Diario de Valladolid

LAS ÚLTIMAS CHABOLAS

Cuarenta inviernos entre tablones

Unos anhelan paredes firmes, aseos y una vida mejor para las nuevas generaciones; otros reconocen no adaptarse a convivir con vecinos /El último poblado chabolista de Valladolid, en vez de disminuir, crece. A la muerte del patriarca, la familia se trasladó con la abuela, que suma cuatro décadas en Juana Jugán / Bajo tablas y lonas residen 4 niños

Adoración tiene 87 años, reside en su chabola de Juana Jugán desde 1979.-J.M. LOSTAU

Adoración tiene 87 años, reside en su chabola de Juana Jugán desde 1979.-J.M. LOSTAU

Publicado por
Alicia Calvo
Valladolid

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El mayor de los cuatro nunca invita a ningún amigo a casa; queda con ellos en una plaza próxima y procura que no se percaten de qué camino toma cuando se aleja. «Le da vergüenza que sepan dónde vivimos. Por decir algo, si a esto se puede llamar así», afirma su madre, que para este reportaje se llama Elvira.

Esta mujer, su marido y sus cuatro hijos se trasladaron en verano junto a la abuela Adoración, tras verse obligados a abandonar la última e insalubre casa que habitaron; unas paredes que ahora añoran.

Al fondo del camino, cuando el asfalto termina y las gallinas se pasean protegidas por un can, las tablas y lonas dan forma a las últimas chabolas de Valladolid.

La primera, la más nueva, es la suya: la de la pelota, la del frigo a la intemperie, la que está algo más alejada y la que quiere alejarse aún más. Para siempre.

En el pequeño poblado de Juana Jugán, junto al Hospital Benito Meni, mantiene su hogar la octogenaria Adoración y varios de los suyos.

Hace tiempo fueron más y también menos. Lejos de ir erradicándose, este enclave chabolista ha crecido en los últimos años a causa de un amor filial dentro de la necesidad.

Murió el patriarca, Antonio Barrul, el abuelo, hace ya dos años, y parte de su extensa prole cerró filas con la nueva cabeza de familia.

Para quien dispone de una economía normal, aquella situación supondría un trastorno de residencias, traslados, visitas... pero no disponer de recursos ni de pertenencias hace que cargar con la casa a cuestas pueda decidirse y materializarse de un día para otro.

Algunos cambiaron la humedad chabolista gallega por el frío castellano «para acompañar a la abuela porque estaba muy sola».

Los tres chamizos que resistían junto al puente de la carretera Madrid, a la salida de Las Delicias, se convirtieron hace dos años en cinco, ocupados por una docena de miembros de la misma saga. Entre ellos hay cuatro niños y todos están escolarizados.

Los nietos mayores recogen leña para que en la caseta de Adoración y en las demás se pueda atizar el fuego que los calienta y sirve de cocina.

Para rellenar las garrafas que presiden todas las estancias, acuden al único grifo que conocen, una fuente cercana.

Eso, en los mejores días, cuando el clima no les obliga a regresar de vacío. «Este invierno ha estado helada varias veces y no caía nada», comenta desde el chamizo más próximo a la matriarca un treinteañero aterido, que afirma no haber trabajado nunca, ni conocido otra forma de vida con cimientos más estables.

Lleva puestos dos pares de calcetines y dos cazadoras porque asevera que el frío, aunque no llueva, «cala hasta los huesos». En ese instante el mercurio marca ocho grados, diez más que por la noche.

A los pocos metros, sale al paso otra integrante de la familia. Y su presentación pasa por la abuela. «Ella es muy mayor, teníamos que ayudarle, no podíamos dejar a una anciana viviendo así aquí», aclara una nuera de Adoración, Ángeles. Aparece en el medio del pequeño poblado por un terraplén y arrastra un rudimentario carro con lo «poco» que ha encontrado rebuscando en los contenedores: unos cartones y unos yogures caducados. «La vida está muy malita».

Ese mismo lamento se reproduce en cualquier interior de chapa recubierto con cartones, aunque las perspectivas varían según a qué puerta se llame. Alguna tiene pestillo y cerradura porque relatan sus ocupantes que «la noche da miedo; no se escucha ni se ve nada».

El único resquicio de chabolismo en la ciudad no tiene visos de desaparecer pronto, pese a los esfuerzos de las autoridades municipales. «¡Ay, si nos dieran una casa!», resopla la señora del lugar.

Ese es otro de los anhelos repetidos, pero cada entonación incluye matices; algunos difícilmente realizables.

Todos afirman que no tienen otro lugar al que acudir y que desearían una estancia más agradable con servicios básicos, pero Adoración no esconde que en varias ocasiones, cuando su marido vivía, el Ayuntamiento les ofreció viviendas de realojo. Explica que unas veces las rechazaron y que cuando aceptaron no fueron capaces de adaptarse a la convivencia con personas extrañas.

Lo achaca a los problemas mentales de uno de sus hijos. A las pocas semanas regresaron y admite resignada que pasará, como su marido, sus «últimos días» allí. «Necesitaría una casa baja y sin vecinos», desliza, antes de contar que tiene televisor y radio, pero no los enciende. «Estoy de luto. No puedo. Por las tardes me siento, me caliento con el agua y pasa el tiempo».

Su nieta Elvira representa el ejemplo contrario.

A lo que la tercera generación no se adapta es a las grietas en la pared, a lavarse por partes casi al aire libre, a que dos de sus cuatro hijos duerman con su madre «en una casa de verdad» porque allí no caben, a que el campo sirva de baño, a que la lluvia suene tan fuerte sobre sus cabezas o a dormir con su marido en un sofá cama de dos plazas en un espacio que hace las veces de salón, cocina y recibidor.

Hace sólo seis meses, su esposo levantó la chabola más adecentada del enclave. Son los inquilinos más recientes.

El último techo firme que los cobijó fue una vivienda social que indican que «tenía tantas humedades» que se volvió inhabitable. Pero antes peregrinaron por «casas prefabricadas en La Rubia», por un pequeño apartamento que les dejó una prima y un domicilio que tomaron prestado sin permiso. «Vivimos tres años en un piso de patada porque no sabíamos dónde ir. Tampoco nos gusta, pero mejor que esto... El banco tardó tres años en echarnos», exponen.

Cuenta Elvira que ahora es la primera vez que sus hijos no duermen en suelo firme. No la suya porque se crió a pocos metros, a las faldas de su abuela Adoración, poco tiempo después de que se desmantelara el asentamiento gitano de las graveras de San Isidro, la anterior residencia de la familia Barrul Romero.

Algunos miembros trabajaban por aquellos años (1979) labrando esporádicamente tierras ajenas y ya veían en la chatarra la principal, y precaria, fuente de ingresos.

Aunque esta nieta recuerda la parte feliz de su infancia, «corretear y jugar con tantos primos», rechaza esa realidad para sus hijos, que sí han conocido «una cama caliente y una casa con habitaciones». «No quiero esta vida para ellos, no quiero que pasen por lo que yo he pasado».

Los dos chicos, de 11 y 17 años, duermen en la chabola, y las chicas, en una casa molinera con los padres de Elvira, donde todos pasaron los días señalados de la reciente Navidad.

Asegura que sólo piensa en que la trabajadora social que tramita su caso «lo resuelva pronto» para trasladarse «a una casa decente» y que estos meses no se conviertan en las cuatro décadas de la matriarca, ni siquiera en una mínima parte. «Quiero irme de todo esto», exclama señalando los escombros apilados, los cubos ennegrecidos tirados por el suelo, las gallinas picoteando churruscos de pan duro y un horizonte vacío donde antaño hubo huertas y ahora sólo se ve tierra.

Ella tiene 37 años, se ocupa de mantener limpias las dos estancias y de llevar y recoger a su hijo pequeño del colegio, y él hace muchos que no trabaja. «He hecho portes, chapuzas, vendido chatarra... poco más», recuerda.

Lo que el matrimonio anhela es un inodoro y una ducha. Estos dos elementos por encima de la intimidad de una habitación o de la seguridad de una casa de ladrillo.

«Lo principal es el aseo de los chicos, una higiene del baño digno para mis niños». Lo repiten los dos por separado y juntos. Lo repiten y protestan: «Parece mentira que vivamos en el siglo XXI. Esto no tendría que existir. Estamos con cuatro tablas malamente puestas, pasando mucho frío y muchas molestias. Si ellos no estuvieran, no nos importaría».

Ambos ansían un cuarto «normal» para sus hijos, los más damnificados de su precaria situación, en la que la ayuda de entidades sociales es el único sustento que afirman recibir. «Pasar de una chabola a una casa está bien, pero al contrario es muy duro para los niños. Sólo queremos un techo digno con un baño para que puedan asearse».

A falta de que Adoración consiga el sueño de su vida, una casa donde su hijo no molestara a nadie, traduciendo en ladrillos lo que tiene, alguna gente de alrededor, cuando les conoce, les ve como una parte más del vecindario.

De vez en cuando, les acercan algo de comida y de ropa. A veces salen a buscar leña y se la dejan desconocidos al inicio del camino.

Un panadero les regala barras y bollos. Las duras son para las gallinas y las tiernas para repartir. Hasta un policía local al que tratan por su nombre de pila les acerca alguna garrafa. «Llevamos muchos años aquí y no hacemos daño a nadie», sostiene Adoración, que tan sólo se aleja de su hogar para visitar al médico.

Con pocos sobresaltos discurre allí la vida. Por la mañana, los menores van al colegio y, por la tarde, la mayoría ve la televisión o hace los deberes en un trozo de tablón. Además de los hijos de Elvira, hay otros dos niños. Uno, el benjamín, sólo suma tres años. Los días más gélidos le calientan con la lumbre, «varias capas de ropica y dos mantas gordas para dormir». «Le bañamos como antiguamente y le cuidamos bien», defienden.

Los mayores mantienen los roles de antaño. Se sientan, se calientan alrededor de las brasas, ellos salen a por chatarra y ellas adecentan el suelo, la ropa y los cacharros y bañan utilizando baldes a los pequeños. En cuanto anochece, se meten dentro y nadie sale salvo urgencia.

Adoración está acostumbrada a esa rutina; Elvira no quiere que se convierta en costumbre.

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