Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Abanico de nostalgias

Como describe y nos advierte el profesor Brasas Egido, la tradición artística de Valladolid durante el siglo veinte se encuentra muy lejos del esplendor renacentista y barroco, cuando una de las menciones a la procedencia vallisoletana tenía que ver con el oficio pictórico: De Valladolid, pintor. Sin embargo, su escuela de Artes y Oficios, vinculada a la Academia, alojó en la ciudad pujante del tránsito decimonónico al siglo veinte a profesionales docentes como Martí y Monsó o Sánchez Santarén, cuyas enseñanzas dieron lugar a la coincidencia de una serie de artistas locales de primer nivel: Anselmo Miguel Nieto (1881-1964), Eduardo García Benito (1891-1981) o Aurelio García Lesmes (1884-1942); acompañados en un segundo rango por Raimundo Castro-Cires (1894-1970), Manuel Mucientes (1897-1960) o Francisco Galicia (1894-1976)

Castillo del Barco de Ávila, de Benjamín Palencia.-EL MUNDO

Castillo del Barco de Ávila, de Benjamín Palencia.-EL MUNDO

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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TIERRA DE ACOGIDA

Por entonces, la dimensión provinciana de la ciudad los va obligando a buscar otros horizontes donde desarrollar su actividad artística. Sólo en 1947 recibe Valladolid una expedición de vanguardistas uruguayos, que sitúan a la ciudad en la órbita renovadora del arte (como Dau al Set en Barcelona, el grupo Altamira en Santander o los Indalianos de Perceval en Almería), aunque su estancia ruidosa dejara más revuelo que legado. Lo único tangible de aquel tiempo de agitación estrafalaria son los cubos de hormigón con incisiones o rehundidos de Frechilla, en la órbita de Oteiza. Fue el grupo de orientación abstracta Pascual Letreros, que permaneció activo en la ciudad hasta su salto a Barcelona mediados los cincuenta, después de una estrambótica colectiva con atisbos artísticos llevada a cabo en la pérgola y jardines de la fuente del Cisne del Campo Grande durante el mes de agosto de 1953. Entonces su líder filosófico José Parrilla (1923-1994), poeta y pintor fundante del Esterismo, dio por concluida la estancia pisuerguina del grupo charrúa, siguiendo la busca de paisajes más receptivos para su arte de ruptura.

En 1954 lo había abandonado su mujer Alma Castillo, de retorno a Montevideo con sus dos hijos y con el dependiente Raúl Javier Cabrera Cabrerita (1912-1992). Antes de alcanzar la amplitud del Campo Grande, donde mostraron 150 obras en barbecho o a medio hacer, amparadas en la máxima de Parrilla que orló su catálogo (‘Hay una línea que puede ponernos en comunicación con el universo. El descubrimiento de esa línea puede darnos la clave de un arte universal’), habían colgado su obra y movido coloquios en el palacio de Santa Cruz, hospedados por el rector Mergelina, en el Rincón de Arte de la librería Meseta y en una peluquería del 23 de la plaza Mayor. Parrilla, en sus excursiones callejeras ataviado de tosca indumentaria y con el pelo rapado a lo bonzo, seguía repartiendo el mazo de tarjetas montevideanas que lo proclamaban profesor del amor. Cinco artistas locales y charrúas turnaron su obra cada seis días en esta muestra, compartiendo directrices de Parrilla y de un entonces joven, pero ya osado y disolvente, Santiago Amón (1927-1988). El más brillante de los esteristas domésticos fue el escultor Lorenzo Frechilla (1927-1990), con quien estuvieron en la aventura Gerardo Pintado, Primitivo Cano, Publio Wilfrido Otero y Teodoro Calderón, además de los uruguayos Cabrera y Alma Castillo, mujer del poeta y teórico Parrilla y discípula del constructivista Torres García, autor en 1914 de los frescos del salón San Jordi del palacio de la Generalidad de Cataluña. El esterismo promediaba entre el constructivismo y el dadaísmo: inspirado en la prostituta Ester de la novela El pozo (1939), de Juan Carlos Onetti, deriva de un poema de Parrilla en cuyos 200 versos aparecía su nombre 700 veces, con voluntad de convertir la referencia en mito de alcance universal. El ensayista Ángel Rama (1926-1983), fallecido en el accidente aéreo de Barajas, evocó en Cien años de raros (1966) a “aquel curioso José Parrilla, que escribía entreverados poemas fálicos, coordinaba sílabas y polemizaba en los cafés”. Su última estación lo llevó de Barcelona a Levens, en los Alpes marítimos, donde se estableció como sumo sacerdote de una secta alumbrada por él, cuyas enseñanzas recogieron los discípulos en el profuso volumen póstumo El profesor del amor. Obra completa (2008). Simultáneamente, el dramaturgo Fernando Cervieri rescató en su obra teatral Cabrerita (2008) el sesgo de la vida triste y desamparada de su cómplice Raúl Javier Cabrera.

EL CONFIDENTE DEL ESPLENDOR

Si esta acogida de Valladolid, en los ásperos cuarenta, resulta llamativa e inesperada, qué decir de las estancias burgalesa de Pepín Bello Lasierra (1904-2008), fotógrafo y testigo memorioso de la generación del 27, y abulense de Benjamín Palencia, cuyos pormenores ofrecen un argumento de película. El único legado creativo del dicharachero José Bello Lasierra nos relata una visita póstuma del músico Richard Wagner a su residencia burgalesa de Castañares, al lado de Atapuerca, además de los anaglifos poéticos de su etapa de resiente. El destinatario de la confidencia wagneriana es Alfonso Buñuel (1915-1961), arquitecto y hermano pequeño del cineasta. Es un delirio del principio de los cincuenta, cuando el inquieto surrealista todavía andaba por Burgos, entretenido en el negocio peletero que movía su hermano Filín (Severino), con quien estuvo Lorca muy pillado. Allí hizo amistad con Chalo Sebastián, el marido abandonado por María Teresa León, sumido ya en la niebla del alcohol. Hijo de un ingeniero hidráulico oscense, en la Residencia de Estudiantes compartió habitación con Lorca, fue compinche de gansadas baturras de Buñuel y audaz desbrozador de la timidez de Dalí. A partir de 1927 se instaló en Sevilla como delegado de Fomento en la exposición iberoamericana de 1929. Aquel chollo, que estiró hasta la guerra, lo convirtió en retratista de la Generación del Veintisiete (suya fue la foto que quedó como cartel del grupo) y lo situó al lado de personajes tan generosos de aventura como el torero Sánchez Mejías. Durante la primavera de 1936 acompañó a Luis Buñuel en el viaje para ajustar la compra del valle de Las Batuecas a unas monjas de Salamanca, que frustró el golpe militar. Pasó la guerra recluido en Madrid, donde fue asesinado en Paracuellos uno de sus hermanos, y después se replegó a Burgos, como ayudante de la peletería de su hermano Severino. En su momento álgido, abrieron una tienda de postín para las pieles en la calle Velázquez de Madrid: Lobel (anagrama de Bello), con diseño interior del arquitecto Alfonso Buñuel y maniquíes del escultor vanguardista Ángel Ferrant. Este desahogo propició su reencuentro en las tertulias madrileñas con viejos amigos supervivientes, como Isabel García Lorca o Alfonso Buñuel y los pintores José Caballero o Díaz-Caneja, más otros nuevos, como Benet, Chueca Goitia, Domingo Dominguín, la pianista Pilar Bayona o el orteguiano Garagorri, con quienes refunda la orden toledana creada por Buñuel. A mediados de los cincuenta, quebró la fábrica de Burgos y se instaló en Madrid, donde ingenió el invento del motocine, con Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, hermano del mercantilista maestro de Delibes como socio. Aquello tampoco funcionó, pero le valió para volver a la pomada de la disipación con los cortesanos de los Dominguines. Una vez jubilado, se mantuvo hibernado como locuaz confidente sobre la Edad de Plata hasta la resurrección del centenario, cuando las instituciones culturales lo colmaron de agasajos y medallas.

VANGUARDIA SERRANA

En 1941 el pintor vanguardista Benjamín Palencia (1894-1980) se esconde en Villafranca de la Sierra, el pueblo abulense de su criado y compañero Serafín, donde adopta la poética del paisaje castellano acuñado por los intelectuales del 98 y del 14, que él transfigura y enciende con una lluvia de colores expresada mediante contrastes. El poeta José Hierro fija ese vuelco a mediados de los cuarenta, cuando “sus paisajes austeros, de sobria paleta, empiezan a encenderse, a estallar en los más luminosos e irreales colores”. La provincia de Ávila, donde Miguel Delibes localizará la acción de su primera novela, La sombra del ciprés es alargada (1948), adoptó en su capital la residencia creativa de artistas como Eduardo Chicharro (1873-1949), el italiano Guido Caprotti (1887-1966) o el andaluz López Mezquita (1893-1954), quien ya en 1912 instala su estudio en la ermita románica y mudéjar de Nuestra Señora de la Cabeza. Décadas después, ya en nuestro siglo, la dehesa Garoza de Bracamonte acogió en Muñogalindo, en el Valle Amblés, las piedras pintadas de un Agustín Ibarrola hostigado en los años de plomo de su País Vasco. También en 2005 la diputación abulense adquirió la casa de Benjamín Palencia a una sobrina para convertirla en centro de turismo rural. Un edificio diseñado por el arquitecto y poeta Luis Felipe Vivanco frente a las eras del pueblo, cuya animación captó repetidamente el artista, con las mulas en la trilla o el vecindario aventando la mies. El universo serrano de Villafranca está poblado de referencias sólidas y firmes, como las rocas, a las que uno se puede aferrar sin miedo. Un paisaje lleno de luz, con un sol duro que parece metido en las cosas, como si estas llevaran el sol dentro. También los árboles y sus sombras trazan una silueta recortada por la pureza de la luz. Un esplendor que respalda sus paisajes castellanos de finales de los cuarenta, entre los que destaca la eclosión de Navacepedilla del Corneja (1947) tras un profuso boscaje, los campesinos laboriosos en la era (1949), las peñas caballeras (1949) o el mirador de rocas sobre un valle multicolor (1950), cuya secuencia cromática prolongan los Arroyos al atardecer y su Paisaje nevado (1951), el caserío agrupado en torno a la iglesia de Villafranca de la Sierra (1952 o la peana multicolor que sustenta su Castillo del Barco de Ávila (1953). En 1970 la Diputación de Ávila le concedió la medalla de oro de la provincia. Benjamín Palencia se había iniciado con Dalí y Bores en la órbita de Vázquez Díaz, a quien lo acerca su padrino Rafael López Egóñez, ingeniero culto y de fortuna, que lo adopta a sus catorce años y será su protector permanente, dejándole como heredero al morir en 1954. Para Alberti, aquella estricta tutoría dio al pintor la oportunidad de llegar a ser un gran artista, aunque determinó su homosexualidad. Después de realizar figurines y decorados para sucesivas representaciones de La Barraca, fue nombrado su director artístico. La guerra civil tajó su obra en dos períodos, que van desde la expresión vanguardista vinculada al gran Alberto Sánchez (1895-1962), a un paisajismo castellano de vuelo luminoso. Después de la guerra reinició la Escuela de Vallecas con Álvaro Delgado y otros pintores, obteniendo en 1943 la primera medalla del certamen Nacional de Bellas Artes.

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