Ampudia
TRAS superar el último montículo por el que serpentea la carretera aparece Ampudia. Con su tapiz de teja árabe, en el que sobresale la torre de su Colegiata, todavía tuneada por los andamios que han permitido procurarle un maquillaje que le haga recuperar su esplendor. Casi 65 metros de altura, una garrocha espiritual para templar las embestidas de los tiempos, enhiesta hacia un cielo que rasga levemente. La colegiata se erigió en honor a San Miguel. Data del siglo XV, y los que entienden dicen que es de estilo gótico-renacentista.
Esta villa palentina, ajena a los circuitos principales de comunicaciones por carretera, es un oasis entre tanta población sumida en desastres urbanísticos, desvaríos arquitectónicos y corporaciones con ganas de visitar los concesionarios de coches exclusivos.
La visita a Ampudia es una constante en mi vida. Por turismo cultural, por gastronomía o para darme un chapuzón en su estupenda piscina. Y por los toros, pues posee una coqueta y cuidada plaza de toros, remozada hace pocos meses, para la celebración de la final del bolsín taurino que organizó la escuela taurina de Palencia.
En esta ocasión se trataba de una celebración familiar. Pocos motivos más gozosos. Una comida para compartir la alegría de seguir juntos y transmitir el entusiasmo común de disfrutar de la vida.
Antes de llegar al lugar de la comida, el Mesón de Ampudia, que propone una mesa tan diversa como sabrosa, me encontré con José Luis, el alcalde, al que su responsabilidad, que asume sin festivos ni descanso, no le desdibuja la sonrisa ni el trato amable. Nos emplazó para volver a contemplar la Colegiata cuando los andamios emigren.
Tras el café, un paseo por las calles soportaladas y una visita exterior, en todo su perímetro, a su castillo, atractivo en su moderada proporción. En su entorno se sitúa un simpático barrio de bodegas, con sus almenas oxigenantes. La terracampina Ampudia bien merece una visita.