La oveja bala
NADA MÁS despertarme salí disparado hacia el quiosco, a comprar el periódico. En la vallisoletana plaza de El Corrillo. Me sigue gustando el tacto del papel, pasar las páginas como paredes de letras que se derriban. Me senté a tomar un café, con hielo, por favor, y llamé a José María. Uno de mis hermanos, que cumplía 60 años. Que tanto me ayudó a derogar prejuicios.
Hasta mi 8º de EGB los hermanos, cuatro, Raquel María, José María, Ricardo Manuel y yo, recorrimos juntos siete provincias, siete, de la geografía española. En la tercera (tras Zaragoza y Almería) las balas eran moneda común de quienes (muchos) asentaban sus sólidos principios en el sectarismo y el supremacismo. Vizcaya, Basauri, para concretar más. Mi padre, José María, era funcionario civil del Estado. Mi madre, Raquel, tenía bastante con cuidarnos y mantener el hogar a flote. Una casa itinerante, sin más paredes que querernos y más techo que la voluntad de mantener unida a la familia.
Mi padre nunca recibió un sobre con una bala dentro. Supongo que el exceso de peso en relación con el importe del sello la habrían devuelto a los corrales. Afortunadamente mi padre, hasta ese momento sin escolta, no recibió una carta con una bala (¿las balas se disparan sin pistola?). No, solo tuvo un comando de ETA fisgando costumbres y trayectos. Poca cosa.
La única campaña en la que participó mi padre fue la de una vida digna, entregada a su familia y aderezada de un templado humor aragonés, incluso en circunstancias tan difíciles. Con mi madre, vigorosa en su cuellarana firmeza natural, también ante la enfermedad que años después le condujo a la muerte, formaron una pareja vital y, dentro de sus posibilidades, viajera.
Como el toro, se crecían en el castigo. El toro brama. La oveja bala. Mansedumbre de rebaño adoctrinado. Demagogia buzoneada.