Diario de Valladolid

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LA embestida vertical y húmeda de la lluvia acomete al verdor que se ofrece inesperado y entusiasta. Sostiene el ritmo, tan templado como persistente. Los charcos son, desde hace semanas, abrevaderos naturales en los que los recentales chapotean cuando abandonan la ubre materna. A través de la ventana observo a Farsante que vagabundea entre su lote de hembras. Algunos animales apuran las últimas bellotas que se han desprendido, como por goteo, de las encinas. Aunque ha costado, por fin la chimenea comienza a ofrecer sus primeras y tímidas llamas.

Si las leyes son necesarias, y han de ser justas, para que una sociedad permanezca en calma y aspire a un crecimiento en su calidad democrática, lo que nadie cabal puede negar, no es menos cierto que pocas conclusiones son más sabias y coherentes como la que nos indica que la Naturaleza ofrece siempre una enseñanza y una oportunidad.

La cría del toro de lidia es un majestuoso ejemplo, real, no meramente virtual, sobre la capacidad del ser humano para respetar al máximo la vida de los animales y crear una compatibilidad cierta, no simplemente una ficción, con sus anhelos axiológicos, culturales y económicos. Castilla y León es un territorio de bravura, con trapío, aún por explorar en su idilio singular con el toro.

Anclada en arquetipos inertes, la Junta de Castilla y León tiene el deber de no esconder al toro bravo. El camino ha de librarse ajeno a complejos ideológicos y, también, sin caer en meras posturas institucionales. La cultura del toro en el campo es la de hombres curtidos bajo el sol y el frío inclementes. Una fragua de reciedumbre y verdad.

Se atisba un continuismo pedante y complaciente en la maquinaria que sostiene aquí la tauromaquia. O se actúa con determinación o las escuelas taurinas a las que se premia cínicamente (mientras se cargan las novilladas sin caballos con gastos desproporcionados) se convertirán en breve en academias de danza manierista con toros de poliuretano.

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