Diario de Valladolid

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HAY imágenes que tienen un efecto curioso y hasta desconcertante en quien las ve. Está uno mirando una fotografía antigua de un determinado paraje y de pronto descubre que, sin que haya en él nada específicamente reconocible, el conjunto no resulta extraño, sino muy próximo o familiar. Esto es lo que me ocurrió observando una de las fotos que se exhiben en la muestra sobre el Valladolid de mediados del XIX que se está exhibiendo estos días a partir de fondos del Archivo Municipal. Cuando leí la información acerca de la misma se aclaró el misterio: «La ribera del Pisuerga en el barrio de Tenerías en 1865». Yo viví durante un lustro en la Plaza de Tenerías, por lo que sin poder reconocer ninguno de los elementos concretos de la imagen, pues han desaparecido, acababa de identificarme con lo único que resta inalterable: el lugar. Había reconocido ese punto exacto del río que contemplé tantas veces desde mi ventana.

No sé si, como defienden algunos románticos del paisaje, todo puede cambiar -y más aún en el panorama de las ciudades que en el de los campos- pero quedaría siempre en el aire algo de quienes vivieron o pasaron por allí. Habría como una memoria del lugar en sí, un aura, una atmósfera de recuerdos imperecederos. Por mi parte, tampoco negaría rotundamente esa posibilidad. De lo que sí puedo dejar constancia es de que en esta ocasión el disco duro -o «galería de imágenes»- de mi retina ha demostrado poseer una memoria mucho más exacta que la de mi «yo consciente». Lo que he identificado ni siquiera es el paraje, más bien mi melancolía al mirar ese lugar determinado en el atardecer.

El extraordinario paisajista que fue William Turner confesaba que, aunque solía hacer muchos apuntes del natural, las pinturas siempre las realizaba después en su estudio. Y es que no pretendía pintar la realidad de un lugar ni siquiera la impresión momentánea del mismo, sino su memoria personal de él.

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