Diario de Valladolid

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LOS RUIDOS de la actualidad van consiguiendo distraer la lima tenaz de nuestra despoblación. Cada vez somos menos y las proyecciones demográficas reducen nuestro horizonte aún más. Pero apenas nos queda un resquicio de sosiego para atender a este problema, cuyos auspicios no pueden ser más pesimistas. Los avances estadísticos y los foros sobre despoblación coinciden en situar la merma en nuestro territorio, donde ya abundan los ejemplos de desbandada. Por eso, llama la atención nuestra manera tan oscilante de abordar el asunto, que combina picos de énfasis con períodos de largo descuido.

Quizá sea esa falta de vigilante continuidad el reproche más consistente que se puede hacer a las políticas destinadas a paliar la despoblación. Porque las predicciones de los expertos ya se han mostrado erradas más de una vez. Y si algo nos asiste en este campo es sobrada experiencia. En los presupuestos para 2015 de nuevo vuelve a sonar la música de los estímulos para fijar población en el medio rural, que es el escenario de esta sangría. Desde los años sesenta, suman centenares los pueblos españoles que se quedaron sin habitantes. En nuestra Comunidad, hay comarcas periféricas despobladas y los pueblos sin nadie ya superan el cuarto de millar.

A veces, ese abandono se recupera de forma fugaz o por la instalación de jóvenes alternativos. Otros intentos de rescate fracasan por la protesta de sus naturales, que sólo vuelven para ahuyentar a los advenedizos. En todo caso, la geografía regional muestra abundantes testimonios de abandono, cuyas muescas no se limitan a las periferias.

Ni siquiera la centralidad geográfica garantiza la supervivencia, como sucedió en Valladolid con Villacreces, pueblo vecino de Villada y Grajal; con Honquilana, al pie de la autovía entre Medina del Campo y Arévalo; o Almaraz de la Mota, que despedía al Sequillo hacia su encuentro en Zamora con el Valderaduey. Cada cual con su historia de derrota.

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