Diario de Valladolid

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SANTA Teresa nació veintidós años después de la expulsión de los judíos y murió dieciocho años antes del destierro de los moriscos. Así que su vida transcurre en un momento en que la sociedad española va clausurando horizontes, hasta sacrificar su diversidad cultural, religiosa y política ante el monolito de la verdad única. Y en esa tolvanera tan agitada se ve envuelta Teresa, como descendiente de conversos: «generación de afrenta que nunca se acaba», según lamentó Fray Luis de León, otro de los marcados. En marzo se cumplen los cinco siglos de su nacimiento en Ávila.

Nada fue fácil en la vida de Teresa, bajo cuya divisa sitúa su horizonte el turismo regional. Quizá por esa capacidad para superar dificultades, que la santa mostró de forma resuelta, en sus siglos de memoria le llueven advocaciones profesionales, solicitudes de amparo y proclamas de patronazgo. Es verdad que algunas con enmienda, más o menos inmediata, debido al enconado rechazo de los sectores que sacude su forma de ser. Fue polémico el ascenso a los altares, hace cuatrocientos años, y aún más su declaración como patrona de España, gruñida por Quevedo, trece años después. Pasado el tiempo, que todo lo disimula, le siguieron colgando medallas y distinciones de celebridad: doctora de la Iglesia en 1970, honor que por primera vez recayó en una mujer, y patrona de los escritores españoles desde 1965.

Haciendo las concesiones precisas, supo sacar adelante su apuesta de una vivencia religiosa interior en una España alborotada de ceremonias y rituales. Unas veces, con habilidad y disimulo; otras, echando mano del coraje para rechazar lo que consideraba intragable. A punto de estrenar el año de su centenario, la invitación de sus textos se ofrece como la mejor contraseña para descifrar un universo que no es sólo devocional. El riquísimo epistolario o el relato de sus fundaciones realzan su celebración de lo cotidiano con un estilo de apariencia coloquial pero sacudido por la tensión de lo indecible.

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