Diario de Valladolid

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ALBERT Camus convierte al médico Bernard Rieux en el narrador que escribe la gran crónica de La Peste, como «depositario de numerosas confidencias» de sus enfermos. Lo desvela al final del confinamiento que sufre la población  argelina de Orán, hace setenta años, cuando la muchedumbre recupera con júbilo las calles de la ciudad. Las ratas habían invadido todos los rincones, incluso los «hoteles honorables», y habían  provocado numerosos «desgarramientos personales» en un «estado de sitio» que recuerda nuestro estado de alarma. Un hombre solidario, adscrito «al partido de las víctimas», congregó a sus conciudadanos en torno a las únicas certidumbres que podían tener en común: «El amor, el sufrimiento y el exilio».

Aún no estamos en España en esa fase final que este modelo de  honestidad describe sobre el dolor humano y que ya saborea Wuhan. Su lectura sugiere reflexiones que desbordan el espacio de esta columna e impiden la equidistancia y la neutralidad.

Camus traza un relato «con buenos sentimientos»; implicado en la verdad y «sin concesiones». Su  narrador proclama que «el único modo de luchar contra la peste es la honestidad». Rieux constata falta de medios sanitarios (médicos y suero), pero su firme exigencia no le impide dedicar 20 horas diarias a sus enfermos. Siente como propia su angustia, lamenta que la enfermedad suprima   valores, reivindica el amor a los demás («Este mundo sin amor es un mundo muerto»), se indigna porque no se puede enterrar a los fallecidos (¿les suena?)… El héroe  que niega Camus reflexiona sobre las razones de que las guerras y las pestes siempre cojan  desprevenidas a la  gente y avisa, ante la euforia del fin del confinamiento, que «esta alegría está siempre amenazada». «Puede llegar un día en que la peste por desgracia y enseñanza de los hombres despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».

Camus escribió su gran crónica porque no era «de los que se callan», necesitaba testimoniar «en favor de los apestados», nos dejó «un recuerdo de la injusticia» y de la violencia, y extrajo una lección: «Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio». En una imposible próxima vida me gustaría ser capaz de escribir una crónica tan bella, comprometida y rigurosa como la del sanitario francés. Veo en ella el rostro de los que hoy luchan por nuestros enfermos. Su ternura con los más vulnerables es la mejor prueba de esa digna honestidad solidaria que contrasta con el asco que me producen los que juegan con la muerte para sacar réditos partidistas.

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