Diario de Valladolid

Purga de conciencia

Tras no pocos reparos del escritor, la segunda mitad de la década de los ochenta arrancó el otoño con el homenaje de Valladolid a Delibes, materializado gracias al exquisito tacto del alcalde Tomás Rodríguez Bolaños, quien supo conjugar la exigencia de sencillez y sobriedad del escritor con la justa dimensión del débito institucional. A mediodía del 6 de septiembre de 1986, un acto concurrido por académicos, hispanistas, autoridades, artistas y escritores amigos arropó la entrega del título de Hijo predilecto de Valladolid, en medio de una lluvia de adhesiones encabezada por la realeza. A la académica redundancia de la parla lainesca, Delibes replicó: «Yo ya estoy premiado por vivir en mi ciudad». La semana cultural dedicada por Valladolid a su escritor ensartó un concierto con piezas de compositores vallisoletanos, varias mesas redondas y un ciclo con proyección de las películas inspiradas en sus novelas, además del estreno de la versión teatral de La hoja roja en el Calderón. Todo el ramo decorado con matasellos conmemorativo.

Delibes en el escritorio-E.M.

Delibes en el escritorio-E.M.

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Ernesto Escapa

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EL ESPECTRO DE LA GUERRA

Para no incurrir en recreo protocolario, al mes justo del ceremonial Delibes publicó Castilla habla, cuyo éxito dispara la venta inmediata de una edición por mes hasta alcanzar el oleaje, en octubre de 1987, de 377A, madera de héroe, otra de sus novelas grandes, tras los aldabonazos de conciencia de Cinco horas con Mario (1966) y Los santos inocentes (1981). Las voces de una Castilla declinante y melancólica ilustran en las treintaidós conversaciones de Castilla habla los viejos oficios de apicultor, molinero, capador de cerdos, piñero, caracolero, cazador de conejos con cepo, buscador de setas, pastor de ovejas, cangrejero, dispensador trapense de silencio, Robinsón rural en Huidobro, agricultor campesino, criador de cerdo ibérico, galleros del Curueño o un testigo del petróleo de la Lora.

El panel conversado ofrece en su ramo de monólogos una imagen de Castilla y León desnoventayochizada y mucho más realista que las estampas empasteladas de Azorín, porque incorpora la dicción jugosa y cavilada de los postreros oficiantes de ocupaciones a punto de desaparecer como diagnóstico previo a la sacudida que iba a suponer, según el agricultor Wenefrido de Guarrate, el ingreso del país en la Unión Europea. La lectura de Castilla habla supone una inmersión nutriente e ilustrativa en el universo rural de Castilla y León, cuyos protagonistas hace mucho tiempo que dejaron de estar disponibles.

El 26 de junio de 1987, ya con la quinta edición de su muestrario de oficios en la Feria del Libro del Retiro, recibió el periodista Miguel Delibes el doctorado honoris causa de la universidad Complutense, compartiendo ceremonia en el paraninfo de San Bernardo con el Nobel de Química en 1962 John Cowdery Kendrew (1917-1997) y el guitarrista clásico Andrés Segovia (1893-1987), fallecido 24 días antes y representado en el homenaje por su tercera esposa, Emilia Corral, marquesa viuda de Salobreña. El padrino Martínez Albertos ponderó a Delibes como «modelo de escritura rigurosamente periodística, entrañablemente creadora y castiza».

En su respuesta, Delibes evocó su función tutelar con un grupo de escritores de periódico surgido en su entorno y en el que no había maestros ni discípulos, sino complicidad amistosa: Umbral, Leguineche, Martín Descalzo, Alonso de los Ríos, Jiménez Lozano y Pérez Pellón. «Yo no fui el maestro, sino un beneficiario más de aquella escuela comunal, en la que todos enseñábamos y aprendíamos simultáneamente, es decir, dábamos lo que teníamos y recibíamos lo que tenían los demás… Una escuela perfecta, solidaria, no uniformadora, sin imposiciones ni protagonismos. En ella no tuve otro papel que el de copartícipe, coordinador y seguramente, el de inductor…Y aunque ellos se declaren mis discípulos, yo me enorgullezco al proclamar que también fueron mis maestros». Más tarde, Jiménez Lozano evocaría aquel tiempo compartido como «el misterioso lazo de la gramática más sencilla con la libertad».

Después de su última visita al drama nacional de la guerra civil, en su novela del Sexagenario voluptuoso (1983), reincidente con las previas aproximaciones del Príncipe destronado (1973) y de Las guerras de nuestros antepasados (1975), Delibes echa su cuarto a espadas en Madera de héroe (1987), pronto despojada de su cifra de estampilla y conmemorativa del cincuentenario de la guerra civil que marcó a generaciones de españoles. A continuación de varias novelas breves, Madera de héroe muestra un tonelaje de 440 páginas, sólo superado por El hereje (1998). Escrita durante tres años, se trata de una novela profunda, que rehúye con destreza las simplificaciones sumarias circulantes sobre la gran tragedia española del siglo veinte. La «ciudad de procesiones y de culpa» umbraliana que es Valladolid, con su catolicismo beligerante e incendiario propio de una mesocracia propensa al fanatismo, se convierte en la catapulta que lanza a sus hijos al sacrificio, después de haberlos obsesionado con la búsqueda redentora de «una buena causa». Al cabo de medio siglo de reflexión persistente, Delibes incide en su novela en el protagonismo que tiene el factor religioso como desencadenante de la guerra: «Yo soy de los que creen que si hubiera habido un Juan XXIII antes de 1936, la guerra española no se hubiera producido o hubiese tenido otro carácter». Como replica el cabo Pita a Gervasio, «Si el oficio de los curas y el deber de los cristianos es perdonar, algo importante falló en ese momento» (página 395).

Madera de héroe se estructura en tres partes con veintiún capítulos, acogida al espíritu que proclama la lápida conmemorativa del campo nazi de Dachau: «Recuerdo para los muertos; escarmiento para los vivos». Centrada en la historia de perfil relativamente autobiográfico de Gervasio García Lastra, muestra más interés en desvelar los signos del miedo que encubren un falso heroísmo y que alientan el enfrentamiento cainita, que en novelar la contienda. La cimentación religiosa de los conservadores españoles y del catolicismo tridentino de las clases medias explica en buena medida el estallido sangriento que hace brotar en Gervasio el ‘ostento’ del miedo, que sus familiares de la rama Lastra interpretan como predestinación hacia el heroísmo. El espectáculo de la milicia y sus desfiles realzados con chunda-chunda musicales le erizan los pelos de la cabeza de manera tan briosa, que en una ocasión, presenciando un desfile de la legión en la calle, su ‘ostento’ es tan fuerte y poderoso que el repeluzno le levanta la boina de la cabeza (página 278).

En el primer libro se relatan los diez años iniciales de Gervasio, escindidos entre las dos ramas de su familia: los García paternos son tenderos, fríos en materia religiosa y republicanos; en cambio, los Lastra de la rama materna son carlistas, conservadores y católicos a machamartillo. Este es el tramo galdosiano de la novela, que se extiende 142 páginas y discurre entre 1927 y 1931, del que asoma Gervasio con una mentalidad maniquea, que recrudecerá la estancia escolar en el colegio de Todos los Santos y sus vivencias sofaldadas por los Lastra durante la época republicana, que se relatan en las 136 páginas del libro segundo. Un tránsito que ya hizo advertido de las diferencias y enfrentamiento entre su padre Telmo García, siempre paciente con las ñoñerías de mamá Zita, y los Lastra, que sofocan la vida familiar con su determinación inflexible. Es durante este tramo escolar incendiado por las proclamas antirrepublicanas de los frailes del colegio cuando se desata la agresividad de Gervasio y su pandilla.

Cada vez más alejado del enconado ambiente familiar, apedrea con los amigos «los balcones de doña Jovita, que tiene el prostíbulo más acreditado de la ciudad, la capilla protestante y la Casa del Pueblo» (página 200). Entonces emprende su carrera de héroe, participando con su grupo armado con tirachinas en una revuelta callejera de tiros que concluye con el asalto a la casa cuartel Lepanto del barrio de la Alameda. Empieza a correr la sangre y la tragedia impacta en la familia de Gervasio: los nacionales vejan y asesinan a sus tíos Adrián y Norberto y ante el estallido de una violencia criminal y gratuita, brotan las dudas del chico, aleccionado por su tío Felipe para entender que «los altos fines no se alcanzan con medios mezquinos» (página 241). Enseguida se van sumando a las víctimas de los asesinatos descontrolados su amigo Lucinio, y David y sus hermanos, de la familia de tía Macrina; y en el otro bando, Daniel (sobrino de la señora Zoa) y Jairo, ex marido de su hermana Crucita. Con el alistamiento en la Marina de Gervasio y sus amigos, el protagonista recibe el respaldo de su tío Felipe Neri: «Si tu moral de soldado requiere música e imaginación, escucha música e imagina, Gervasio. La patria precisa soldados con moral» (página 279).

A Gervasio no le agrada la vida castrense, hacinada y hostil, pero la soledad del mar le ayuda a pensar por sí mismo, respetando las ideas ajenas, incluidas las de su padre «encerrado desde los primeros días del Alzamiento en la plaza de toros». Charlando con el cabo Pita, «de pronto, se le hizo claro que ningún hombre debe cohibir la libertad de pensar de otro hombre» (página 393). Y evoca la dignidad del padre, que sufre con paciencia y tolerancia la estulticia de su mujer, la agresividad de los cuñados y cuñadas y la inmadurez de Gervasio. Una noche sueña que «asaltaba la plaza de toros pistola en mano, reducía al centinela de la puerta del toril y huía con su padre» (página 250).

Esta excelente novela se sitúa entonces a la cabeza de la obra de Delibes, respondiendo plenamente a la purga de conciencia de su autor, con un manejo magistral del lenguaje narrativo al servicio de su pensamiento y de la historia. El 26 de febrero de 1988 alcanzó el premio Ciudad de Barcelona para narrativa en castellano, que Delibes ya ambicionara para El camino en 1951, cuando se lo llevó su primo Ricardo Fernández de la Reguera (1916-2000), con Cuando voy a morir. El estreno había sido de un falangismo inconfundible: Patapalo, de Bartolomé Soler (1894-1975), en 1949, y Monte de Sancha, de Mercedes Formica (1913-2002), en 1950, marcaron la pauta. Este galardón municipal, que distingue libros publicados el año anterior, fue creado en 1949 por el concejal falangista Luis Caralt (1916) para conmemorar la entrada de las tropas franquistas al mando de Yagüe en Barcelona, conservando siempre la fecha del memorial, aunque en la actualidad sus pregones municipales en internet los monopolice el catalán.

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