La pandilla de Delibes
La infancia, la muerte y la naturaleza son tres constantes de la obra de Delibes que marcan la primera mitad de los setenta, cuando el mandoble cruel de una enfermedad inesperada le arrebata en noviembre de 1974 a Ángeles de Castro, su equilibrio emprendedor y jovial: la gestora doméstica de una familia numerosa, intérprete en los viajes al extranjero y siempre la primera lectora, privilegiada y exigente. Su lazarillo imprescindible para sortear los bretes complicados de la vida. En 1970, Delibes agrupa en La mortaja nueve relatos encabezados por la novela corta que abría Siestas con viento Sur (1957). Relatos que contienen atisbos de novelas sucesivas y personajes inolvidables, como Senderines, que promedia la senda literaria entre Daniel el Mochuelo (El camino) y El Nini (Las ratas). La mortaja, ambientado en la fábrica de luz del Cabildo, es uno de los grandes relatos de Delibes, reeditado junto a los otros ocho cuentos en Cátedra (1984) antes de inaugurar en solitario la colección Alianza Cien (1993). Adaptado para la televisión por Páramo en 1974, su crudeza demoró la emisión a una madrugada en 1993.
PATRIA COMÚN DE LA INFANCIA
Senderines, a solas con la muerte, y su manojo de cuentos, el diario Un año de mi vida (1972), la disputada elección como académico (1 febrero de 1973), la edición después de diez años en el cajón de El príncipe destronado (diciembre 1973), su undécima novela, y la sacudida de la muerte de su mejor mitad (22 de noviembre de 1974), que deja a Delibes abatido y perplejo, jalonan el primer lustro de los setenta, que corona la aparición de Las guerras de nuestros antepasados (enero de 1975), otra de las novelas grandes de Miguel Delibes. La mortaja, además de un personaje inolvidable, ofrece indicios narrativos en los relatos de su cuelga respecto a novelas importantes, desde La hoja roja (en Patio de vecindad) a Cinco horas con Mario (en El amor propio de Juanito Osuna).
En cuanto al diario Un año de mi vida (1972), trenzado con las notas publicadas en Destino entre junio de 1970 y junio de 1971, aparece regido por su criterio de entrada («cualquier desahogo intimista me repugna»), articulando su preocupación esencial por el envilecimiento de la naturaleza con anotaciones periodísticas que testimonian las disparatadas arbitrariedades de la dictadura. Así, el 3 de febrero apunta la prohibición al padre Llanos de hablar en la sala de cultura, con esta reflexión: «Ignoro si el país se está abriendo a Europa; lo que no me ofrece duda es que se está cerrando a los españoles».
En relación con la Academia de la Lengua, cuando elige a Delibes la institución boquea tratando de superar una época lamentable, durante la cual había encajado episodios tan ominosos y pintorescos como la ripiada elección entre el alcoholizado Agustín de Foxá y el suplantador dramaturgo Joaquín Calvo Sotelo, en septiembre de 1956, después de retirarse Cela de la pugna. Foxá se ve postergado por el dramaturgo y le envía este venablo:
«Apellido, el de su hermano;
uniforme, el de Mauriac;
La muralla, de Dicenta,
sólo de él, la vanidad.»
Calvo Sotelo le guarda la afrenta del plagio, tan frecuente en la dramaturgia de la época (hay cartas acusadoras de Jardiel a Mihura, afiladas como puñales: «nadie que no sea yo, te habría aguantado tanto»), y se la devuelve recreándose en lo que más duele: los cuernos.
«A las puertas ha llamado
de la Academia, Foxá.
De un derrote envenenado,
las dos puertas abrirá».
Poco más tarde (1957), ingresará en la Academia el novelista Juan Antonio Zunzunegui, maltratado como gafe en los cafés literarios y obligado a contraer matrimonio con su doméstica Teresa Marugán «para obtener los síes que le permitieran acompañar a los doctos varones en su actuación aduanera», según la crónica de la elección de Delibes en el número 510 de La estafeta literaria, firmada por Manuel Gómez Ortiz. Después de ser elegido, a despecho de los candidatos oficiales (García Nieto y Torcuato Luca de Tena), Delibes aprovechará el trámite de la toma de posesión para un aldabonazo de conciencia, a los que era tan proclive, poniendo la mira en los abusos camuflados bajo apariencia de progreso. Su entrada se produjo sin hacer la ronda petitoria por casa de los académicos (suplió el molesto protocolo con una carta), malogrando el empeño de Cela por sentar al sonetista de guardia a su vera y posponiendo la ilusión del marqués de ABC por compartir laureles académicos con su hijo.
A Delibes lo presentaron Vicente Aleixandre, Julián Marías y Zunzunegui. Ganó por un voto (14 a 13) en la tercera votación al poeta avalado por Cela, Pemán y Díaz Plaja. Miguel Delibes encontró en la docta casa a sus paisanos Marías, Tovar y Alarcos. Poco antes había fallecido el longevo don Narciso Alonso Cortés, nombrado académico en el devaluado aluvión de la temprana posguerra. Pero quien no estaba ni llegó nunca fue el más grande escritor de su tierra, el poeta y profesor Jorge Guillén, que iba a recibir el primer Premio Cervantes, aunque no de mano regia, ni siquiera ministerial. Se lo entregó en Alcalá, con el descaro del sobre por delante, Miguel Cruz Hernández, un director general que había sido alcalde de Salamanca y gobernador de Albacete en años turbios y sombríos de la dictadura.
Ya en la Academia, como Delibes era de una pasta que no le permitía andar perdiendo el tiempo, enseguida percibió el desdén gremial hacia sus fichas de pájaros y plantas, que Tovar trataba de dulcificar como requisitos de procedimiento. Así que cada papeleta debía pasar su purgatorio, provocando la impaciencia de Delibes, que pronto les dijo hasta luego. Había sucedido en el sillón académico al almirante Julio Guillén Tato (1897-1972), que entretenía su retiro de la Armada tejiendo alfombras con primor, pero Miguel Delibes no estaba allí para esos macramés.
El príncipe destronado (1973) vio la luz como undécima novela de Delibes, aunque su redacción parece anterior a Cinco horas con Mario (1966). Su acción transcurre en horario infantil (de 10 de la mañana a nueve de la noche) del 3 de diciembre de 1963, con el propósito de narrar un día igual a otros en la vida de Quico, un niño a punto de cumplir los cuatro años que se siente destronado en los afectos familiares por la llegada de su hermanita Cris. Frente a los halagos desmedidos de la crítica apresada y cercana (Gimferrer en Destino, 9 de marzo del 74; Joaquín Marco en La Vanguardia, 4 de abril del 74), se trata de una novela menor, respecto a la cual siempre tuvo Delibes el mejor criterio: su encierro en un cajón. Jaleado por un entorno poco exigente, el aliento definitivo de su yerno Luis Silió le llevó a concebir con esta novela el inicio de una serie que pensó titular Las cuatro estaciones, para englobar en ella esta novela con protagonista infantil, otra protagonizada por un joven, la tercera por un hombre maduro y la cuarta por una vieja.
Finalmente, la edición de El príncipe destronado apareció ilustrada con dibujos de su hijo Adolfo de cuatro años, pero prescindiendo de su inserción, como Primavera, en la serie Las cuatro estaciones. Sí mejoró la novela al desechar Delibes el título con el que durmió en el cajón (El fabuloso mundo de Quico V), aunque el nuevo le pareciera a Ricardo de la Cierva, jefe de la censura, impublicable. De hecho, la correspondencia de Delibes con Vergés desvela cómo tuvieron que sustituir manualmente una hoja de toda la edición ya encuadernada, donde decía: «¡Qué jodío chico! No piensa más que en matar, parece un general»; dejándolo así: «No piensa más que en matar, parece qué sé yo». A propósito, el editor Vergés le desvela la taimada ferocidad del crítico Enrique Sordo Lamadrid (1923-1992), quien entre tragos y tripeos acuciaba mandobles en la censura de Barcelona.
Junto a los berrinches de Quico destronado, Delibes nos muestra una familia bipolar, marcada por el conservadurismo guerracivilista de papá y el liberalismo de mamá, que reflejan una relación matrimonial tensa y agobiada de reproches. Frente a la violencia paterna de opereta, se alza el universo de la madre, arropada por los hermanos y las muchachas de servicio con sus novios, y permeable a otras pasiones, como la que pone en evidencia su conversación telefónica llena de sugerencias y puntos suspensivos con el médico de los niños: «Sí, ya hablaremos, no me atrevo, cualquier otro sitio, de acuerdo, no puedo ahora, también yo tengo ganas, lo sabes requetedesobra, bueno, eres tonto, de acuerdo”. Estas pugnas y tensiones aliñan los días grises del hogar en un relato en el que descuellan, otra vez más, los diálogos memorables de un Delibes que da remate a la novela con otro de sus momentos magistrales, jugando con la ternura de la madre, que confiesa tener los mismos temores que sus hijos.
No arrancó con El príncipe destronado la serie Las cuatro estaciones, que iba a pasar al olvido, pero su éxito comercial acució las ansias de Planeta en hacerse con Delibes como autor. Después de incorporar a su catálogo la antología de textos Castilla, lo castellano y los castellanos (1979), con la mediación del premio Planeta Jesús Torbado, Miguel Delibes entregó a Lara, por el precio de ocho millones, su magnífica decimocuarta novela Los santos inocentes, que verá la luz en septiembre de 1981, después de que el novelista se negara a recibir el Planeta 1979, que finalmente recayó en la flojita Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán. Según Delibes, el enjuague siempre tendría como perjudicado al muchacho o la muchacha que hubiera pasado años escribiendo una novela con la intención de ganar aquel premio. Y como Delibes señalara en la polémica con Lara su extrañeza porque un jurado como José María Valverde se prestara al chanchullo, enseguida fue sustituido por otro sin escrúpulos: Antonio Gala. Todavía Delibes iba a publicar en Planeta una nueva antología con textos suyos precedentes: Los niños (1994).