Diario de Valladolid

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ESPECIALÍSIMO este lunes de Carnaval como el de mañana martes. Cuántas razones. Políticamente hablando, el carnaval es ahora en la España invertebrada el modo de vivir de una clase política desalmada que está ciega de poder y de dinero, de una filosofía del desahogo que juega al póker con la misma destreza de un tahúr de Las Vegas, y de una maravillosa impostura que se ha adueñado de todos los resortes del Estado, dejando en dique seco al ciudadano de a pie y «al pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre», que escribía Cervantes en El Quijote, I, VII.

Desde el punto de vista del ciudadano sin atributos, las razones existenciales del carnaval son también poderosísimas. En estos momentos de penuria y desvergüenza totalizantes, hablamos de razones indispensables, justas, necesarias. No se trata de una diversión cualquiera, sino de una holgura para respirar, del pitorro de escape en una olla a presión, de un modo castizo de mandar a la mierda a todas las políticas, potestades y dominaciones que en el mundo son, y que nos hacen la vida imposible.

El tema viene de largo: de las medievales «carnes tollendas», y de aquí la palabra carnaval. Previo al Miércoles de Ceniza –el martes de carnaval–, la gente decía adiós a la carne, a los placeres de la vida, y las leyes de los poderosos, poniéndose el mundo por montera. Así, los ladrones se disfrazaban de honrados, los plebeyos de reyes, los reyes de rufianes, los ricos de pordioseros, los pobres de opulencia, los hombre de mujeres, las mujeres de hombres, las putas de virtud, los machos de maricones, y el género transmutaba en transgénero sin más.

La sarracina es antiquísima. Al lado de las «saturnales» romanas, nuestros carnavales del medievo y los de hoy son un jueguecito de niños. Raro era el dios que no se disfrazara de hombre, y el hombre del arroyo que no mutara en el dios que le viniera en gana. Estaba tan asumido este desbarajuste que, cuando San Agustín escribió en el 426 La ciudad de Dios, hace esta puntuación en el capítulo VI, 10: «Tolerabile est semel in anno insanire», es tolerable una vez al año hacerse el loco. Es decir, liarse la manta a la cabeza un lunes o martes de carnaval.

Pero ojito con la excepción teológica que es muy peligrosa. Hoy sólo nos interesa el coste político de lo que Agustín consideraba permisible: hacerse el loco una vez al año, y sin que sirva de precedente para el resto de días. Lo que nos sitúa ante la realidad inédita del sanchismo aberrante: la política es un carnaval. El tirano Sánchez ha optado por una aplicación sicopática: que 364 días del año político sean un carnaval en vena. En modo avión nos deja un día para el relax y en la semi vigilia del carnicero: si dejas la carne un día o un mes, ella te dejará tres.

Y no, que hay que cuidar el negocio hasta el jarrete. La tensión carnavalesca del sanchunismo se muestra asediante en estos días. Tres ejemplos nos basta para saber que tenemos la carne en el techo y el hambre en el pecho. Hemos visto, en los días previos al carnaval 2025, cómo el Fiscal General del Estado –con la justicia del antruejo que ajusta leyes castañeras de pinganillo a una política de falimiento– se viste con la levita de los delincuentes para defenderlos mejor. Le pillan, pero se mantiene en la potranca para perseguir a la delincuencia hasta el lodo del camino en candidez constitucional.

Con el atraco de la «superquita» –una maniobra mil millonaria a favor del independentismo catalán y en contra del resto de autonomías–, las cuentas democráticas han entrado en barrena tras el carnaval hacendístico del condone y de los condones, y sólo para mantener la carnavalería del tirano hasta el 2027. Ladronaje cierta mente ciertamente. Vale hacer de la política una orgía. Lo intolerable es disfrazarse de progresista a tiempo completo cuando en realidad no se es más que un atracador que se monta en el falcon para ir de la Moncloa al Soto –el villorrio donde yo nací entre Ávila y Salamanca– para echar un lagarejo en los majuelos.

La operación Jéssica –y tercer ejemplo del carnavalismo utópico, atención de Ábalos Koldo y asociados– ha sido la gran revelación erótica y descarnada de este carnaval en su sentido más frenético del puterío institucional y sanchunero. Servidor se ha quedado de piedra viendo el sufrimiento de esa criatura llorando ante el juez a moco tendido como si estuviera en el funeral de Kim Jong–il. Magistral la escena de farsa de ese burdel de prostitutas –imagino que sin pasar por el portal de transparencia de Moncloa– colgando en la puerta del negocio este cartel vanguardista: «Aquí encuentras las escorts favoritas de los ministros».

No se hagan cruces que llueve sobre mojado. Práxedes Mateo Sagasta, primer ministro con Alfonso XII, tenía un sobrino balarrasa como Sánchez tiene un «hermanito», que había que colocar. Un día –lunes de carnaval como hoy–, todo contento, llamó a su hermana al despacho: «ya tengo un oficio para el chico». ¿De qué? preguntó la hermana. «De canónigo de la Catedral de Toledo». Pero Práxedes, por Dios, que el niño no es cura. «Mira, hermana, si empezamos a poner pegas, nunca colocaremos al muchacho». Y es que en carnaval todo es posible.

Incluso que las chirigotas de Cádiz, como revelación carnavalera de género, comparen a Sánchez con un «perro sin honor y el cabrón que traicionó a toda España». O que otra, a ritmo de tango, le llame «Presidente de paro y cartón,/ Maquiavelo detrás del telón». Y que una tercera con pasodoble cañí le suelte: «Soy rojo pero no confío en tu palabra,/ cada uno tiene lo que se labra». Es lo que tiene el carnaval en vena: que es siempre impredecible, cruel.

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