Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Días de escuela

Aquel Valladolid era «una oscura ciudad, dura como sus sílabas, una caja cerrada, llena de polvo devoto y el aliento en conserva de sus muertos. Sobre las vidas de todos ellos se alzaba la actual oscuridad, la tristeza del horno apagado, de la lámpara tapada y fría. Una ciudad de fanáticos caducos y adoraciones muertas». Este es el retrato urbano que nos deja en sus memorias el escritor y violinista inglés Laurie Lee (1914-1997) de su estancia prebélica en la ciudad. En este escenario, la ambiciosa política educativa de la Segunda República (1931-1936) consigue reducir el analfabetismo desde el 25% de 1930 al 18% de 1936, convirtiendo la extensión educativa en su aspecto más relevante. No puede ignorarse que el alcalde Antonio García Quintana (1894-1937) dio un impulso decisivo a la educación pública universal.

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Redacción de Valladolid
Valladolid

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VALLADOLID, MODELO EDUCATIVO

Con Quintana al frente, el ayuntamiento vallisoletano cifró su proyecto en construir más escuelas y en la sustitución de la enseñanza religiosa por otra secularizada y laica, sin hábitos ni crucifijos. El artículo 26 de la Constitución republicana decretaba la expulsión de los jesuitas, compañía que quedó disuelta el 23 de enero de 1932, incautando sus bienes y colegios para labores de enseñanza pública. De hecho, el colegio San José de la plaza de Santa Cruz pasará a albergar el recién creado nuevo instituto de Valladolid (1932), que un curso más tarde recibirá el nombre de Núñez de Arce, con motivo del centenario del poeta. Como el resto de centros creados entonces, su línea pedagógica responde a los criterios educativos sembrados por la Institución Libre de Enseñanza. Al ser devueltas sus propiedades a los jesuitas, después de la guerra civil, el Núñez de Arce trasladó sus clases al mismo edificio del Zorrilla, convirtiéndose en centro femenino de enseñanza vespertina. La lentitud administrativa del Ministerio de Instrucción Pública hizo imprescindible la actuación como ariete educativo de los ayuntamientos, entre los que descuella Valladolid en el conjunto de España. Su labor convirtió en apenas dos años las 59 escuelas de 1931, con poco más de tres mil niños escolarizados, en 127 centros con más de seis mil quinientos escolares. El proyecto municipal, según nos recuerda el historiador Enrique Berzal, contemplaba 71 escuelas más, en las que dar estudios a diez mil niños. En 1934, el gobierno derechista de Lerroux elogia la tarea educativa del socialista García Quintana en una publicación específica: El ayuntamiento de Valladolid y la enseñanza pública. Una obra ejemplar.

Sólo cinco grupos escolares atendían en 1931 las necesidades educativas de Valladolid: el Pi i Margall (1919), de Juan Agapito y Revilla, en la actualidad Cardenal Mendoza, la Escuela Normal de Maestros (1929), de Antonio Flórez, actual colegio García Quintana de la Plaza de España, el Miguel de Cervantes (1929), de Joaquín Muro, en el barrio de las Delicias, el Macías Picavea (1928), de Juan Agapito y Revilla en Real de Burgos, y el Manuel Bartolomé Cossío (1930), de Joaquín Muro, actual fray Pedro Ponce de León, en Francisco Suárez.

El arquitecto Joaquín Muro Antón (1892-1980), nieto del ilustrado agrónomo de Sahagún Braulio Antón Ramírez, formó parte, desde su creación en 1920, de la Oficina Técnica de Construcción de Escuelas por el Estado, desempeñando el puesto de arquitecto escolar de la provincia de Valladolid, donde construyó los grupos escolares Pablo Iglesias (1931), actual Gonzalo de Córdoba, en la avenida de Burgos, Giner de los Ríos, actual Padre Manjón, Joaquín Costa (1932), actual Isabel la Católica, y Fructuoso García (1932), inaugurado en 1950 como San Fernando, en la calle padre Claret. Otros centros educativos de Joaquín Muro en la provincia de Valladolid son las escuelas de Tiedra (1929) y el Instituto Alfonso VI de Olmedo, iniciado en los años treinta y concluido en 1950.

Después del impulso decimonónico del alcalde Miguel Íscar, fue García Quintana quien más se ocupó de adaptar la ciudad a las necesidades de sus habitantes, creando jardines infantiles en la plaza de Tenerías, en el barrio de San Andrés y sobre todo en la plaza de Poniente (1933), con un equipamiento que incluía toboganes, columpios, biblioteca infantil y unos muñecos coloreados que representaban a sus personajes más conocidos: Pipo y Pipa, Pichi y Pinocho. También urbaniza el paseo fluvial de las Moreras, donde se incorpora la piscina Samoa (1935-1998) y actúa en el nuclear Campo Grande, al que se incorpora el palomar racionalista diseñado por el arquitecto Jacobo Romero, autor del Salón Pradera, una rosaleda con fuente infantil y un emplazamiento más digno para el busto de Núñez de Arce (1932), obra del escultor Emiliano Barral, como el monumento destruido al poeta Leopoldo Cano, situado en los jardines próximos al mercado de Portugalete, junto a la catedral.

LOS COLEGIOS DE MIGUEL DELIBES

Tanto desde su casa familiar en el número 12 de la Acera de Recoletos, como desde el posterior y aledaño domicilio de Colmenares, 10, el Campo Grande fue escenario de las travesías, entretenimientos y juegos cotidianos del niño Miguel Delibes, que inició sus primeros estudios en el colegio de las Carmelitas del Campo Grande, situado en la esquina de San Ildefonso con Paseo de Zorrilla. Precisamente en su capilla colegial, donde se asienta la actual parroquia de San Ildefonso, había sido bautizado y haría su primera Comunión vestido de marinero a los seis años. Del tiempo de estancia con las monjas carmelas, evocó el escritor algunos vestigios memoriales en su libro Pegar la hebra (1990), entre los que sobresalen poderosamente «la pérgola y los emparrados del patio», junto a la hermana Remedios («que nos daba un confite cada vez que nos comportábamos bien») y la hermana Luciana: «pálida, de mediana estatura, con un lunar en la mejilla derecha, que fue la primera mujer que me llamó la atención por su belleza y hasta pienso que me enamoré de ella, no sé si porque era realmente bella o porque era la única mujer joven de aquella comunidad de monjas». Desde luego, aquel destello infantil de lunares y pecas encandiló más tarde a Daniel el Mochuelo, protagonista de su novela El camino (1950).

El colegio carmelita del Campo Grande quedó destruido por el bombardeo del 8 de abril de 1937, ejecutado en torno al mediodía, que ocasionó 40 víctimas mortales y 65 heridos. Fue el quinto de los diez bombardeos sufridos por la ciudad de Valladolid durante la guerra, sin duda el más sangriento, al producir la muerte de dieciséis menores de 13 años y seis mujeres, sorprendidos en el recreo y a la salida del colegio. El bombardeo lo perpetró sin prisa una avioneta disfrazada con los colores de la bandera nacional, arrasando la ciudad entre la estación de ferrocarril y la plaza de Zorrilla, adonde asoma la Academia de Caballería, convertida entonces en cuartel de Falange. Como respuesta a este ataque, Valladolid habilitó los primeros refugios antiaéreos, situados en la Plaza Mayor y en Fuente Dorada, y puso en marcha la construcción del aeródromo de Villanubla, impulsado por iniciativa y contribuciones privadas, que vino a sustituir a la precaria pista de Corcos de Aguilarejo, donde aterrizaba la avioneta militar del general Mola en sus acercamientos a Valladolid.

De aquellos primeros años como colegial, evoca también Delibes sus traslados de ida y vuelta al cole por el parque del Campo Grande, con la tentación y los temores infantiles suscitados por sus castañas locas. El Campo Grande será referencia constante en su obra, a menudo sin escribir su nombre, «porque las visiones de infancia no se esfuman, perduran a través del tiempo», según advierte su personaje Eugenio Sanz Vecilla en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983). A su estanque se acercaba los sábados a mediodía Jacinto San José, protagonista de Parábola del náufrago (1969), a migar la tapa de su bocadillo para las palomas. También la Desi de La hoja roja (1959) practica la misma caridad cuando cruza el parque los domingos temprano para ir a misa, quizá en gratitud silenciosa a la fotografía que le hizo un día el viejo Eloy junto a la pajarera o más bien evocando los cortejos osados de su recluta Picaza enamorado. El Campo Grande será un escenario recurrente en la vida y en la obra de Delibes. Junto a la fuente de la Fama pronuncian su primer «te quiero» los protagonistas de Cinco horas con Mario (1966), Menchu y Mario Díez Collado, quien tuvo un incidente con un municipal por atravesarlo en bicicleta cuando estaba prohibido. Por sus sendas burreó el bedel Lorenzo, protagonista de Diario de un cazador (1955) en la boda del Tochano, cantando al corro o subiéndose a la Fuente a entonar Torito bravo, y ahora lo evoca mientras se dirige a Colón con los birretes para el acto de la Hispanidad. También la mujer de Cecilio Rubes rememora en Mi idolatrado hijo Sisí (1953) aquellos domingos juveniles en que su padre la llevaba a escuchar los conciertos dominicales del templete. Allí mismo se iban a encontrar años después, junto al quiosco de la música, Ventura y su amigo Sisí con Mari y con Nati para un primer beso protegido por la incipiente y cómplice oscuridad de la caída del sol.

Al cumplir diez años, la secuencia fraternal de los ocho hermanos Delibes empujó al escritor hasta el cercano colegio Lasalliano de Lourdes, (situado junto al río, dando cara a la calle de su fundadora Paulina Harriet), para iniciar el bachillerato con los Baberos. Estos frailes, que como los maristas tampoco decían misa y vestían hábito negro de falsas mangas colgando y con un babero de juez blanco almidonado a modo de corbata, levantaron su colegio de Valladolid en cuatro impulsos (entre 1884 y 1959) y con una arquitectura ecléctica de indudable porte monumental. En Miguel Delibes los baberos despertaron una afición futbolística que alcanzó el grado de pasión, alimentada los jueves en su finca del extrarradio, cuando el comportamiento escolar se adecuaba a las instrucciones de su vademécum Valentín o el niño bien educado, editado en Valladolid por Bruño. Porque aquellos frailes también sabían blandir su mano para los castigos, cuando sorprendían al escolar en un renuncio. En sus filas, Delibes empezó a practicar el dibujo con orientación de caricatura, componiendo una galería profesoral cargada de ironía. También el hermano León lo retrató en el perfil psicológico de remate del bachillerato «con mirada lánguida y un poco tristona, siendo sin embargo el más alegre y juguetón del grupo». Aquellos frailes, que repartían cupones para el recreo cuando ya los alumnos recitaban sin tropiezos reyes godos, ríos y cordilleras, también reservaban el dulce agasajo de regalices y perlas Zara para el abono de la cuenta del mes. Eran unos frailes más prácticos que doctrinarios y menos solemnes y empingorotados que el himno a su fundador San Juan Bautista de Lassalle.

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