Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Audacias de plata

Un mantra viejo y muy rodado sigue relegando a Castilla y León al desván de la historia, hasta el punto de convertir su apelación en contundente oxímoron de modernidad. Son desplantes que circulan como verdades contrastadas, mientras el río de lava de la ignorancia sepulta con su empuje la obra de creadores tan significativos y elocuentes como los escritores, arquitectos, músicos y artistas plásticos que protagonizaron la Edad de Plata de nuestra cultura. Cada cual con sus obras y su aventura. Todos relevantes, aunque muchos –especialmente las mujeres- todavía con frecuencia inadvertidos. Este es un balance ligero, que evita buscar en la proliferación de nombres el espejismo de un esplendor abultado por acumulación.

La pintora vallisoletana Margarita Manso.-EL MUNDO

La pintora vallisoletana Margarita Manso.-EL MUNDO

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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AÑOS DE VÍSPERAS

La quiebra de la guerra civil supuso un hachazo definitivo para los creadores de la Edad de Plata, y no sólo para quienes perdieron la vida en la contienda o en su represión. Incluso los supervivientes vieron afectada su existencia, bien postergados por razones políticas en España o arrojados al exilio. Sin duda, quienes más acusaron la quiebra de la guerra fueron las mujeres creadoras, quizá por alentar involuntariamente con su audacia una represión más feroz. En Castilla y León tuvimos víctimas mortales entre los creadores, como el músico burgalés Antonio José Martínez Palacios (1902-1936), el novelista y cuñado de Azorín Manuel Ciges Aparicio (1873-1936) en Ávila, el pintor Modesto Sánchez Cadenas (18889-1936) en León o el pintor Ernesto Menager en Valladolid (1893-1936), todos ellos fusilados por la inclemencia levantisca. Hubo, además, un número importante de ilustres exiliados, encabezados por los zamoranos León Felipe (1884-1968) y Baltasar Lobo, los vallisoletanos Jorge Guillén (1893-1984), Aurelio García Lesmes (1884-1942), Enrique Mengotti (1899-1988) y Rosa Chacel (1898-1994), el palentino César Arconada (1900-1964), los burgaleses María Teresa León y José Vela Zanetti, los salmantinos José Díaz Fernández (1898-1941) y Pedro Garfias (1901-1967), el segoviano Pablo de la Fuente (1906-1976), los leoneses Arturo Sáenz de la Calzada (1907-2003), tutor de La barraca y arquitecto de Buñuel, y Roberto Fernández Balbuena (1891-1966), cómplice de Rulfo en su decantación de Pedro Páramo.

SANTOS Y DEMONIOS

Y todo esto, sin contar con los creadores aturdidos y atemorizados por el paisaje agobiante para el arte que sucedió a los años de batalla, convertidos en supervivientes del exilio interior. Entre todos, sobresalen dos vallisoletanas audaces, que impusieron su silueta de artistas en la Edad de Plata: Ángeles Santos Torroella (1911-2013) y Margarita Manso Robledo (1908-1960). Junto a la zamorana de Toro Delhy Tejero (1904-1968). Cada cual con su tránsito personal desde la vanguardia a la resignación. Hace unos años, el Patio Herreriano incorporó al patrimonio pictórico de Valladolid la obra de Ángeles Santos, la surrealista que asombró a los visitantes del Salón de Otoño madrileño en 1929 con la construcción onírica de su cuadro Un mundo, uno de los iconos pictóricos de la vanguardia interior. Sus obras de aquel tiempo huían de lo trillado impulsadas por la corriente de renovación que brotó en Valladolid. Ya entonces, jalearon sus audacias plumas influyentes y distinguidas, como las de Cossío, Gómez de la Serna, Giménez Caballero o Concha Méndez. También Juan Ramón la incluyó en su selecto Españoles de tres mundos. Durante la República se casó con el pintor Grau Sala, aunque la pareja no duró mucho. Ángeles Santos era hija de un notario ampurdanés, como Dalí, y su hermano Rafael fue el factótum de las bienales artísticas con las que el Régimen trató de lavarse la cara durante el ministerio de Ruiz Giménez. Rafael había sido republicano y luego se acreditó como gestor del coleccionismo artístico del estraperlo. El hijo de Ángeles, Julián Grau Santos, se casó con una hija de González Ruano y pasó décadas dedicado a la ilustración de suplementos culturales. Con semejante parentela, su silencio creativo de décadas tuvo más que ver con el azote de sus propios fantasmas desbocados que con otro tipo de dificultades. En su vida familiar vallisoletana, Ángeles tocaba el piano y recibía clases del italiano Perotti en su casa situada encima de los almacenes Calabaza, mientras los estímulos de ruptura le llegaban del inglés manco Cristóbal Hall, con quien descubre la fascinación ante las obras de Berruguete que se exponen en el museo de escultura de Santa Cruz. La joven pintora habita un mundo de ensueño y fantasía, cuya huida de la realidad la vincula con las corrientes de vanguardia. Sus cuadros de Valladolid –La tía Marieta (1928) y La tertulia (1929)- responden a un poscubismo tintado de realismo mágico. «Son iluminaciones de la realidad, equilibrios en que la realidad se extasía y queda horas prendida», escribió Gómez de la Serna. Aquella tensión quebró su estabilidad y el padre la recluyó en un sanatorio mental, con prohibición de volver a frecuentar aquel universo que le socavaba el espíritu. Hasta que Ramón denunció que el padre la tenía encerrada, decidiendo entonces enviarla con los abuelos al Ampurdán. Después de abandonar la pintura y sus fantasmas de vanguardia, entre 1931 y 1932, tres años más tarde volvió a exponer, mostrando los lienzos repintados para huir de un pasado tenebroso. Con colores clareados y figuraciones más amables. En enero de 1936 se casó con el pintor Emilio Grau Sala y decidió no volver a pintar como lo había hecho en Valladolid, mientras sus cuadros primitivos viajaban a París, a Estados Unidos o a la bienal de Venecia de 1936. A la vez, fue repintando con flores o bodegones, cuando no destruyendo, sus cuadros anteriores, «que eran tétricos y tanto le habían hecho sufrir». Con la guerra, Ángeles y su marido cruzaron la frontera hacia Francia, de donde volvió ella sola embarazada, mientras su marido se instalaba en París. Durante la posguerra, dio clases de dibujo en un colegio de monjas de Navarra y su trasladó a vivir primero en Barcelona y luego en Madrid, mientras el marido seguía alejado en París. En 1963 reanudaron la relación, alternando su residencia entre Cataluña y París hasta la muerte de Grau Sala en 1975. Entonces expuso su obra más reciente, forjada en complicidad con su hijo y que nada tenía que ver con el voltaje creativo de sus preliminares vallisoletanos, cuya obra fue la que propició su rescate definitivo.

MUJERES DE TIGRE Y LLAMA

La pintora vallisoletana Margarita Manso protagonizó en su medio siglo de vida dos existencias contrapuestas, divididas de forma severa por el zarpazo de la guerra. La película inglesa Sin límites, dedicada a la relación entre Lorca y Dalí, la presenta como una joven transgresora que interpreta Marina Gatell. Compañera en Bellas Artes de Maruja Mallo y de Dalí, Margarita Manso participó en las audacias del grupo, protagonizando un célebre episodio con Lorca y Dalí. El poeta le hizo el amor al pintor «con la seductora Margarita Manso interpuesta». Entonces lucía una belleza deslumbrante y de perfil muy moderno, de la que dan testimonio sus fotografías y las confidencias fascinadas de sus amigos: Lorca, que le dedicó el poema Muerto de amor; Dalí, que la retrató y preguntaba por ella de forma recurrente. También Federico expresa su desconcierto cuando interroga, en su poema Remanso: Margarita, ¿quién soy yo? Manso/Remanso. Una vez más al descubierto el destello y distinta huella de los desafíos. Aquel encuentro erótico y sus consecuencias recorren el inventario de una época proclive a los excesos. Margarita era hija de un ingeniero, que murió siendo ella niña, y de una modista de alta costura en Madrid. Con 17 años se matriculó en la Escuela de Bellas Artes y en esa época la retrató un par de veces su profesor Romero de Torres. Entonces, participa en la agitación del ‘sinsombrerismo’, la rebeldía madrileña que provocó más de un altercado callejero, y acude a Silos con Maruja Mallo, Lorca y Dalí. Como no las dejan entrar con falda al monasterio, se enfundan las chaquetas de los chicos de pantalones. Otros amigos de la época, como el escenógrafo Santiago Ontañón o el periodista José María Alfaro, le dedicaron entonces piropos de arrebato desmedido.

En 1933, Margarita Manso se casó con el pintor falangista Alfonso Ponce de León (1906-1936), paseado en el Madrid en guerra, y ya viuda se incorporó al grupo de Ridruejo en Burgos. Su trayectoria es paradigma del azaroso destino de una mujer intrépida vapuleada por los quiebros de un siglo cicatero. Quizá por eso, los datos de su vida y las restringidas primicias de su obra nos han ido llegando filtrados por la confidencia de sus cómplices y por el pudor de los herederos. Primero, los recuerdos de Dalí y los lorquistas, la nostalgia de Maruja Mallo, las evocaciones de Concha Méndez o Ridruejo. En 2001, la antológica de su primer marido, Alfonso Ponce de León, en el Reina Sofía marcó la frontera entre las transgresiones admitidas y lo impronunciable. Después de la guerra, volvió a casarse (con el editor de las Obras Completas de José Antonio) y desapareció del escenario artístico que con tanto estruendo había ocupado. Ahí arrancó su segunda vida, velada por la discreción del silencio. Quedan otros casos entre los militantes de las vanguardias, a los que la dureza de la historia recluyó en los desvanes del olvido. Y merecen el rescate, porque su obra excede con mucho la opacidad de sus nombres.

El sonajero del centenario apenas sirvió para sacudir el olvido que pesa sobre la obra excepcional de la artista toresana Delhy Tejero (1904-1968) fuera de su provincia. En Zamora se celebró una muestra estupenda y se recuperaron sus diarios, que ella llamaba Cuadernines, en edición preparada por Tomás Sánchez Santiago y por su sobrina Dolores Vila. En el treinta aniversario de su muerte, Sánchez Santiago coordinó un catálogo modélico, que los años van convirtiendo en joya. Aquel año del centenario coincidió con el rescate de Ángeles Santos en el patio Herreriano. Quedan más casos pendientes, que piden una urgente puesta en valor, entre aquellas artistas de la vanguardia, a las que la dureza de la historia recluyó en los desvanes del olvido. En el universo pictórico de las modernas de Madrid, lo más interesante lo hacían la estrafalaria Maruja Mallo, la apocada María Blanchard y la oscilante Delhy Tejero. Nació en Toro, estudió Bellas Artes en Madrid, fue ilustradora de éxito y viajera con escándalo por escenarios prohibidos. En Marruecos visitó un harén para pintar a la favorita. Al comienzo de la guerra la detuvieron en Salamanca porque su indumentaria la hizo sospechosa de espionaje. Luego pasó una breve etapa de servidumbres. Y otra vez París: encuentro y exposición con los surrealistas; fraternidad en el compromiso con los grandes: Picasso, Miró, Chagall. De allí se esfuma al breve oasis de felicidad en Florencia con el enigmático sueco Axel Munthe. Para la resaca del fracaso se refugió en el escondite esotérico. La década de los cuarenta supone para ella una purga inclemente. El trastorno esotérico la lleva a su repulsa de la obra anterior. La visitante del harén destruye ahora el rastro corporal de sus cuadros mundanos. Inmola su talento en el pago de todos los peajes ambientales: beatería sacristanesca, regionalismo folclórico, historicismo imperial y así hasta cansar. Hizo murales para comedores infantiles, para oratorios domésticos y para las iglesias de los nuevos poblados de colonización agraria. También para el ayuntamiento de Zamora, donde tuvo que pelear duro con el alcalde Pérez Lozano, que además de munícipe era pintamonas local. Así que le tocaría cobrar dos años tarde y mal.

Los años cincuenta la redimen de aquella chifladura beata felizmente pasajera, donde la empozó, como a Carmen Laforet, la tenista Lilí Álvarez, y ya será una de las grandes hasta su muerte en 1968. En 1971 se inaugura su casa museo en Toro, que tuvo que cerrar dieciséis años más tarde. En 1998 la Bienal de Zamora organizó una antológica modélica y con el centenario, otra exposición itinerante recuperó la obra esencial de Delhy Tejero, contribuyendo a paliar la amargura del olvido.

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