Diario de Valladolid

EL SIGLO DE DELIBES

Tiempo de vísperas

Aquel período augural del Valladolid entreguerras estuvo efervescente de bullicio y su eco de vitalidad nos llega marcado por siluetas de transeúntes fugaces, cuyo paso a veces resulta inaprensible, como el retorno de los utópicos fourieristas desplazados a la aventura americana. Aquellos que prosperaron en el país de las oportunidades, dedicados al negocio del tabaco o a otros provechos aún menos utópicos, recalaron de vuelta en Valladolid, donde habían encontrado la lanzadera que propulsó sus anhelos. Tal fue la deriva de Evaristo Monné y sus chicas sinfónicas, antes de que la pequeña Carmen sedujera a Ricardo, el mayor de los Baroja. Aunque tampoco el matrimonio apagó sus afanes líricos y don Evaristo tuvo que contratar coros, orquesta y teatros para su debut galleando ‘Carmen’ en Valladolid y Madrid. Un suceso que el sobrino Julio Caro Baroja evocó como «algo pavoroso»

Oobra ‘Bañistas’, elogiada por Gaya Nuño.-E.M.

Oobra ‘Bañistas’, elogiada por Gaya Nuño.-E.M.

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Ernesto Escapa

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LEGADOS DE MODERNIDAD

Otras estancias iban a dejar más poso y resultar menos efímeras que aquel retorno fugaz de los utópicos. Aunque la ilusionada expectativa de estas vísperas acabara quebrando muchas de ellas. Eso sí, sin prisa ni cautelas, que estamos en la pinciana Valladolid, experta en el manejo templado de los tiempos. Decisiva para su obra luego descollante resultó la etapa pinciana de Aurelio Arteta (1879-1940), tan estrechamente vinculado en sus estudios artísticos de Valladolid con Martí y Monsó y Sánchez Santarén al vallisoletano Francisco Galicia (1895- 1976), compañero en el empleo como litógrafo para la editorial Miñón, luego en la bohemia madrileña suavizada por los trabajos de escenografía para el teatro Real, y más tarde en la primera aventura conjunta parisina. Ambos imbuidos de un mismo ideario republicano, compartido hasta el final.

Arteta había llegado a Valladolid de niño con su familia, cuando la necesidad empujó al padre fogonero a buscar su porvenir en la capital ferroviaria de España. Aquel aprendizaje de Arteta en Valladolid le servirá para conjurar más tarde, en su pintura de madurez, el folclorismo de la raza vasca y otras frivolidades de obligada contribución al pebetero regional, que hubieran devaluado con esa costra su obra pictórica.

Aunque truncado en su plenitud por el desastre de la guerra y por una muerte infortunada y prematura al estrenar exilio, Arteta se consagró como el principal artista vasco de la primera mitad de siglo. Sus años formativos habían encadenado una sucesión de «rudezas, privaciones y desempeño de oficios absurdos, lo cual hubiera sobrado para conformar una trastienda plena de rencores y amarguras», según Gaya Nuño, quien advierte que «ocurrió lo contrario, trocándose la dureza en lirismo y lo que pudo ser resentimiento en dulce sosiego. Toda su obra se impregnó de paz, unas veces resuelta en escenas de trabajo, otras en alborozado asomarse a la vida». Y pone el ejemplo del abanico mural de doce paños que decora el vestíbulo del Banco de Bilbao en Madrid (actual consejería de Transportes), así como sus bañistas en libertad, «uno de los cuadros más bellos que haya producido la pintura española del siglo». Gaya Nuño lamenta la escasa fecundidad de Arteta, aunque entiende que esa fue también su fortuna «ya que apenas nos dejó sino piezas de una altísima calidad», sin caídas de servidumbre ni tributos folclóricos.

En París, Arteta buscó hasta encontrar el amparo estilístico de Cezanne para su síntesis de clasicismo y modernidad. Porque supo sobrevolar los tajos que establecen una frontera entre tradición y vanguardia, merced a su espíritu de generoso humanismo. El mismo que aplicó siempre en su vida y en su obra. Republicano de ideario socialista, la llama de su obra alcanza para encender una novela actual de Kirmen Uribe: Bilbao-New York-Bilbao, premio Nacional de 2009. Tres generaciones de una familia vasca vinculada al mar y depositada en Nueva York por la marea del exilio siguen a Liberio Uribe, advertido por la muerte, en su viaje de vuelta a Bilbao para ver por última vez La romería y sus cuadros marinos (La despedida de las lanchas y María), en el museo de Bellas Artes.

Amigo de sus amigos para siempre, en 1921 recibe el encargo del arquitecto Ricardo Bastida (1878-1953) para decorar el vestíbulo de la sede madrileña del Banco de Bilbao con doce paneles murales, que titula

El esfuerzo como símbolo y emblema del ideal vasco, cimentado en la abnegación, la tenacidad y el idealismo. Bastida era amigo de Indalecio Prieto, como Arteta y el escultor Quintín de la Torre, su compañero y cómplice en el estudio de Montmartre. Juntos los tres reaparecen cinco años más tarde en la construcción del seminario de Logroño, situado en la carretera de Zaragoza y a las afueras de la ciudad, que promueve el obispo don Fidel García Martínez (1880-1973), masacrado en 1952, durante el Congreso Eucarístico de Barcelona, por un montaje infame de la policía franquista, que se venga de su delatora Instrucción pastoral sobre algunos errores modernos (febrero de 1937), donde criticó por igual comunismo y nazismo, en defensa de la libertad humana frente al Estado. Aquel edificio monumental de Logroño, construido con ladrillos palentinos y maderas de Guinea, decora el ábside de su capilla mayor con un mural de 140 metros cuadrados, en el que un apostolado en pose bizantina atiende al mandamiento evangélico de Id y predicad, arropando a la Trinidad, la Asunción expectante y a los cuatro evangelistas. Admirado por la bonhomía de don Fidel, que le inspiró la concepción teológica de aquel mural, Arteta puso al apóstol Matías la cara del buen obispo, a quien faltaba por beber el trago amargo de la infamia, antes de reposar en aquella cripta 45 años más tarde.

Aurelio Arteta obtuvo en 1930 el premio Nacional de Pintura con el alarde de composición de sus Bañistas, ahora en el Reina Sofía; y en 1932, la primera medalla en la exposición nacional de Bellas Artes, por su cuadro Los hombres del mar. La guerra lo sorprendió en Madrid, como profesor de la Escuela superior de Pintura, y en 1938 pinta desde Biarritz su memorable Tríptico de la guerra civil, parcelado con víctimas anónimas y bombardeos como el de Guernica. Exiliado en Méjico con su familia, pinta el comedor de la casa de Indalecio Prieto, antes de morir aplastado por dos tranvías el 10 de noviembre de 1940, cuando acudía en busca de alivio a la colonia Coyoacán, donde lo esperaban sus hijos, abrumado por la noticia del fusilamiento en España de sus amigos Julián Zugazatoitia y Francisco Cruz Salido, entregados a Franco por la Gestapo nazi.

CAPITAL DEL DOLOR

Aún mayor infortunio abrumó la existencia pinciana del artista Ernesto Menager Lecroisey (1893-1936), fusilado en Valladolid, su capital del dolor, a comienzos de la guerra. De su obra extraviada y destruida por el terror, nos queda el apunte profesoral, siempre atinado, de José Carlos Brasas Egido y un cuadro del Prado disperso conservado en la diputación de Albacete desde 1932: Plaza de Santa Marina, de Toro. Menager, después de su etapa de estudiante en Madrid compartida con los escultores Julio Antonio (1889-1919), el zamorano Enrique Lorenzo Salazar (1883-1928), ambos prematuramente fallecidos a causa de la tuberculosis, y el palentino Victorio Macho (1887-1966), tuvo una etapa docente en Toro, como profesor de dibujo de la Fundación González Allende, en la que aprovechó para pintar el paisaje de los campos de su circundo con un luminismo exaltado, así como enclaves toresanos echando mano de alardes técnicos insospechados. Con este equipaje, volvió a exponer en Madrid, en el Ateneo, en 1924. El cainismo de la guerra no le dio oportunidad de seguir creciendo y actuó como una maldición sobre su obra pictórica, destruida por miedo a represalias.

AUDACIA COMERCIAL

Zola bautizó como catedrales del comercio moderno a los pasajes parisinos trazados en la primera mitad del diecinueve. El arquitecto Jerónimo Ortiz de Urbina (1824-1909) y su hijo y maestro de obras Antonio Ortiz de Urbina (1854-1940) legaron a Valladolid varios edificios decisivos para su entrada en la modernidad. A veces, más prendidos de la nostalgia arquitectónica, como el Colegio San José (1884) o la desaparecida iglesia de la Sagrada Familia (1896), y en ocasiones dotados de la solvencia y audacia del Pasaje Gutiérrez (1886), cuyas carencias hay que atribuir a las limitaciones económicas de su promotor.

De hecho, el Pasaje Gutiérrez se convierte en baluarte de la innovación arquitectónica comercial de Valladolid, en una medida equiparable al papel de la Casa Mantilla respecto a la innovación residencial. Lamentablemente, la voracidad destructiva de Valladolid con su patrimonio arquitectónico (también con el moderno), nos ha privado de seguir contando con otros edificios singulares de los Ortiz Urbina, como el frontón Fiesta Alegre (1884) de la calle Muro, convertido más tarde en sede del Círculo Católico de Obreros, o el Parador de la Alegría (1880) del paseo Arco de Ladrillo, vencido por la piqueta.

Ese hábito demoledor, que en Valladolid no cesa nunca, privó a la ciudad de ejemplos notables en su paisaje de sesgos y estilos, empobreciendo su muestrario de modelos y formas de edificar, que enseñan a los sucesivos constructores, para romper el lazo de la mezquindad, que acaba siendo la única referencia vigente. Si volvemos la vista atrás, nos costará entender que en la entrada al Campo Grande, donde Julio Saracíbar, el autor de la emblemática Casa Mantilla, proyectó alzar en 1892 una iglesia neogótica, y Jacobo Romero emplazó en 1907 el delicioso y sugestivo Salón Pradera, que decoraba ese lugar crucial de la ciudad, finalmente se optara por su derribo de anteayer (1967), para hacer hueco a un panel floreado, que ni maldita gracia tiene. Otra catástrofe más, en una trayectoria mezquina, aviesa y rastrera.

Volviendo al legado de los Ortiz Urbina, hay que celebrar el rescate hace quince años, ya en su fase terminal de abandono y destrozo, de la Casa Luelmo (1907) como sede de la Fundación del Patrimonio Cultural, cuando ya había sido pasto de un incendio devastador en junio de 1998, provocado por los okupas que se habían adueñado de su interior. La modélica restauración ejecutada por el arquitecto Garcés Desmaison nos permite apreciar, al sur residencial de la ciudad, uno de los ejemplos más notables de la obra arquitectónica pintoresca de los Ortiz Urbina, residencia familiar del poeta José María Luelmo y de su esposa Margarita Suárez Puga.

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