Diario de Valladolid

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ACABO de contemplar el impactante descenso de toros, bueyes y caballos por la vaguada que rompe rastrojeras y ofrece los primeros adoquines de las calles de Cuéllar. Los toros, serios, con trapío, de Lagunajanda, han sido conducidos por los caballistas desde los corrales del río Cega hasta la villa mudéjar. Técnica, arrojo y esfuerzo humanos que bien merecen un reconocimiento a tan arriesgada tarea. La Naturaleza indómita que encauza la mano del hombre con el apoyo insustituible de las monturas.

Mientras desciendo desde la planicie por el embudo polvoriento por el que hace apenas un minuto han galopado pezuñas y astas desbocadas, un grupo de amigos me cuentan sus últimos días en la costa. Y, entre perplejos y con el cachondeo propio de las fiestas, me comentan que asistieron a una de esas modas que entremezclan, con singular mixtura, el ridículo y el esnobismo impostado, lo que quizá se enmarque, pienso en lo que se domina una actitud friki. Se trata, ni más ni menos, que de asistir a los atarcederes en la playas y, cuando el sol (digo yo que avergonzado) es esconde, aplaudir a rabiar, como si tal fenómeno dependiera de la creatividad de alguien, de su sudor, o simplemente de la imaginación desatada de un genio. Nadie, desde luego, lo hace con la sensación, siquiera difusa, de dar las gracias a un hipotético ser superior o creador.

Así las cosas, surge la contradicción, al menos aparente, de creer que lo rabiosamente humano ha de tomarse como si tal cosa, y, paradójicamente, lo propio de la Naturaleza, no menos hermoso en su predecibilidad cotidiana, merece un premio sonoro.

Cada vez más, parece evidente, resulta más difícil saber apreciar, valorar y admirar las obra consciente y decidida de los otros, quizá por el reinante predominio de la envidia, indicio impúdico de la mediocridad y la abulia.

Aplaudir al sol en su letargo resulta tan ridículo como abuchear a las nubes o insultar a una tormenta. En realidad el mensaje no es otro que la satisfacción que produce en tantos disfrutar de un placer cuyo resplandor no necesita de nuestro compromiso ni esfuerzo.

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