Diario de Valladolid

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HACE tiempo que, salvo un periodo bastante corto de mi vida, vengo pasando los agostos en el mismo pueblo castellano de Viana, junto al río Cega. Es probablemente esta circunstancia la que hace que veranos calurosos como ha sido hasta ahora éste me lleven a otros veranos, y ésos a otros más, hasta llegar –en una especie de flashback– hasta los años de mi adolescencia. Aquéllos en que, como parte de la muchachada «en edad de merecer» y cortejar, muchos chicos y chicas que dejábamos transitoriamente nuestros amigos, novios o novias en la ciudad, íbamos y volvíamos a diario de Valladolid en un tren que sólo paraba de modo breve en la ahora desaparecida estación de El Pinar.

A veces, ese tren que regresaba de la capital sobre las 10, sufría algún retraso importante y entonces resultaba frecuente que entabláramos entre nosotros conversaciones más largas que las habituales, sentados allá en cualquier banco, bajo las altas farolas de los andenes de la Estación Campo Grande. Luego, una vez llegábamos a Viana, solíamos ya seguir hablando juntos en pandillas de 4 ó 5 muchachos y muchachas que se iban quedando por el camino, cada uno en su casa, o como reza el dicho: «Cada mochuelo a su olivo».

Si era a mediados de agosto, una luna enorme y ensangrentada que parecía querer hundirse en la tierra alumbraba por un rato nuestros pasos. Y, sin saberse por qué, había un momento en que la senda recorrida cobraba un sentido casi alegórico, de trayecto entre una orilla y otra de la edad o del mundo, de las ilusiones y las sombras, de la juventud y de la muerte. Recuerdo también los instantes en que nuestros rostros jóvenes, iluminados por las ráfagas de otros trenes que se cruzaban con nosotros, tomaban –dentro del vagón bamboleante– una apariencia cadavérica o incluso fantasmal, de gesticulantes almas en pena. Y no puedo olvidar ahora que a algunos de esos rostros que me acompañaban ya no volveré a verlos jamás.

La vida era ese tren; y la juventud cualquiera de aquellos fugaces resplandores.

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