Diario de Valladolid

Del Ganges hasta el Pisuerga

Varghese es el primer cura de la congregación del Verbo Divino procedente de la India en fijar su residencia en España / Llegó en 2003 sin saber ubicar el país en el mapa / Desde 2016 da misa en Cabezón, Trigueros, Quintanilla, Cubillas y San Martín y, hasta hace un mes, «también en el pueblo de Amancio Ortega»

Varghese Joseph Nelluvelil, en la iglesia Nuestra Señora de la Asunción de Cabezón de Pisuerga.-J.M. LOSTAU

Varghese Joseph Nelluvelil, en la iglesia Nuestra Señora de la Asunción de Cabezón de Pisuerga.-J.M. LOSTAU

Publicado por
Laura G. Estrada
Valladolid

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Cuando eligió España como el país donde desarrollar la misión pastoral para la que se había formado durante doce años en La India, Varghese Joseph Nelluvelil –Varguís para los amigos–, apenas había oído hablar de Barcelona, «por las Olimpiadas». No conocía las costumbres o la cultura. Ni siquiera el idioma. Tampoco sabía situarlo con exactitud en el mapa, reconoce risueño.

Pero aquel joven de 27 años –hoy ha soplado ya las 43 velas–, tenía claro que quería convertirse en el primer sacerdote indio en fijar su residencia en un lugar donde aún no tuvieran presencia los misioneros del Verbo Divino y, de la terna de posibilidades que barajó, la congregación aceptó su opción predilecta. Ni México, ni Suiza. Su deseo era trabajar en España y no sólo lo logró, sino que aquí sigue, con una ilusión que todavía pesa más que la morriña.

«Mis raíces siempre tiran y humanamente siento añoranza pero he optado por esta vida y tengo que seguir; sólo Dios sabe hasta cuándo estaré en España, pero no he pensado en salir porque estoy feliz», reflexiona en la casa parroquial de Cabezón, donde comparte estancia con otro cura, oriundo de Zamora.

Aquí, en esta zona bañada por el Pisuerga, reside desde hace cinco años. Primero en Dueñas (Palencia), donde le trasladaron procedente de Andalucía porque el párroco de Valoria la Buena había expresado su deseo de volver a Mozambique y necesitaban a alguien que ocupara ese puesto.

Después, en 2016, se asentó en Cabezón para llevar también las parroquias de Quintanilla de Trigueros, Trigueros del Valle, Cubillas de Santa Marta y San Martín de Valvení hasta que en septiembre le quitaron «el pueblo de Amancio Ortega», contextualiza, plenamente enterado de la vida social de la comarca.

Enterado e integrado. Ataviado con camisa, jersey y americana, la ausencia de alzacuellos dificulta asociarlo con un clérigo cuando pasea por las calles de la localidad. Aunque todos le conocen y ya nadie se sorprende. «¡Un cura moreno!», recuerda que le decían al principio. Pero más que por su procedencia, los vecinos «ponían cara de asombro» por su edad. «Estaban acostumbrados a ver curas mayores y se extrañaban de ver uno joven».

Es, valora, a causa de «la crisis de sacerdotes». «Antes venían de España a La India a evangelizar porque había mucha vocación y hoy es al revés; tienen que venir misioneros a Europa porque se ha enfriado la fe».

No sólo de religiosos, sino también de creyentes. «Aquí la mayoría de los que acuden a misa los domingos son mayores» mientras en la tierra donde nació ocurre lo contrario, «el cristianismo tiene fuerza, está en crecimiento y las iglesias están llenas».

En el país asiático del que procede, la religión cristiana apenas reengloba al 2,4% de la población, frente a casi el 80% que profesa el hinduismo o el 14% de islámicos. Él se crió rodeado de esa amalgama de dogmas y viaja hasta su infancia para recordar cómo su familia invitaba a los vecinos, y viceversa, a las celebraciones propias de cada creencia. «Era una convivencia bonita».

A pesar de ese contacto directo, nunca se sintió atraído por otras creencias, subraya. De hecho, desde pequeño tuvo claro que quería «entregar la vida a Dios, al sacerdocio». Y así se lo repetía a su familia, «muy religiosa» y que siempre le había inculcado la «vivencia de la fe». «Somos siete hermanos y, de los cuatro hombres, dos somos sacerdotes, y de las tres mujeres, una es religiosa».

De esos años iniciales de vida en su casa de Chunkappara, en la región sureña de Kerala, rescata de la memoria las primeras referencias que recuerda del que hoy es su país de acogida. «Todas las noches rezábamos juntos el rosario y teníamos libros antiguos sobre la devoción de San José o Santa María, donde venían cuentos que hablaban de apariciones de la Virgen».

Más allá de que España «era un país de santos y de mucha fe», poco más sabía. Era la primera vez que salía del país del Ganges y se embarcó en un viaje de 8.588 kilómetros. La ‘mochila de conocimientos’ con la que aterrizó en Madrid aquel 24 de septiembre de 2003 –con mal pie, ironiza, porque le extraviaron el equipaje–, se limitaba a que se trataba de «un país de toros, frutas y vino».

Son las pocas referencias que aprendió en los cuatro días de jornadas de convivencia que pasó junto al resto de sacerdotes que también se habían ordenado con él unos meses antes. En ese tiempo, desde que tomó los votos perpetuos y le confirmaron su destino hasta que finalizó la tramitación del visado, internet fue un apoyo para ir empapándose de la cultura del que sería su nuevo hogar, pero al llegar sólo sabía decir los números, los días de la semana y algún saludo, gracias a las lecciones que le había dado un compañero que había estado en Bolivia.

Ahora se desenvuelve con la soltura propia de quien lleva 16 años trabajando por sentirse como en casa y, aunque se le escapa alguna concordancia, confunde a veces el masculino y el femenino de un género o cuela palabras en inglés, ha superado hace tiempo la barrera del idioma.

Al principio no fue fácil, rememora. No tenía una base en castellano y los tres meses iniciales que pasó en Dueñas –donde regresó después– para acudir todos los días a una academia en la capital palentina, no fueron suficientes para desenvolverse en el día a día. Entonces, le mandaron a la parroquia Virgen del Carmen del barrio de Su Eminencia de Sevilla. «En andalú no entendía nada», bromea.

«Fue un proceso complicado porque no podía expresar lo que quería, pero mi mente estaba preparada para no esperar muchas cosas y así no fracasar; algunos compañeros por el shock cultural tuvieron que volver pero yo venía bien preparado para seguir adelante», cuenta Varghese sin perder la sonrisa.

Allí ya no volvió a recibir clases de castellano. Se apoyó en el párroco titular, con sus lecciones a través de un ordenador, y «en el cariño y la cercanía de las familias» para entender y hacerse entender, «porque les costaba mucho» y no comprendía lo que decía en los primeros bautizos, explica recurriendo, de nuevo, al humor.

Quizá fue allí, en Sevilla y después en los pueblos onubenses de Niebla y Villa Rosa, donde se impregnó de la ‘chispa’ española pues, al recordar los mejores momentos vividos allí, ensalza que disfrutaba con las gambas –y expresa con las manos que los platos tenían copete– y estalla de risa al aclarar que ahora no las come porque tiene alto el índice de colesterol.

La manera de cocinar algunos alimentos, y las gélidas temperaturas invernales, fueron los primeros indicadores que le hicieron comprender que «esto era otro mundo». Sobre todo el hecho de cocinar el pescado con espinas y cabeza y de relegar el arroz a un ingrediente de acompañamiento, cuando en India es el principal sustento y la carne y el pescado se preparan como guarnición.

«Cuando elaboro un pescado al horno le mando una foto a mi familia», ejemplifica para aclarar que él ya sigue el recetario castellano –entre otras cosas porque aquí no encuentra la mayoría de las especias y porque no dispone del tiempo necesario para preparar los platos de su tierra– pero atestiguar que allí todavía les resulta extraño.

Gracias a WhatsApp y a Skype mantiene un «contacto constante» con sus orígenes y siente cerca a sus parientes a pesar de una distancia que se traduce en 12 horas de avión haciendo escala en Arabia Saudí. Pero sólo puede abrazarlos cada tres años, cuando la congregación le facilita el billete para volar.

El resto de veranos se queda aquí, tirando de contactos para hacer turismo nacional hospedándose en otras casas parroquiales o de amigos que le ofrecen habitaciones. Así, ha visitado ya Granada, Málaga, Jaén, Santiago, Navarra, Barcelona, Zaragoza o Torrevieja, enumera. Sin embargo, echa cuentas y, para volver a ver a su familia, tendrá que esperar a 2022. Ellos nunca han venido porque «no acostumbran a salir de vacaciones, es un gasto, y no les ha llamado la atención». Además ahora su madre, de 87 años, y su padre, de 90, ya están «delicados de salud».

En los dos meses de asueto por trienio que puede regresar a su hogar, la curiosidad de su entorno por conocer lo que ocurre en Europa a nivel religioso le lleva a contar cómo «las iglesias se convierten en museos porque no hay fe» o a describir una imagen envejecida de los feligreses.

«Aquí», dice refiriéndose, sobre todo, a Castilla, «son los mayores quienes mantienen las creencias pero no hay una fuerza de la juventud», valora para establecer un contraste con Andalucía, donde percibió más «devoción popular», al calor de la multitud de hermandades o ritos procesionales. Aunque no quiere «comparar realidades» y se muestra «feliz» donde está, «intentando dar lo mejor» de sí mismo, con un cierto tono de resignación. «Es lo que hay».

Revertir esta situación se antoja complicado, máxime teniendo en cuenta que los pueblos de su jurisdicción «no crecen» –el más pequeño, San Martín de Valvení, cuenta con apenas 87 vecinos según el último censo– y en alguno ni siquiera hay niños, lamenta, pero está dispuesto a dar la batalla, con propuestas «para que los jóvenes sigan teniendo el gusto de venir a la eucaristía para disfrutar de la misa».

Así, entre los proyectos a corto plazo destaca la idea de «rejuvenecer el coro de Cabezón», impartiendo nuevos cursos, y apuesta por seguir apoyándose en el método Life Teen, que introdujo su predecesor, para aparcar los métodos de catequesis tradicional y formar a los jóvenes con propuestas de convivencia donde se invita a la reflexión, los debates y la oración como alternativa al estudio basado en estudiar lecciones en los libros.

«Poquito a poco», dice Varghese, irá introduciendo cambios y poniendo a la misa su propio «sabor», hasta que le destinen a Madrid o Navarra, o vuelva a Sevilla o Huelva pues, junto con Valladolid, son los cinco territorios donde están asentados los misioneros del Verbo Divino. Vaya donde vaya, quién sabe, podrá presumir, eso sí, de haber sido el primer indio de la congregación en España. El pionero de los 16 que ahora han fijado aquí su residencia.

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