Diario de Valladolid

La edad de las recompensas

Desde el oteadero de sus sesenta años, Delibes cosecha una copiosa lluvia de recompensas profesionales y de reconocimientos afectivos. A veces, en casa o cerca, otras procedentes de dispensarios más distantes, pero siempre con protocolos sencillos y desprovistos de oropel. Abrió el curso de estos honores (2 de octubre de 1982) el premio Príncipe de Asturias de las Letras en su segunda edición y compartido con Torrente Ballester. Después de su estreno memorable con José Hierro, que dirigió al príncipe un discurso ejemplar, el enjuague lainesco con timbre celiano de mezclar a Delibes con un resabiado Torrente codicioso de preseas discurrió con la cicatería que el gallego había acreditado un cuarto de siglo antes en la edición corregida y expurgada de sus miserias más horripilantes, del Panorama de la Literatura Española Contemporánea (1956), donde escribió: “En La sombra del ciprés… decepcionan por igual el protagonista y el autor. En Mi adorado (sic) hijo Sisí, la estrechez del tema no consigue…crear un verdadero cuerpo novelesco. Parquedad e inocencia de la materia narrada quitan interés a El camino. Ninguno de estos libros tiene otro valor que el de ejercicios preparatorios de un futuro novelista”. Y que no se amanse el fuego que mantuvo alerta O Inferniño ferrolano, donde contendieron tantas tardes lluviosas a embarrados pelotazos sus diablos verdes con los pucelanos.

Delibes ante su casa de Sedano.-E.M.

Delibes ante su casa de Sedano.-E.M.

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Redacción de Valladolid
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PREMIOS Y LIBROS

He refrescado el discurso del ferrolano, por si me traicionaba la memoria, y resulta clamoroso su titubeante contraste con la emoción luminosa de las palabras inaugurales del poeta Hierro un año antes. Torrente despacha de pasada al escultor Pablo Serrano (1908-1985) y a su colega académico Delibes, con quien comparte el galardón de las Letras y a quien dispensa la manida etiqueta de «gran novelista castellano», para recrearse largo y tendido en la singularidad como historiador del compañero generacional Antonio Domínguez Ortiz (1909-2003), resaltando su condición subalterna de profesor de Enseñanza Media compartida con él, para despedirse con un elogio ahuecado al químico Ballester Boix (1919-2005). Todavía, en años sucesivos, el Príncipe de Asturias reiterará más veces el agasajo compartido para ir despejando de competencia el escalafón (1986: Vargas Llosa con Lapesa; 1988: Martín Gaite con Valente; y 2003, Mernissi con Sontag). Hasta 1987 tuvo que aguardar el ávido Camilo José Cela; y dos años más el taimado Laín Entralgo.

Su universidad vallisoletana estrenó 1983 invistiéndole (el 28 de enero) como doctor honoris causa, en compañía del hispanista Bartolomé Bennassar (1929-2018), cuyo estudio sobre el Valladolid áureo iba a resultar esclarecedor para El hereje (1998), la última novela de Delibes. Y el 14 de noviembre de 1984 recibió por mayoría de tres votos a dos el inaugural premio de las Letras de Castilla y León. No fue unánime el respaldo por incontinencia del barbián textil Fernando Lázaro Carreter, quien llamó por teléfono a Delibes para consultar su aceptación, haciendo luego chanza de la conversación con los miembros del jurado: «No sólo lo acepta, sino que tomaría como un agravio que no se le diera». A resultas del cotilleo, votaron a Delibes Lázaro, Alarcos y Víctor de la Concha, mientras Conte y Gibson apoyaron a Rosa Chacel. Desmintiendo al avaro Lázaro (autor de los guiones chocarreros para Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí y demás variantes, que firmó como Fernando Ángel Lozano), Delibes entregó los dos millones del premio a Cáritas, para atender «a los más desheredados de la región». En nombre de los premiados (el pintor Juan Manuel Díaz-Caneja, el investigador Joaquín Pascual Teresa y el humanista Antonio Tovar Llorente), intervino en la capilla de San Gregorio (7 de junio de 1985) el ensayista Tovar, con un discurso evocador de sus años como investigador de arte y arqueología en Valladolid, y más tarde rector en Salamanca, que sintetizaba la universalidad de la cultura constituyente del núcleo esencial de Castilla y León.

Aquel mismo noviembre de 1984, el día de San Primitivo, los libreros españoles le conceden su Libro de Oro 1984, en reconocimiento por «su admirable y fecunda obra»; la distinción conlleva que todas las librerías españoles dediquen sus escaparates prenavideños a exponer los libros de Miguel Delibes. Responde a la gratitud de Delibes, reconociendo la labor decisiva de los libreros en la difusión de la lectura, el ministro Javier Solana, bien instruido por su asesor César Alonso de los Ríos, para resaltar la fusión en Delibes del escritor y el hombre en una sola pieza; su fidelidad a la tierra castellana y a su lenguaje; y su enorme amor a la naturaleza. Y no acaban aquí los reconocimientos cosechados en su primer lustro de sexagenario, que culmina el 6 de noviembre de 1985 con su nombramiento como Caballero de la Orden de las Artes y las Letras de la República Francesa, «por su aportación a la cultura europea y a la concordia entre los pueblos y las gentes».

Las perdices del domingo (1981) es la bitácora del Delibes cazador entre el verano de 1974 y el invierno de 1978. Sus anotaciones recogen los paisajes de la aventura campestre dominical, dejando constancia del proceso devastador que siglos atrás acabó con los bosques en la Meseta y ahora despuebla de pájaros al territorio. El novelista, convaleciente de la muerte de Ángeles su mujer, descubre y ofrece la naturaleza como asidero terapéutico para el hombre actual.

En 1982, publica Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos, que es el sexto de sus libros viajeros. Como en los anteriores, sigue Delibes con su interés prioritario por los paisajes y sus paisanajes, buscando la huella de España en aquellos lugares, especialmente vigente en Bélgica y Holanda. La memoria de los viajes primaverales de 1980 y 1981 la enhebra el novelista en sus veranos de Sedano, incorporando jugosas anécdotas y reflexiones a las etapas de sus recorridos. También de 1982 son Tres pájaros de cuenta, segundo de sus libros infantiles, donde recuenta su predilección por los voladores, y su misceláneo El otro fútbol, escrito al hilo de la resaca provocada por el mundial de España que malogró la proliferación del cerrojo, una estrategia consistente en procurar que no juegue el adversario antes y por encima de la elaboración del propio juego. El volumen incorpora otros textos sobre el pintor Vela Zanetti, que subía desde Milagros hasta Sedano para ilustrar con su experiencia la vestidura de la casa rural del novelista; los últimos años en Valladolid del pintor Eduardo García Benito (1891-1981); el tratamiento constitucional de la naturaleza; las dictaduras que disimulan serlo; su experiencia como espectador de la Seminci; el vicio de fumar con garbo y deleite; la aventura de vivir de la pluma; la emancipación de la mujer; el eslogan televisivo difusor de que lo importante es participar; y la evocación obital de sus amigos Alejandro Fernández de Araoz (1894-1970), yerno de Marañón, y su condiscípulo del Lourdes Enrique Gavilán.

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983) es la decimoséptima de sus novelas, trenzada esta vez con 42 cartas que un periodista jubilado y tímido (Eugenio Sanz Vecilla) dirige a Rocío, viuda sevillana de 56 años y aire juvenil que pide correspondencia. Su confidencia epistolar aprovecha la experiencia del autor en el periodismo de posguerra, sin conseguir levantar el vuelo de una silueta lastrada por el pasado cicatero, que recalca su perfil actual redicho, ruin y pagado de sí mismo. El universo acomplejado de este viejo verde, que alcanza la jubilación sin haber conocido mujer, se desboca y embala al interpretar la solicitud de Rocío como una invitación personal. El manuscrito revela que Delibes desechó la opción de titular la novela Cartas sentimentales de un sexagenario virtuoso para dar cuerda a su sesgo irónico y concluir con sátira y humor en un desenlace tan cruel como la vida misma. La creciente ceguera en que incurre Eugenio contrasta con la fría respuesta de Rocío, que le acaba engañando con un amigo. El encanto de la novela reside en su parodia de la literatura epistolar, cuya transparencia deja al descubierto mucho más de lo que el escribiente seductor quiere mostrar. Más allá del relato jocoso, afloran los conflictos de alguien que pide auxilio para soportar su soledad.

Como remate del lustro, en 1985 ven la luz dos nuevos libros: La censura de prensa en los años cuarenta, que contextualiza la atmósfera nutriente de Eugenio Sanz Vecilla, y su decimoctava novela: El tesoro, en la que resalta el ritmo sucinto, conciso y resuelto de un magnífico reportaje. El libro sobre la censura deja constancia de las consignas diarias que obligaban a su glosa y también de instrucciones abyectas y peregrinas, como la circulada a propósito de «la posible contingencia del fallecimiento de don José Ortega y Gasset», en cuya circunstancia «dará la noticia con una titulación máxima de dos columnas y la inclusión si se quiere de un solo artículo encomiástico, sin olvidar en él los errores religiosos y políticos del mismo, eliminando siempre la denominación de maestro». El volumen añade nueve artículos literarios, que van desde Dickens a su maestro Garrigues, con referencia a los vallisoletanos Guillén y Maté.

El tesoro es una novela esquemática, que revela la existencia de otra cara radicalmente distinta a la paradisíaca en el complejo universo rural. En este caso, trata del hallazgo del tesoro arqueológico de Arrabalde (Gamones en la novela), en la Zamora del Eria, al pie de la sierra de Carpurias. La tinaja desenterrada contiene un conjunto de brazaletes, torques, anillos, pendientes, fíbulas y arracadas de oro y plata, pertenecientes a la Segunda Edad del Hierro, y su encuentro produce el conflicto desbordado de tensiones entre los arqueólogos, que ven en el hallazgo una pieza importante para la investigación histórica, y los lugareños, que lo conciben como señal inequívoca de la existencia en el lugar de más oro.

De hecho, bautizan el yacimiento como la mina. Los lugareños, enfurecidos por lo que consideran expolio de sus bienes, acaban destruyendo el yacimiento encabezados por Papo el cojo, para evitar que se beneficien tanto su descubridor don Lino, que es del pueblo de al lado, como los arqueólogos enviados desde Madrid. «Un problema de escuela», que acabó derivando, como consecuencia de su reflejo extremado en la película dirigida por Antonio Mercero en 1988, en la declaración de Miguel Delibes y de su hijo arqueólogo Germán como ‘personas non gratas’ por parte del ayuntamiento de Arrabalde; una condena levantada tiempo después, desde el sosiego de la distancia.

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