Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

De Valladolid y pintor

El éxito centenario de las Mañanas de la Biblioteca, al superar sus trescientas sesiones de domingo con Nicomedes Sanz y Ruiz de la Peña su Rubén de la Esgueva umbraliano al timón, y los envíos navideños de sus poetas más cercanos, como los convecinos Luelmo y Pino radicados en las pinadas urbanas del sur, llevaron a un Delibes reflexivo a sugerir la conveniencia de relevar los gentilicios clásicos asignados a Valladolid, como piñonero o pintor, por el más fecundo a su juicio de poeta. Se le ocurrió como intuición en el estreno de 1971, cuando todavía faltaba un lustro para que su vate mayor, Jorge Guillén, iniciara la cuenta de los premios Cervantes, en la que iban a insertarse sucesivamente el mismo Delibes, José Jiménez Lozano y Francisco Umbral, hasta convertir a Valladolid en la ciudad con más Cervantes del orbe hispano. Desbordando su número pinciano durante bastante tiempo no sólo al resto de las ciudades ibéricas, sino a muchos países del continente americano.

Arriba a la izquierda, García Benito en Bretaña en los felices veinte.-EL MUNDO

Arriba a la izquierda, García Benito en Bretaña en los felices veinte.-EL MUNDO

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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ESTANCIAS Y EVASIONES

Esta querencia expresa de Delibes por la poesía tuvo más que ver con el saludo cortés y la atención acogedora al afán creativo de sus próximos que con alguna inclinación creativa recóndita, como confesará en 1951 a Rafael Vázquez Zamora, uno de sus críticos de cabecera en Destino, tratando de deshacer el equívoco de su presencia instrumental en la revista de poesía Halcón (1945-1949), donde puso el carnet de periodista para que pudiera seguir viendo la luz, una vez desatada la furia censora por sus audacias con el rescate de algunos poemas malditos de Miguel Hernández: «En realidad, me interesa poco la poesía. Nunca hice un verso y leí pocos».

Tampoco encuentra Delibes cobijo cercano en su irrupción narrativa con La sombra del ciprés es alargada (1948), donde da curso a «la historia de un pesimismo autobiográfico». Dos novelas lampedusianamente vallisoletanas enmarcan el estreno literario de Delibes, quien desde el principio arranca con la velocidad del tiro y su mirada puesta en modelos generacionalmente próximos, como el de Carmen Laforet.

Distraído, por tanto, respecto a las melancolías narrativas de Francisco de Cossío (1887-1975), quien después del éxito bélico de Manolo (1937) se entrega a la evocación recurrente de un Valladolid antiguo y señorial, tanto en Elvira o al morir un siglo (1942), como en su broche recapitulador Cincuenta años (1952), donde repasa los esbozos fabriles de la ciudad y su arrastre de unos pujos señoriales de medio pelo, recluidos en el provinciano Círculo de Recreo.

Aquel Valladolid menesteroso observa cómo se esfuman de la ciudad sus mejores artistas plásticos, en cuya profusa generación destaca de forma singular. Aunque los tiempos de la indigente posguerra ya no sean propicios en ningún lugar e incluso los mejores talentos ven menguada su obra con dedicaciones secundarias. De estos artistas de trayectoria baqueteada entre el esplendor y la supervivencia como retratistas de la alta sociedad, Delibes tuvo una mayor afinidad con Eduardo García Benito (1891-1981), a quien acoge en su repliegue vallisoletano de 1958 con Madeleine, para convertirlo en protagonista de su novela lírica Señora de rojo sobre fondo gris (1991), como el pintor García Elvira. Eduardo García Benito recala en su ciudad exhausto de lujos y malherido por algunos tropiezos, como el retrato en Vichy al mariscal nazi Petain, con el proyecto de convertir la iglesia de la Pasión en museo de su obra. Durante el cuarto de siglo de su retorno vivió en el barrio del Cuatro de Marzo, asistido con una pensión vitalicia de Vogue y atendido por Vicente Moreda y Carmen Llanos. Paseando a diario la tendida pasarela de Zorrilla para alcanzar las partidas de dominó y los cocidos con amigos del Círculo de Recreo, ataviado con su chaleco azafranado de terciopelo ya resentido por el uso. En su descenso del esplendor internacional de París y Nueva York, que transcurre en el período de entreguerras, García Benito arrastra la sangría de dos heridas, que lo dejan en la ruina: el crac económico de un jueves de 1929 y los desastres de la segunda guerra mundial, de donde sale con Madeleine para Valladolid, a seguir contemplando el Sena en los rizos nebulosos del Pisuerga. «Lo que vengo a buscar a Valladolid es el adolescente que persigo en vano por las orillas del Sena. Un adolescente que encuentro a cada paso en Valladolid, en el laberinto de sus calles, en los soportales de la plaza, embelesado ante un puesto de Figuras de Navidad. Un adolescente ávido de conocer, que al marchar abandoné solo, dormido en el andén de la estación, y que despierta y viene a mi encuentro en cualquier parte del mundo cuando una campana toca con la voz de nuestra catedral».

Becado por el ayuntamiento, llegó a París en 1912, donde entabló amistad con Picasso, Gris, Gargallo y sobre todo con el efímero Modigliani. En esta década inaugural, pinta cuadros cubistas con escenas de cabaret e ilustra el álbum bélico de Cocteau Dans le ciel de la patrie (1918). La muerte prematura de su amigo cotidiano Modigliani (1884-1920) lo aleja de la vanguardia, a la vez que se asoma las colaboraciones gráficas, convirtiéndose en estrella internacional del art déco. A través de Gazette du bon ton, conecta con su editor Paul Poiret y en 1921 lo acompaña a Cannes, donde decora el gran Casino y pinta el retrato del matrimonio protector. Al poco, se casa con Madeleine Richard, entonces estudiante de Bellas Artes, y a partir de 1923 vive alternativamente en París y Nueva York, ilustrando las portadas de Vogue y Vanity Fair, retratando a celebridades del cine, como Gloria Swanson, y de la industria americana, hasta lograr cotizaciones desmedidas. El último cuarto de siglo en Valladolid, con el zarpazo de su viudez desde 1962, transcurrió en un clima de melancólica nostalgia, con más agasajos lejanos que afectos próximos, aunque sin renunciar nunca al proyecto incumplido de reunir su obra en el museo de la Pasión, cuyo diseño dibujó en un proyecto minucioso que guarda la Academia.

LA RESACA DE LA VANGUARDIA.

Juan Antonio Morales (1909-1984) nació en Villavaquerín de Cerrato, un territorio delibeano del Jaramiel próximo a la granja de La Sinova, donde su padre era médico. A sus dos años, el doctor Morales, cansado del trajín de la tartana, bajó a vivir a Valladolid hasta 1913, fecha de la partida familiar para Cuba, de donde regresa Catoño en 1919 para estudiar el bachillerato, primero con los jesuitas del San José, donde pasa frío y lo expulsan por su cuelgue del balón, recalando a partir de 1922 en el colegio de Lourdes. Vive junto a la catedral con su hermano durante esta estancia de bachiller, en casa del abuelo José Morales Moreno, médico director del balneario de Medina del Campo y alcalde de Valladolid. En la finca del Lourdes alcanza la condición de ídolo del deporte del balón, fama que desborda los escenarios colegiales, hasta el punto de ser despedido en su vuelta para Cuba en 1927, con sendos artículos, de Diario regional y El norte de Castilla. De nuevo en la isla caribeña, inició estudios de Medicina y dibujó tipos y paisajes cubanos, que expondrá en 1931 en el Círculo mercantil de Valladolid.

Cuando recoge la exposición, se traslada a Madrid, con el propósito de ingresar en Bellas Artes. Mientras practica como copista en el Casón del Buen Retiro, conoce a dos grandes amigos: José Caballero (1916-1991), que lo acerca a su paisano y maestro Vázquez Díaz (1882-1969), y el cubano Wilfredo Lam (1902-1982), cuya intensa complicidad caribeña interrumpió un viaje de Lam a León, para combatir con los aires ventosos del monte San Isidro la tuberculosis, que se acababa de llevar inclemente a la tumba tanto a su mujer, la modelo española Eva Piris, como al tierno hijo de ambos. Lam y Morales, junto a Caballero, volverían a coincidir en Madrid durante la guerra, integrados en la Alianza de Intelectuales Antifascistas.

En los años republicanos, Morales participó con entusiasmo en la aventura teatral de La Barraca, donde lo evoca Sáenz de la Calzada como maestro del bricolaje: «Era un chico estupendo, al que jamás vi enz de la o fuera inmediatamente resuelta por Juan Antonio Morales» Calzada como maestro del bricolaje: «de mal humor. En aquellos tiempos entendía mucho de carpintería y de eso que los franceses llaman bricolaje, de manera que no se nos presentaba ninguna pega mecánica que no fuera inmediatamente resuelta por Juan Antonio». Al hilo de esa relación con uno de los núcleos motores de la cultura republicana, junto a su obra personal de gouaches y murales, en la que descuella su óleo surrealista El marinero ciego (1932), realiza carteles para el baile de carnaval de Bellas Artes, en 1934, para el estreno de Yerma (1934) con Margarita Xirgu, y para las Ferias y Fiestas de Valladolid en 1935, con los gigantones deshojando el calendario de septiembre.

Un año después participa en la Bienal de Venecia y logra una plaza de profesor de dibujo, que nunca llegará a ocupar por el estallido de la guerra. Durante la contienda civil, colabora en la Alianza de intelectuales antifascistas, en revistas de batalla republicanas e ilustra las ediciones populares del Romancero gitano de Lorca y de Crónica del pueblo en armas, de Ramón J. Sender. Además, diseñó el cartel de propaganda Los nacionales o el fascismo embarcado (1936), que fue la imagen más reproducida de los comienzos de la guerra: presente en el estudio de Pîcasso y replicado en botones, chapas e insignias. Aunque Morales firmó el boceto, al pasarlo a cartel Arturo Soria le recomendó que borrara su nombre, como medida de seguridad, que años después le iba a salvar la vida. Morales opta por el humor, en la mejor tradición de la caricatura política. Según Valeriano Bozal, los Nacionales es quizá el mejor cartel de la propaganda bélica. Morales evita el recurso a Franco para centrarse en los verdaderos resortes de la Junta de Burgos: el capital, representado por un orondo financiero nazi con monóculo, cruz gamada y bolsa de dinero; el estamento militar, representado por un fascista italiano de largos mostachos y medallas al pecho; la religión, personalizada en un cardenal afeminado con un anillo monumental; y de respaldo, la morisma africana. Sitúa el barco nuez que los aloja en Lisboa, mientras de la horca que preside un buitre pende la cuelga peninsular con la leyenda Arriba España.

Detenido en Alicante y juzgado por un Consejo de Guerra en dos ocasiones, Morales quedó absuelto en 1940. De la mano de su amigo Caballero, que pasó la guerra en Huelva, se incorpora con Ridruejo a la Vicesecretaría de Educación Popular. Su trabajo, por el que recibe una asignación mensual, consiste en dar ornato a los actos conmemorativos y de exaltación patriótica, frecuentes en los cuarenta. Gran parte de su obra de este tiempo tiene una condición efímera, como el suntuoso decorado para el Milenario de Castilla en Burgos (1943), en cuyo escenario se disfraza como Rey de armas, o los paneles de Tierra y mar para la entrada a la Exposición industrial de Galicia en Vigo (1944). Al margen de este tributo ambiental, Morales no ceja en la construcción de su obra pictórica, por la que recibe el premio Nacional en 1949.

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