Refugio, cárcel y oasis
Soy un animal salvaje. Nunca había pasado tanto tiempo en casa. Estoy mucho más cómodo al aire libre que encerrado entre cuatro paredes. Me siento más protegido bajo el techo invisible de un cielo estrellado -donde las fronteras carecen de sentido- que en el más seguro de los refugios.
Siempre he tenido muy claro que mi hogar estaría lejos de la jungla de asfalto. Y eso pese a nacer y criarme en una ciudad relativamente ‘humana’ y de dimensiones abarcables como Burgos. Un fugaz paso por Madrid en los años de la universidad terminó de marcarme una senda que para ese momento ya se presentaba bien definida.
En la situación actual de confinamiento obligatorio (después de tantos días de reclusión cada vez me parece mas que cumplo una pena de prisión domiciliaria) me alegro más que nunca que mi decisión de dejar atrás el mundanal ruido para dar forma a mi proyecto vital en Valdorros.
Me siento afortunado. Puestos a estar enclaustrados mejor en mi oasis particular, en mi búnker con vistas, que en cualquier otro sitio. La tranquilidad habitual de un pueblo dormitorio se ha visto acrecentada con la obligación del aislamiento social.
Calles vacías. Y silencio, mucho silencio. A todas horas , muy pocas veces roto por el paso de algún tractor camino de la faena en el campo. O por la llegada de algún vecino de vuelta de la capital con el coche repleto de provisiones. No queda otra, pues no hay en el pueblo ningún comercio para hacer la compra.
En esta tesitura la comunión con la Naturaleza se acrecienta. E l canto de los pájaros parece amplificar su eco en una primavera desnortada que llegó antes de tiempo una vez más. Un regalo para los sentidos que no oculta el temor a las tan habituales heladas que truncan luego las expectativas de un fruto que no será.
Resulta complicado tomar el pulso de la actualidad lejos de la redacción. Me siento como un gato enjaulado que no halla la escapatoria. Tal vez es una señal para comenzar a mirar hacia dentro. A buscar las respuestas en uno mismo. Un empujón para dejarse atrapar de nuevo por los viajes que nos deparan los libros que esperaban pacientes su oportunidad agolpados en cualquier rincón de mi estudio.
Me tomé los primeros días como unas vacaciones. En casa sí, suena raro, pero como un respiro. Todavía sin ser demasiado consciente del potencial del enemigo que nos esperaba ahí fuera. Así pasaron varios días, incluso con algún paseo furtivo por caminos no transitados.
Hasta que la realidad te martillea y la muerte por el dichoso virus se presenta ante ti como un golpe seco que no has visto venir. Todo cambia de repente. Extremas precauciones, ves fantasmas por todos los lados. Y un poso de amargura se instala en tu cuerpo refrenando cualquier intento de escapar de una realidad monotemática.
Los días transcurren bajo un manto de ruido espeso al que nadie escapa. Cada uno idéntico al anterior. Los fines de semana han perdido todo el sentido. Las jornadas se han visto desprovistas del catálogo de rutinas que nos facilitaban el trabajo semanal. Más aún para un redactor de Deportes, ahora sin el apoyo de una actualidad reducida a cenizas con la suspensión de todas las competiciones. Los temas se van agotando al ritmo de mi escasa paciencia.
Mi escapatoria -cuando das carpetazo temporal al teletrabajo- son los libros. Y los paseos. E incluso leer y caminar a la vez, un don que desconocía poseer. Afortunadamente, no todos los días he estado solo. La compañía ayuda, y mucho, a sobrellevar el encierro. Menos mal.
Y también los vídeos que me dan cuenta de los progresos de mi sobrina, a quien no he podido acompañar en sus primeros pasos.
«¿Otra vez lo vas a ver?». «Sí, no me canso de hacerlo. Es un bálsamo. Podría estar repitiéndolo en bucle hasta que termine todo esto». No es un farol.
En este marco cualquier hecho que rompe mínimamente el enclaustramiento se convierte en todo un acontecimiento. La llegada del panadero, en una localidad que con el cierre de la cantina se quedó sin su principal centro de socialización, es poco menos que el descubrimiento del Paraíso.
Se acerca las 11:30 horas y atiesas las orejas en busca del inconfundible sonido de un claxon mucho más apropiado para un camión de bomberos o una ambulancia que para una furgoneta de reparto.
Una broma del destino. Una señal de alarma convertida aquí en todo un reclamo. Un oasis en medio del desierto. Un desahogo que apenas dura unos minutos, los suficientes para intercambiar saludos y buenos deseos a tus vecinos.
«¿Todo bien?». «Sí, lo llevamos lo mejor que podemos, aunque el encierro va pesando ya».
Un mínimo respiro antes de volver a la reclusión. Con paso corto y reteniendo unas alas que buscan desplegarse sin premio. «Has tardado mucho» me espetan al regresar con el preciado bien bajo el brazo. «Pues a mí se me ha hecho muy corto», respondo. Puntos de vista.
Por momentos mi cabeza vuelve a los veranos de la infancia en Cebrecos. Con el sol cayendo a plomo sobre una cuadrilla de chavales descamisados mientras una vieja Citroën Dyane 6 se abría paso a golpe de claxon. Todos arremolinados en la parte trasera esperando a que el panadero abriera aquel portón que te conducía directamente al Edén de los sentidos. Tengo ese olor de obrador de pueblo, de hogaza recién horneada, de tortas de chicharrones... metido en las entrañas.
Es un billete directo a la felicidad que estos días se ha hecho más presente tras muchos años sin comprar pan más que en los negocios de la capital.
Entorno los ojos y regreso a aquella plaza, apenas a una treintena de kilómetros en línea recta de donde ahora vivo. Y me viene a la mente otro recuerdo imborrable, el de la forma de pago. Un sistema que ya pasó a la historia y que a ojos de un millennial puede sonar a ciencia ficción: la tarja, un pequeño listón de madera cuadrangular donde el vendedor ambulante anotaba las ventas con su afilada navaja haciendo muescas en las aristas. Desconozco cuándo y cómo se saldaban las deudas. En aquella época el dinero todavía no tenía ninguna importancia.
Quizá sea una llamada a recuperar viejos hábitos. A poner en valor los comercios de barrio, que están perdiendo la batalla contra las grandes superficies -víctimas e un sistema que cabalga a velocidad de vértigo sin dejar un respiro para la reflexión-. Ahora lo tenemos. Aprovechémoslo para sacar algo positivo de esta situación.
En un par de semanas de reclusión obligatoria, trabajando desde el estudio de mi casa en Valdorros, he recorrido el pasillo que flanquea la vivienda y un costado del jardín cientos, miles de veces, en paseos infinitos bien sea en busca de una idea que después encuentre un hueco en las páginas de este periódico, para desterrar de la mente preocupaciones que puntualmente acuden a su cita con mis neuronas o simplemente para empaparme del frío o los rayos de sol.
Conozco a la perfección las imperfecciones de cada baldosa, los hábitos de una lagartija que campaba a sus anchas por el jardín y que se ve ahora obligada a compartir un espacio que ya creía suyo. Fantaseo con la libertad perdida cuando veo cómo las hojas caídas, arrastradas por el viento, superan los límites del confinamiento y vuelan sin rumbo.
Y paseo. Otra vez. Unas veces apresurado, cuando en mi cabeza comienzan a tomar forma proyectos futuros. Otras pausado, reconcentrado, mientras voy golpeando a cada paso un viejo balón. Simplemente dejándome llevar por una senda que podría seguir a ciegas. La que me conducirá al final de este encierro.