Diario de Valladolid

El limbo de una enfermedad sin nombre

«De esto no es», escuchan de especialista en especialista / Soportan años de pruebas sin que los resultados revelen por qué no caminan, no hablan, sufren intensos dolores u otros síntomas que les incapacita. Son personas sin diagnóstico / «Ya he terminado con la medicina conocida»

La salamantina Soraya y su hija  Lidia, una niña de ocho años sin diagnóstico.-ENRIQUE CARRASCAL

La salamantina Soraya y su hija Lidia, una niña de ocho años sin diagnóstico.-ENRIQUE CARRASCAL

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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No tiene nombre. No saben qué le sucede, ni qué le impide andar, hablar o valerse por sí misma.

Con siete meses, Lidia ya era conocida en la consulta del neurólogo, del especialista en Digestivo, d el internista y del cardiólogo. Con ocho años y un pesado peregrinaje «de consulta en consulta, de prueba en prueba y de terapia en terapia» por diferentes hospitales, sus padres anhelan otra respuesta distinta a la habitual: «De esto no es».

Su enfermedad es tan rara que ni siquiera está descrita. Ypor esa falta de información y de casos y referencias con los que comparar, esta niña salmantina no dispone de diagnóstico, como aproximadamente otras 3.000 personas del país.

Su historia empezó cuando era un bebé, un día en la piscina. Mientras su madre le extendía crema, «una pierna le empezó a temblar». Al rato, tuvo una réplica «en la mitad de la cara y en el brazo, que se quedó sin fuerza». Fue su primera «gran crisis», aunque tres meses antes ya había aparecido algún espasmo acompañado de «un gran susto y gritos».

Los médicos no conocen caso similar al de esta pequeña, con una dependencia casi absoluta, que comunica sus emociones con gestos, padece un retraso en el desarrollo cognitivo y tampoco camina, aunque las pruebas diagnósticas de las enfermedades conocidas las supera con éxito. Ni en Castilla y León, ni en España, ni fuera.

Le prescriben fármacos para paliar crisis epilépticas y algún otro síntoma de origen desconocido.

Una mezcla «de alivio y tristeza» invade a Soraya, la madre de Lidia, cada vez que un médico descarta una patología porque las sospechas que barajan suelen conllevar un pronóstico negativo. «Mientras esperas el resultado, pasas un tiempo con el estómago encogido. Te alegras de que no tenga esa enfermedad, que es letal, pero a la vez te vuelves a sentir perdida porque piensas que puede tener algo peor y, sobre todo, porque no sabes. Dices ‘qué bien que no tiene eso que buscaban’, pero miras a tu hija y no camina», relata la madre.

Esta «desinformación» y la «incertidumbre» son dos constantes para quienes saben que padecen una enfermedad, pero no cómo se llama; quienes desconocen qué causa sus dolores y cómo atajarlos sin perjudicar su evolución. «En este camino me he cruzado con otras estrellitas, como Lidia, y algunas han tenido una esperanza de vida muy corta. Es inevitable pensar en eso», asevera Soraya, también miembro de la Asociación deEnfermedades Raras de Castilla y León.

Cuenta esta madre que su falta de información es parcial. Su hija presenta una anomalía cromosómica. Lo detectaron al cabo de tres años bajo el microscopio, pero a partir de ahí, nada que les dé una pista para tratarla. «Si no tienes un nombre, no sólo falta pronóstico, sino que no sabes si afectará a más cosas, ni qué esperar».

En su último servicio de referencia, el de Neurología del Hospital Niño Jesús, les aseguran que «hay una causa mayor detrás» y, a la vez, cercenan sus esperanzas al comunicarles que «no hay más pruebas que hacerle». «No sólo es la angustia de no saber hasta dónde, sino que puede que los medicamentos que le demos estén dañando algún órgano y aunque estamos muy pendientes de todo, no podemos llevarla a todos los especialistas por si tiene algo».

Pese al escenario incierto que describe, añade que «se aprende a vivir día a día y sin hacer planes» y, también, «a aceptar lo que a cada uno le toca».

Una filosofía vital similar expone María, madre de Celia, otra niña, esta segoviana, que como Lidia pertenece a la Asociación Objetivo Diagnóstico, que aglutina a pacientes que no saben y quieren saber.

Las dos reconocen momentos difíciles, Soraya incluso habla de que situaciones con tanta presión como la suya «provoca separaciones de parejas», pero insisten en que sus pequeñas les enseñan a «saber qué importa y a medir las cosas de otra forma».

Al mes de nacer, Celia vomitaba todo. Los médicos empezaron a rastrear «de lo más común a lo específico». No hallaron la causa. En mayo cumple diez años y, en este tiempo, ni una respuesta con luz.

Los avances en la misteriosa enfermedad de Celia van muy por delante de los hallazgos clínicos. «Ya hemos terminado con la medicina conocida», sentencia su progenitora, que reconoce que se encuentran «a expensas» de la investigación.

La niña también está derivada al madrileño Niño Jesús, pero no dan con la causa que provoca que en vez de salir a jugar a columpiarse al parque, como cualquiera a su edad, a Celia la trasladen en una silla de ruedas; o en vez de mantener una conversación tengan que ser sus gestos los que hablen por ella.

La expresión facial, y el entendimiento de su madre. Como cuando sale a la calle, que frunce el ceño, o cuando regresa al ascensor y María la nota relajada.

Esta segoviana asegura que trata de dar voz a su hija y «de que no le duela nada y sea una niña feliz». Con esta bandera, arranca unas reivindicaciones que cree imprescindibles para que las personas sin diagnóstico mejoren sus condiciones.

Una de sus principales demandas llegó a las Cortes. Los grupos instaron al Gobierno central por unanimidad a que se apruebe una tarjeta sanitaria independiente para los menores porque afirma María que están sometidos «a unos gastos farmacéuticos horrorosos».

Otro deseo es que haya una unidad de cuidados paliativos pediátricos en Segovia. «No son sólo para personas terminales, también para enfermos crónicos y graves ¡Y nos haría de bien!», señala. De existir en su ciudad, Celia podría recibir esa atención, al margen de que se desconozca por qué «su cadena respiratoria mitocondrial no funciona bien». Su madre indica que «ni en un millón de pruebas ni en el cribado genético ven nada que lo explique».

Para esta segoviana, la peor consecuencia de no contar con un diagnóstico es que ni siquiera sabe «dónde buscar terapias o médicos especialistas». «¿Qué pones en el buscador del ordenador? ¡Nada! Al final se aprende a vivir así, pero te sientes huérfano. Los propios médicos que te acompañan en la toma de decisiones no saben por dónde tirar», señala pronunciando el negativo del verbo más utilizado por quienes se encuentran en situación similar: saber.

A veces se pregunta cómo cambiaría su realidad «si hubiera otra niña en el mundo con lo mismo que ella». Pero pronto reacciona centrándose en darle la vuelta al enunciado: «Intento que la herencia que deje mi hija sea que los niños que vengan detrás lo tengan un poco más fácil».

CUANDO IRRUMPE DE ADULTO

Siete años hace de la mañana en la que Elena, vecina de Burgos y con 50 recién cumplidos, trató de calzarse un zapato y el dolor fue tan intenso, sobre todo en los gemelos, que no pudo conseguirlo.

La escena se perpetuó y ella frecuentó Medicina Interna, Neurología, Ginecología, Urología y Traumatología. Asegura que «al principio» le miraban «con incredulidad» en casi todas las consultas.

Sus síntomas empeoraron paulatinamente. Otro día, al ponerse el calzado comenzó a notar mareo y presión en la cabeza. La falta de explicaciones que den sentido a su cuadro clínico y la de «comprensión» le frustra. «Siento que no le dan importancia, pese a que, de repente, no puedo hacer mi vida, ni andar», expone quien tiene reconocida una incapacidad del 65%. «La doctora que me evaluó ha sido de las pocas que ha entendido el problema», apunta, y reconoce que le afecta a infinidad de aspectos. «Mi marido me ayuda muchísimo, pero le condiciona. Es una pena porque no somos tan mayores como para no disfrutar de la vida. No puedo trabajar y nos pasamos el día mirando médicos y buscando algo que nos aclare las cosas».

Miran a un futuro repleto de incógnitas. «Me da miedo que me limite cada vez más y algo que para cualquiera es normal para mí ya no sea posible», confiesa.

Elena sueña con conocer el origen de su problema, que alguien le explique por qué no resiste más de «un rato» frente al ordenador antes de sentir presión en la cabeza o le cuente cómo es que las piernas le duelen tanto que apenas puede con ellas. «Sería muy importante dar con el nombre de lo que tengo para poder tirar con ello, saber a qué atenerme, y por si hay algún tratamiento más apropiado».

Esta burgalesa considera que el colectivo del que forma parte, el de las personas sin diagnosticar, no se tiene en cuenta en la sociedad: «Las administraciones no tendrían que dejarnos a un lado. Lo que se desconoce se toma como un problema y tendrían que atender nuestras necesidades reales para que lo que tengamos que vivir sea lo más digno posible».

Siente cierto abandono agravado porque la enfermedad haya irrumpido en la edad adulta. «A los adultos nos tienen algo más apartados y ni siquiera buscan una solución o brindarnos la ayuda que nos hace falta». Ya sea ésta económica, burocrática, de facilitar las derivaciones médicas o de promover la investigación sobre patologías que no afecten a tanta población.

La misma sensación de «no contar» para el sistema verbaliza una joven salmantina de 35 años que prefiere ocultar sus datos de filiación. Su ‘no diagnóstico’ comenzó hace dos inviernos con un dolor de rodilla. Ya no puede andar, salvo unos pocos pasos con muletas. «Tengo como una vida útil de dos horas», aclara. Da órdenes a sus piernas y éstas «por libre» efectúan el movimiento contrario, le duelen los brazos y soporta calambres continuos.

Económicamente también es dependiente. «Después de 10 años trabajando en una oficina, dependo de mis padres jubilados», lamenta para criticar «las trabas» administrativas. «No puedo estar en ningún puesto y me han llegado a dar el alta», cuenta, antes de exponer una realidad sombría: «He perdido mi vida y es una impotencia no saber qué hacer, ni lo que debo asumir en los próximos meses o años».

Ella, como Elena y las madres de Celia y Lidia, ansía respuestas que ni siquiera sabe dónde reclamar. Mientras transitan por este limbo, Soraya desea muchas cosas, pero entre las realizables le gustaría que su pequeña sea «una niña feliz». La de Celia, «que su día a día sea de sonrisas». Que, a pesar de todo, no pierdan lo que ya tienen.

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