaciones en cátedras ni archivos. En su rudimentaria simpleza, despreciaban la universidad como albergue de privilegiados señoritos. Así que recién celebrada la victoria con profusión de alcoholes requisados, dieron fuego al refugio del que empezaban a sentirse expulsados. El rector Julián María Rubio Esteban, catedrático de Historia que moriría aquel mismo verano, tenía el aval para aquellos maleantes de su atuendo falangista. Pero había tosido alto al ministro de que hubieran «desmontado algunas cátedras y vaciado totalmente de sus muebles el paraninfo histórico», que pretendían «dividir con tabiques de madera para crear departamentos y cubículos» de atrocidades y suplicio. Aquellas brigadas nocturnas del degüello usaban el alcohol como lubricante de su afán torturador. Y todo ello, instalados con regodeo en la entraña de la primera institución docente de la ciudad.

La noche en que se produjo el incendio universitario aquella ralea ya había tabicado con maderas el recinto histórico del paraninfo, donde trasnochaban, de manera que aquella yesca propagó el fuego hasta devorar totalmente el salón de claustros, antedespacho y despacho del rector, el salón de conferencias, todas las dependencias pertenecientes a Filosofía y Letras (biblioteca, decanato, seminario de arte y arqueología, seminario de historia moderna, además de las cátedras), así como el decanato de Ciencias con su departamento de biología, el museo de historia natural y la sala de prácticas de física, con las viviendas de los subalternos. Un incendio silenciado por la censura, según acredita el historiador Berzal, hasta que hubo que pregonar la cuestación pública de ayudas.

Sobrevivía entonces en la ciudad, agobiado por la ronda cruel de las visitas insistentes de torturadores a su vivienda familiar en el número 4 de Claudio Moyano, el rector histórico Andrés Torre Ruiz (1882-1943), catedrático de Lógica depurado que antes que rector fuera decano de Letras. El impulso castellanista vinculado a los movimientos de regeneración regional dio luz a unos versos elocuentes, «en los que la idea reine en todo soberana», antes de recluirse en una postración final de cuño nietzscheano, que lo conduciría a la muerte mientras «aquellas horas grises y tediosas posaban sobre su frente una corona de espinas».

La capital del dolor se había apresurado a depurarlo cuando ya cumplía veinticuatro años como catedrático. El Unamuno de Valladolid, animador de conciencias en su erial, acabó abatido por el acecho persistente y tenaz de la desolación. Aquel riojano que arropaba sus señas con tres nombres (Hilario, Abilio y Andrés) había asistido atónito a un incendio inadmisible, que la buena gente sabía intencionado, porque las llamas arrancaron en dos puntos distintos. También lo agravió sobremanera que después de enterrar a toda prisa, en agosto de 1939, al rector azul Julián María Rubio Esteban, corriera a ocupar su sitial el arqueólogo quintacolumnista Cayetano Mergelina Luna (1890-1962), quien había dirigido como impostor en el Madrid republicano cercado por la guerra el Museo Arqueológico Nacional, entre 1937 y 1939.

Después de un proceso de depuración exprés, activado por su jefe en el Servicio de Información Política y Militar, coronel Ungría, Mergelina fue nombrado rector por el ministro José Ibáñez Martín (1896-1969), vecino de sus veranos murcianos, el 26 de octubre de 1939, para acompañar a Franco en la inauguración nacional de curso, que tuvo lugar en Valladolid el 4 de noviembre de 1940. Don Cayetano ha vuelto solo a Valladolid, dejando a doña Concha Cano-Manuel con sus hijas al arropo familiar en Murcia. Entoncess cambia su vivienda de la calle del Salvador por una habitación holgada y luminosa del hotel Gredilla, en la segunda planta del chaflán de Gamazo con Muro. «Menudo, rubio, de ojos azules, genio vivo y vivaracho, trabajador incansable», don Cayetano se convierte en asiduo al palacio de Maruja la Formalita en la calle Felipe II, las más de las veces «para la conversación pícara y el café sin prisa».

Mujeres con pasado, «elegantes en su bata y todavía coquetas ante aquella autoridad académica con aire de mancebo, llenas de timos y audacias conversadas a trasflor de sus revelaciones…» Sin hablar nunca de política ni de Franco. Como evoca Umbral en Capital del dolor (1996), su novela sobre las cenizas de la guerra en Valladolid, el repaso menciona sin nombrar a las damas memorables con quienes habían yogado de jóvenes en las tapias de Moliner, en los baños de La Flecha o a la sombra estival de la Alcoholera.

Luis López Álvarez (1930), el poeta de los comuneros que se encontraba con Umbral en la cola del cisco para cebar los braseros familiares, recreó en su novela inédita La puerta sin bisagras y rescata en Memorias de dos siglos (2015) el disturbio vecinal ante la irrupción charrúa del poeta José Parrilla (1912-1992) y su mujer la pintora abstracta uruguaya Alma Castillo con dos hijos, acogido todo el grupo en la casa palaciega de Maruja la Formalita, un caserón de piedra ya derribado de mucha envergadura y parecido al cercano del poeta Zorrilla, donde enseguida iba a encontrar albergue el balbuciente Ateneo.

Pronto descuidada por el marido, muy entretenido con sus andanzas perdularias por los cafés de la ciudad familiar, Alma Castillo gestionó la publicación de unos poemas de Luis López Álvarez en el diario La mañana de Montevideo. En correspondencia, el poeta berciano gestionó para el mayor de sus hijos con el militar López Anglada destinado en León el cumplimiento de la mili en la casa palaciega de la Formalita.

Aquella expedición de vanguardistas uruguayos llegados al reclamo de La Formalita iba a situar a Valladolid en la órbita renovadora del arte, como los grupos Dau al Set en Barcelona, Altamira en Santander y los Indalianos de Perceval en Almería, aunque su estancia alborotada dejara a la postre más revuelo que legado. La única herencia tangible de aquella agitación estrafalaria fueron los cubos de hormigón con incisiones o rehundidos de Lorenzo Frechilla (1927-1990), en la órbita de un Oteiza (1908-2003) también tributario de Torres García (1874-1949), el maestro perpetuo de la embajada charrúa. Este grupo de orientación abstracta adoptó el nombre de Pascual Letreros, y permaneció activo en la ciudad hasta su salto a Barcelona mediados los años cincuenta, después de una estrambótica colectiva de atisbos artísticos llevada a cabo en la pérgola y jardines de la fuente del Cisne del Campo Grande durante el mes de agosto de 1953.

Para entonces, su líder filosófico José Parrilla, poeta y pintor fundante del Esterismo (que cobraría vuelo en complicidad con Cirlot, ya en Barcelona), había enterrado a su madre protectora, dando por concluida la estancia pisuerguina del grupo, que nunca pudiera imaginar con tan cálida acogida. Porque su madre, doña Maruja la Formalita de cuya dedicación celestinesca nunca sintió vergüenza, le procuró complicidades inimaginables en el rectorado de la universidad y dependencias subalternas aledañas. En 1954 lo había abandonado su mujer Alma Castillo, de retorno a Montevideo con sus hijos y con el dependiente Raúl Javier Cabrera Cabrerita (1912-1992).

Antes de alcanzar la amplitud del Campo Grande, donde mostraron 150 obras en barbecho o a medio hacer, amparadas en la máxima de Parrilla que orló su catálogo (‘Hay una línea que puede ponernos en comunicación con el universo. El descubrimiento de esa línea puede darnos la clave de un arte universal’), habían colgado su obra y agitado coloquios en el palacio de Santa Cruz, hospedados por el rector Mergelina y movidos por el director del Santa Cruz; su yerno Gratiniano Nieto (1917-1985), casado con Conchita Mergelina, dirigía el colegio Santa Cruz, de cuya sala dispuso Parrilla sin límites. Pero la estela protectora de doña Maruja la Formalita no se limitó a la universidad, alcanzando para cobijar las muestras de Pascual Letreros tanto en el Rincón de Arte de la librería Meseta, como en una espaciosa peluquería del número 23 de la plaza Mayor.

Parrilla, en sus excursiones callejeras ataviado de tosca indumentaria y con el pelo rapado a lo bonzo, seguía repartiendo el mazo de tarjetas montevideanas que lo proclamaban profesor del amor. Una declaración que en Valladolid tenía un doble sentido: Parrilla el Formalito, así era popularmente conocido. Cinco artistas locales y charrúas turnaron su obra cada seis días en esta muestra ambulante, compartiendo directrices de Parrilla y de un entonces joven, pero ya osado y disolvente, Santiago Amón (1927-1988). El más brillante de los esteristas domésticos fue el escultor Lorenzo Frechilla (1927-1990), con quien estuvieron en la aventura Gerardo Pintado, Primitivo Cano, Publio Wilfrido Otero y Teodoro Calderón, además de los uruguayos Cabrera y Alma Castillo, mujer del poeta y teórico Parrilla y discípula del constructivista Joaquín Torres García (1874-1949), autor en 1914 de los frescos del salón San Jordi del palacio de la Generalidad de Cataluña.

El esterismo promediaba entre el constructivismo y el dadaísmo: inspirado en la prostituta Ester de la novela El pozo (1939), de Juan Carlos Onetti, deriva de un poema de Parrilla en cuyos 200 versos aparecía su nombre 700 veces, con voluntad de convertir su clamor referencial en mito de alcance universal. Lorenzo Frechilla dispone en esos años menesterosos, con sus hermanos Antonio y Miguel, de un amplio estudio modernista situado en el barrio de La Rubia, por el que desfilan los inquietos colegas de Pascual Letreros, junto a visitantes y protagonistas ilustres de la cultura en Valladolid: desde los eximios José Cubiles (1894-1971) y Narciso Alonso-Cortés (1875-1972), convocados por el músico Miguel Frechilla (1925-2001), al escultor Oteiza (1908-2003), que vino a Valladolid para una exposición de artistas vascos en el colegio Reyes Católicos y se acercó al taller de la Rubia siguiendo el reclamo innovador de Pascual Letreros.

A su rebufo, entre vigilias de alcohol y frecuentes altercados, el deportista Lorenzo Frechilla acabó viéndose envuelto en líos callejeros que le afeaban sus hermanos. Lorenzo se había casado en Valladolid con veinte años, tenía un niño y no se privaba de realizar expediciones entonces inusuales, como el viaje a Brasil en compañía del pintor Publio Wilfrido Otero. Fue en 1951 cuando una filípica concertada de sus hermanos induce al escultor a marchar a Madrid, donde proseguirá su actividad con éxito, alejándose del turbión pinciano que lo tenía enredado con peleas y gestos disparatados.

El ensayista uruguayo Ángel Rama (1926-1983), fallecido en un accidente aéreo de Barajas, evocó en Cien años de raros (1966) a «aquel curioso José Parrilla, que escribía entreverados poemas fálicos, coordinaba sílabas y polemizaba en los cafés». Su última estación lo llevó de Barcelona a Levens, en los Alpes marítimos, donde se estableció como sumo sacerdote de una secta alumbrada por él, cuyas enseñanzas recogieron sus discípulos en el profuso volumen póstumo El profesor del amor. Obra completa (2008). Simultáneamente, el dramaturgo uruguayo Fernando Cervieri rescató en su obra teatral Cabrerita (2008) el sesgo de la vida triste y desamparada del cómplice Raúl Javier Cabrera. Y en Valladolid, la profesora Teresa Ortega Coca (1930-2018) desveló la primera los trazos de una aventura insólita en aquella España gris y menesterosa.

tracking