Diario de Valladolid

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Mucho he sentido la muerte de Tomás Rodríguez Bolaños. La última vez que nos vimos fue el 11 de mayo del 2016 con motivo de una charla conjunta que dimos en el Patio Herreriano de Valladolid para hablar sobre Jorge Guillén y el pintor José Guerrero. Dos de sus pasiones culturales. Como siempre, Tomás estuvo brillante, cariñoso, cercano, ocurrente, y en posesión de una palabra suave y conciliadora –tan propia de él– que siempre excluía las aristas y abría balcones.

¿Cómo no recordarle, aunque sea aquí en esta brevería, para decir que fue un amigo, todo un señor, y un político que hizo cultura porque, sencillamente, la sentía? Sería tan injusto no hacerlo… Fue un amigo real desde aquellos momentos de la Transición que nos hizo comunes en una creencia: que la democracia es la mejor manera de vivir en paz. Asentados en este fundamento, la amistad creció sola porque Tomás siempre daba facilidades y multiplicaba las causas. Su señorío en política tenía un sentido práctico y de peso, ajustándose a una permanencia que llevaba en los adentros. Todo aquello que no fuera o pareciera exacto, claro, que no estuviera en la línea de una suma humanística, o que no sirviera para rescatar una razón social o la causa del débil, él lo descartaba por sistema. Y es que entendía lo que pasaba a su alrededor como un auténtico alcalde: con alcance de vecindad.

Además, fue rara avis en política: entendía y sentía la cultura. Yo lo sé muy bien. No sólo fue receptivo a la cultura universal que representan vallisoletanos como Jorge Guillén, Rosa Chacel, Miguel Delibes o Francisco Pino –cuatro ejemplos indiscutibles–, sino que lideró acciones muy concretas, y dejó hacer en libertad lo que otros no hicieron o plantearon. Ay, Tomás, sé que esto suena a poco, pero «suena a verdadero», como decía de ti el gran Guillén.

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