Diario de Valladolid

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SIGUE EN nuestro país creciendo y enfangando la vida pública esa marea de chapapotes de toda clase resultante de la corrupción. Por cierto, que la negrura del agua emponzoñada va llegando a las arenas en apariencia tranquilas de Castilla y León y amenazan con cercar a algunos de sus prohombres de antaño.

¿O es al revés y los lodos en que ahora nos embarramos tuvieron precisamente su origen en la fina lluvia de tramas y grupos de poder que procedían de aquí?

Pero el caso es que, ante situación tan preocupante, uno escucha a menudo en tertulias televisivas y otros medios de comunicación dos discursos explicativos –prácticamente opuestos– que podrían resumirse así: 1) La corrupción es un fenómeno general en las democracias occidentales y la que ahora emerge entre nosotros haciéndose más visible no resulta diferente ni mayor que la de otras países de nuestro entorno e incluso más lejanos; y 2) España deviene en nación irremediablemente corrupta por la proverbial tendencia de los españoles a la picaresca, es decir, como consecuencia de un rasgo ligado al más que dudoso «carácter nacional».

Ambos argumentos son engañosos porque tienden a liberarnos de cualquier responsabilidad sobre lo que está pasando: el primero cifra la respuesta en una constatación del viejo dicho de «mal de muchos...»; el segundo en una especie de inevitabilidad del ADN picaresco en nuestros genes.

Mi interpretación es otra: que la corrupción española, aun no siendo –desde luego– única sí es singular, pero no por ningún gen de nuestro carácter; más bien porque el sistema en que vivimos y tanto hemos celebrado constituye una continuación de aquel otro sistema de favores instaurado por el poder económico y político en el franquismo. Un sistema que ha ido corroyendo la salud del país desde dentro de las propias estructuras de la sociedad y del Estado.

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