Diario de Valladolid

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Con la nariz aplastada contra la enorme cristalera del comercio, un niño observa los movimientos de un perro. Es un perro enorme, peludo y blando, cual Platero cánido. Desde lejos no se podría decir si se trata de un reclamo para los viandantes o es uno de los múltiples adornos, objetos y cacharros que la tienda, de grandes dimensiones y amplio escaparate, situada en una zona céntrica de la ciudad, tiene puestos a la venta. Es un perro que se mueve, pero es un perro de mentira. Mecánicamente artificial.

Pese al reiterado esfuerzo de quien aparenta ser su madre, que tira de su minúsculo bracito con gestos de evidente contrariedad, el niño sigue con la mirada clavada en el perro. Los leves y armónicos gestos del San Bernardo, que sube y baja el cuello y eleva una pata delantera en señal de educado saludo, han logrado hipnotizar a la criatura.

La madre, o quizá su tía, intentan echar mano de una sencilla estrategia para liberar al pequeño del efecto magnético de aquel escaparate con perro grandullón y, todo hay que decirlo, soso y poco espontáneo en sus movimientos. En el momento en el que un perro, de los de verdad, pasa por la acera, intenta el adulto, señalándolo, que el niño cambie su interés canino y puedan proseguir con el camino previsto en la tarde de domingo.

La insistencia de la madre hace que el niño gire, con desgana, la cabeza. Mira al perro que sí lo es y dice: «Feo, malo…». Y vuelve a aferrarse con la mirada a ese perro enorme, motorizado y previsible.

Tras más de 20 minutos de espera, el niño desistió de su pequeña e infantil obsesión.

Pero aquella mirada, la aferrada a lo artificial, aquel tacto que se podía adivinar del pelo impostado, quizá primo lejano del petróleo, no era sino la de una sociedad que, cada vez más, rechaza la realidad natural, tan, es cierto, dura, terrible e imprevisible, en ocasiones, es adepta de una secta que pretende humanizar a los animales para huir cobardemente de quienes, guste o no, somos.

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