Diario de Valladolid

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HABÍA dejado reservado un rato de este domingo (por ayer) para la lectura de un artículo publicado en EL MUNDO escrito por Albert Boadella. Lo titula El sentimiento catalán y me ha permitido viajar en el tiempo, hasta el inicio de mi adolescencia, una etapa que transcurrió entre Tarragona y Gerona. Sí, con e, no con i.

Un tiempo en el que percibí, pese a mi edad, el germen de lo que ahora padecemos desde la óptica del Estado de Derecho. Esa chavalería, ahora dirigente, a la que se empezaba a adoctrinar para que comprendieran, es un decir, su supremacía sobre los, llamémoslos, «Sánchez». Los de fuera, en la nomenclatura de Boadella.

En Tarragona el asunto aún estaba lejano, pero en Gerona ya empezaba a haber signos visibles del totalitarismo de unos y el complejo de los otros. La presión sobre los emigrantes, o sus hijos, comenzó por los nombres; los Ignacio comenzaron a llamarse Ignasi. En los llamados charnegos nacía una autoconvicción gestada en la manipulación de los patanegra del territorio. Es más, tal y como ahora observamos, muchos de los furibundos supremacistas catalanistas provienen de esa reconversión que impone al que se sabe incompleto en su RH nacionalista una mayor exageración en su escenificación: el tal Rufián, verbigracia.

No hay democracia sin Estado de Derecho, ni Estado de Derecho sin ley. Y la libertad proviene de ese triángulo. El populismo nacionalista, en el que curiosamente se integra gran parte de la burguesía catalana, alude a la democracia y a la libertad. No pueden aludir a la ley, porque hoy todo el mundo sabe leer.

Una curiosa y simpática disección de ese ratón que son las ideologías nos muestra sobre la esterilizada mesa del laboratorio que es el conflicto en Cataluña cómo se hacen hermanos de sangre personas que en realidad se desprecian, cuyas ideas y creencias se sientan, abrevan e invierten en lugares diametralmente opuestos. Cosas de la programación mental.

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