Diario de Valladolid
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Redacción de Valladolid
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Meóriga es un magnífico ejemplo de cómo impulsar una empresa del vino que surge de las cenizas de una cooperativa tradicional. La fórmula social ha desaparecido, pero no lo han hecho la filosofía ni el fondo, pues los nietos de los fundadores hoy la dirigen. Y los viticultores que aportan la uva descienden también de los que mantuvieron el paisaje del vino en la Ribera del Cea. A estas alturas, a nadie se le escapa que siento mucha predilección y defiendo el movimiento cooperativo en su doble significado. En primer lugar, porque fue el cimiento social y vitícola que impidió la absoluta destrucción y descepe de la viña en la región. Pero a las cooperativas hay que perdonarlas, pues fueron maquinaria pesada y muchas no pudieron adaptarse a los tiempos que corren.

Por fortuna, son solo ejemplos. Buena parte de las cooperativas del vino de la región –en zonas punteras– dio el salto y hoy proveen vino de calidad para mucha iniciativa privada y foránea del colorín que destaca en el mercado y en el palmarés de los concursos. Pero hay otro factor por el que servidor sigue aplaudiendo la fórmula cooperativa. Es el último reducto social que nos queda en el sector del vino. Confieso que muchas veces me cuesta saber quién es el dueño, el patrón, el que manda en una de las nuevas bodegas vanguardistas, exportadoras y con arquitectos firmando sus edificios y diseños. Un día le pregunté a un viticultor de La Seca que de quién era la bodega a la que llevaba sus uvas y Nino de Íscar, que así se llamaba, me dijo: «mi bodega es la Cooperativa Cuatro Rayas, está en La Seca y es mía y de 300 viticultores como yo. Además, la fundó mi padre. Y mi hijo también es viticultor, socio y propietario». Esto sí son raíces profundas, la fuente de vida de la vid y del vino.

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