Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Apogeo monumental

Valladolid había salido de la guerra con la falsilla del Plan Cort, un proyecto irrealizable del ‘urbanólogo’ César Cort (1893-1978), que teoriza un tipo de ciudad cerrada y ruralizada, destinado a remediar una situación caótica, carente de visión de conjunto y con el agravante de unos barrios espontáneos que van tomando extensiones arbitrarias. «Es Valladolid actualmente una población sin estructura viaria ni real ni proyectada, y las deficiencias que todos lamentamos no sólo es preciso corregirlas, sino que es necesario evitar que se incrementen. Esto no puede lograrse más que teniendo un plan de urbanización».

edificio de la plaza Zorrilla, de 1946, que dialoga con la academia de Caballería.-E.M.

edificio de la plaza Zorrilla, de 1946, que dialoga con la academia de Caballería.-E.M.

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Ernesto Escapa

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ALARMA AL DESPERTAR

La primera enmienda realista al embrollo la va a expresar en abril de 1942, como aviso premonitorio, el culto arquitecto municipal Juan Agapito y Revilla (1867-1944), cuando señala que «es muy cómodo trazar a placer y ensanchar vías, hacer mercados, iglesias, etcétera, donde mejor conviniera; pero, ¿cómo se realizaría esto?» Un año más tarde, la paralización de construcciones acaba sumándose a los perjuicios que ya viene causando semejante desbarajuste a la vida cotidiana de supervivencia y a la circulación por la ciudad.

Y aquel runrún acabará trayendo hasta Valladolid, en mayo de 1944, a Pedro Muguruza, arquitecto de cabecera de Franco y su director general de Arquitectura, que llega dispuesto a tutelar la aplicación del plan Cort, para poner remedio al problema urbanístico y dotar a la ciudad de una imagen moderna y cosmopolita. El núcleo histórico de Valladolid, trenzado con calles antiguas y una traza de ritmo laberíntico, se considera impracticable para el impulso que requiere una ciudad moderna. Así que, como primer paso, se propone la rectificación de ese entramado, con avenidas amplias y rectas, que requieren usar la piqueta para derribar los estorbos que interrumpen los flujos de la nueva urbe: casonas, antiguos palacios y conventos centenarios con sus huertas. Además, el plan Cort plantea su expansión por la margen derecha del Pisuerga, construyendo nuevos puentes y convirtiendo al río en eje articulador de la nueva ciudad.

AFÁN DEMOLEDOR

Respecto al núcleo histórico, el criterio a seguir es de radicalidad sin escrúpulos en la poda: la Vía de Platerías eliminaba la iglesia de la Vera Cruz, enlazando por el Ochavo Duque de la Victoria con Felipe II y San Pablo, para comunicar las salidas hacia Burgos y Madrid. Complementariamente, la Vía de las Angustias partía desde Fuente Dorada, discurría por delante del Calderón, y giraba por Torrecilla, arrasando la trama de San Martín y el Empecinado. Por su parte, la Vía del Rosario subía desde las Moreras por la plaza de San Miguel y San Blas, a enlazar con la gran Vía de las Angustias. También se contemplaban los ensanches de Regalado y de Santiago, aunque la menesterosidad municipal impidió que la poda urbana llevara la ciudad al desastre absoluto. Lo que nadie pudo o quiso impedir fue la pervivencia de estos criterios en décadas sucesivas, como muestra el testimonio urbano de las calles Angustias, Librería, San Blas o Felipe II. Sobre todo, porque la herencia del Plan Cort minó Valladolid como una fiebre demoledora e insaciable, destruyendo palacios, casas nobles, conventos y toda suerte de vestigios de la ciudad histórica hasta los años setenta. Su herencia palpable es el desbarajuste del urbanismo vallisoletano.

Las expectativas de renovación urbana del plan Cort albergaban de fondo la pretensión pinciana de trasladar a la nueva arquitectura los desbordantes contenidos religiosos de su tradición centenaria. Siempre ateniéndose a los estrictos límites marcados por la precariedad nacional. Pero, como si no fueran suficientes las desgracias bélicas, un incendio inesperado devoró la techumbre del edificio histórico de la universidad el 6 de abril de 1939, destruyendo de paso la biblioteca del seminario de Arte y Arqueología, además de varios cuadros históricos de Checa y Martínez Cubells que decoraban el recinto.

PROYECTOS SOÑADOS

La monumentalidad imperial preconizada desde Salamanca por el perturbador Ernesto Giménez Caballero, recogiendo postulados de su Arte y Estado (1935), la materializó con diversos proyectos en Madrid Muguruza, el arquitecto de Franco, pero apenas iba a alcanzar a la ciudad laureada, donde su expresión más importante (el santuario de la Gran Promesa) quedaría finalmente inconcluso. Antes de que el gran arquitecto Palacios se pusiera con los primeros bocetos de aquel gran sueño monumental, emergió en la salida hacia Madrid y como prolongación del Paseo del Príncipe del Campo Grande, sobre la huerta del colegio de los Filipinos, el polígono de viviendas Francisco Franco, que ocupó ya en 1940 un lugar privilegiado en el plano de la ciudad: sus tres manzanas en forma de U abiertas hacia el interior alternan con espacios semipúblicos destinados para dotación comercial. Décadas después, a la altura de 1958, las cuatro plantas del proyecto original crecerán hasta seis, incorporando la novedad del ascensor. Pero no serán estas más de doscientas viviendas la apuesta monumental de la ciudad, a pesar del alto patronazgo franquista del polígono, sino un par de edificios singulares diseñados por el arquitecto Manuel López Fernández en la calle López Gómez esquina con Fray Luis de León (1944) y en la Plaza de Zorrilla, entre María de Molina y Santiago (1946). El mismo arquitecto que había firmado en 1939, a la vuelta de la manzana, el Gran Hotel Conde Ansúrez con Cabanyes y el ingeniero Torroja. El edificio de la plaza de Zorrilla dialoga e intermedia dignamente desde su clasicismo con los vecinos de la academia de Caballería y de la Casa Mantilla.

Ya en 1942, Muguruza promueve un concurso nacional de arquitectura para completar y dar remate a la catedral herreriana inacabada de Valladolid. El concurso se inscribe en las propuestas del plan Cort, que definen una catedral completa y aislada en medio de una amplia plaza, implicando de paso una política de derribos en su entorno y la eliminación total de la colegiata románica. Sólo se iba a culminar, ya en los sesenta, el pórtico de Santa María abierto a la plaza de la universidad, obra de Fernando Chueca, pero tanto el proyecto ganador de Martínez Chumillas como otro de los finalistas firmado por Candeira consagran un monumentalismo dispuesto a podar los entornos con el fin de realzar su valor de símbolo urbano. Aunque ninguno se ejecutó entonces, aquel espíritu depredador acabó desalojando sus alrededores.

Pero la gran apuesta de Muguruza para la laureada Valladolid iba a simbolizar su preeminencia en España como abanderada del Corazón de Jesús, recogiendo la propuesta arzobispal de reparar la imposible y debida conmemoración del bicentenario de su revelación el 14 de mayo de 1733 al jesuita torreño Bernardo Hoyos (1711-1735), antes de que falleciera de tifus con veinticuatro años. La mítica promesa, cebada tenazmente por la compañía y por sucesivos arzobispos de Valladolid, alimenta el proyecto de crear un gran Santuario en la ciudad. En realidad, se trata de un complejo multifuncional con hospedería de peregrinos, museo, biblioteca y diversas zonas religiosas y de ocio, que preside un altar con la imagen del Sagrado Corazón. Muguruza encargó a su maestro Antonio Palacios (1874-1945) el desarrollo del proyecto, cuyos primeros esbozos de 1942 todavía no detallan las trazas del gran patio para acoger a los peregrinos. Los sucesivos proyectos van incorporando una secuencia de patios precursores del gran espacio central. Palacios había sido autor en Madrid del hospital de Maudes, del edificio central de Correos en Cibeles y de la casa de las Cariátides convertida en sede del Instituto Cervantes. También del puente sobre el Urumea de San Sebastián y del ayuntamiento de Porriño, que era su pueblo, además de ser el diseñador del rombo convertido en anagrama del metro madrileño. El proyecto de la Gran Promesa pertenece a su última fase, más visionaria, y sus trazas guardan estrecha relación con el templo coetáneo de la Vera Cruz de Carballino, «cuya riqueza de secuencias espaciales puede suministrar una idea reducida de lo buscado en Valladolid», según el profesor Arrechea Miguel. El tratamiento rústico y expresivo dado a la piedra se sustenta en un arcaico medievalismo explorado en su hospital de Maudes, mientras la torre gigantesca de la Gran Promesa, la utilización de filtros de columnas, la complejidad de la planta y el vibrante juego de transparencias del altar abierto sobre el gran patio central corresponden a la dimensión monumental del proyecto soñado e inacabado.

LUCES INCIPIENTES

Para Miguel Delibes, la inmediata posguerra fue una época sombría y de abundantes tullidos psíquicos: «bastantes más que los mutilados físicos que airean sus muñones por las calles». En esos primeros años de reclusión y de apretar los codos durante horas, sus alegrías auténticas y verdaderas tienen que ver con el viaje en bicicleta veraniego que hace desde Molledo a Sedano, para visitar a Ángeles, que es su novia, y los triunfos reiterados y precoces que protagoniza su compañero del Lourdes Manuel Alonso Alcalde (1919-1990), quien ha enlazado por entonces con el galardonado José Suárez Carreño (1915-2002), vecino en Valladolid de sus abuelos. Nacido en Guadalupe (Méjico), había estudiado el bachillerato en León, de donde era su familia, que invirtió los ahorros indianos en adquirir el rumboso café cantante Iris de la calle Ancha. Más tarde, cursó Derecho en Valladolid, donde fue un activo militante de la Fue en su sede de Montero Calvo, antes de incorporarse a la guerra como soldado de infantería. De vuelta, enseguida saltó a la vida literaria y a la conspiración política madrileña en 1940. Con Edad de hombre obtuvo el primer premio Adonais en 1943, al que seguirían el Nadal de novela 1949 y el Lope de Vega de teatro, en 1950. Pero aún fue más precoz Alonso Alcalde, cuyos Mineros celestiales (1941) reciben el respaldo elogioso de Guillén, de Cossío, de Alonso Cortés y de Martín Abril, para orgullo de su amigo y condiscípulo Delibes.

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