Diario de Valladolid

JAVIER DIOSDADO MORAS

Un pollo sin cabeza

El autor cuestiona la nueva reforma educativa sin consenso y sostiene que los cambios del modelo de enseñanza necesitan un tiempo de maduración y, sobre todo, una buena formación de los docentes encargados de aplicarlo

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Ahora nos anuncian una nueva reforma educativa. La enésima. Hablemos, pues, de educación. Yo tuve la suerte de educarme en la España franquista. Ya sé que esta afirmación va a parecerles mal a algunos, pero tengan paciencia y no me crucifiquen aún. El franquismo (como casi todo en la vida) tenía cosas buenas y malas. Otra vez vuelvo a correr el riesgo de que me pongan la cruz (gamada) y no lean mi reflexión pero insisto, un poco de paciencia: en el franquismo no era todo malo malísimo, catastrofísimo…, no señor; la educación pública, concretamente la Enseñanza Media, de los Institutos, no era lo peor que había. No voy a negar que era una educación socialmente injusta, pues los institutos eran los encargados de formar las élites que luego gobernarían el país y solo acogían a las clases acomodadas, las clases medias y bajas se debían conformar con ser mano de obra y punto. Esto, globalmente es verdad, aunque tiene un matiz que se suele ocultar al tratar del tema: la injusticia empezó a corregirse ya en los años 50 (Ruiz Giménez) y no digamos en los años 70 y la Ley Villar Palasí. Pero volvamos al principio: la educación pública que se impartía en los institutos era buena, entre otras cosas, porque se podía impartir con auctoritas. Recordemos aquí que la autoridad o auctoritas es el ejercicio del poder a partir de un prestigio o unos méritos demostrados; al contrario que el ‘autoritarismo’, o ejercicio de la autoridad a partir de la fuerza.

Los alumnos sabían que quien manejaba la clase, porque podía y sabía, era el profesor. Y este no solía caer en excesos autoritarios. Los profes de entonces era gente bastante bien formada que dominaba su rama científica del saber y se esforzaba en transmitir las bases indispensables de la Ciencia. Que había algunos que se pasaban de la raya y caían en excesos, de acuerdo; yo oí hablar de ellos; pero lo normal no era esto, a mí no me tocó ninguno.

Y dentro de cada Departamento (Seminarios didácticos se llamaban) quien decidía el método y los contenidos básicos del curso era el Catedrático. Incluso, a menudo, este era el auctor del libro de texto utilizado por los alumnos, así como de otras publicaciones didácticas o científicas. La autoridad en los centros educativos era una especie de vegetal que lo tenía todo a su favor. Su medio ambiente (el régimen político autoritario) la hacía crecer y ser fuerte sin riesgos o enfermedades. Podemos incluso verlo así: era una ‘planta’ que estaba demasiado ‘mimada’; por eso no supo adaptarse al nuevo ambiente, la Democracia.

Y este nuevo régimen, en mi modesta opinión, tampoco supo configurar las condiciones favorables para que la sobreprotegida auctoritas sobreviviera. De hecho, en 1990, los socialdemócratas que se habían aposentado en el poder ocho años antes hicieron una reforma educativa (LOGSE) que, entre otras cosas, se cargaba el cuerpo de catedráticos de instituto. No les importó que la auctoritas que ejercían dichos profesionales dentro de los Departamentos emanara principalmente de una durísima prueba de oposición donde los aspirantes de toda España competían en igualdad de condiciones y ante un tribunal de reconocido prestigio. No hubo remedio ni solución intermedia. Se llegó incluso al extremo de despojar de la auctoritas a los catedráticos que ya existían, ¡retrospectivamente!, aunque la hubieran ganado previamente en buena lid.

Yo pensaba entonces (y el paso del tiempo me ha dado la razón) que había una solución mejor y más justa, y que ésta se desestimó por falta de generosidad, de perspectiva de futuro, de amplitud de miras…: hubiera estado bien respetar la estructura departamental que ya había en los institutos, en torno a un Catedrático con auctoritas. A mí me parece que siempre ha de haber alguien que dirija, que diseñe las líneas maestras del trabajo o la investigación…, como pasa en la empresa o en la universidad. Es decir, tendrían que haber respetado al cuerpo de catedráticos que ya existía y, acaso, exigirles más signos y pruebas que reforzaran su autoridad (libros, publicaciones, etc.). Sin embargo se optó por la solución peor, la que nacía del revanchismo y la demagogia. Todos iguales, en todo. La igualación por la base, como se suele decir.

Lo mismo ocurrió en el ámbito del aula. Igualitarismo a rajatabla: la estructura de la clase, el mobiliario, las leyes, los usos y el mismo lenguaje se pusieron al servicio de esta igualación por la base. En la enseñanza, decían los teóricos de la Escuela Nueva (principios del siglo XX) el protagonista era el alumno, no el profesor. Yo no estoy en contra de los principios y conceptos de la nueva pedagogía; y lo del ‘alumno protagonista’ está bien como lema o consigna de guerra contra una tradición ineficiente...etc., pero la Escuela Nueva (Piaget, Montessori, Dewey...) es un sistema muy complejo que requiere un terreno bien abonado para que pueda funcionar. Y en nuestra pobre España pasó lo que suele pasar cuando se aplican conceptos porque están de moda o porque son ‘progres’, sin comprenderlos ni dosificarlos. Especialmente, sin explorar previamente el terreno y sin asegurarse de que con los ‘mimbres’ que había –escolares, docentes, sociedad– pudiéramos fabricar los nuevos ‘cestos educativos’ que la Nueva Pedagogía pretendía.

Los políticos responsables de la educación, en aquellos años, ensoberbecidos por el éxito de las urnas, los «implementaron» como dirían ellos (no yo), de forma autoritaria, de arriba abajo. Impusieron unos principios y unos métodos a un cuerpo docente que que no estaba preparado para el cambio. Las reformas profundas en este terreno siempre necesitan un tiempo de maduración y los maestros y profesores que las llevan a la práctica deben deben tener un conocimiento profundo, maduro, reflexivo de los nuevos conceptos. Es decir, deben tener auctoritas.

Lo peor fue que esta forma de actuar se convirtió en habitual en todas las Administraciones educativas que se han venido sucediendo, fueran del signo político que fueran. Y en este punto vuelvo a la actualidad política: con un Gobierno en precario desde cualquier lado por donde se le mire, el mismo partido –al menos de nombre– que inició la debacle de la Enseñanza

Media/Secundaria, y con gente muchísimo menos preparada que en los 80, pretende abordar, por enésima vez, la reforma educativa. Sin consenso, sin concierto, sin ambición de largo plazo. O lo que es lo mismo, un Ejecutivo débil, apoyado en los populismos, los separatismos y los extremismos, pretende desde la pura inconsciencia y el aturdimiento, como si fuera un pollo sin cabeza, abordar un cambio intrínsecamente complejo y que debería ser estable, definitivo, «casi» permanente.

Javier Diosdado Moras es catedrático de Literatura jubilado.

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